Dichos camagüeyanos del ayer
Por
Héctor Juárez Figueredo
Los
dichos populares, mediante una simple palabra o incluso una ingeniosa frase,
expresan una idea justa. Surgen éstos de la sabiduría de los pueblos. Algunos
tuvieron la peculiaridad de conservarse durante siglos. Otros, que respondían a
tradiciones que se fueron olvidando, dejaron de decirse.
En
el viejo Camagüey existieron muchos dichos populares. Dejaron de escucharse
hace cien o más años, y encierran aún el sabor de antiguos platos de nuestra
cocina, de la vida de nuestras plazas y del recuerdo de personajes casi
místicos. Hélos aquí:
En San Juan de
Dios venden paleta…
para el que no
lo llamen, no se meta.
Se
aplicaba para, sorpresivamente, requerir a los intrusos en conversaciones
ajenas. “Paleta” era aquí usado en su
significado de “paletilla” (omóplato de cerdo). En la década de 1830 la Plaza
de Armas (Parque Agramonte) dejó de funcionar como mercado público, y las
vendedoras, en su mayor parte esclavas,
fueron desplazadas a otros espacios, entre ellos la Plaza de San Juan de Dios. Y
aunque ahora está el “Mercado del río”,
todavía quedan algunos por aquí que necesitan les vendan muchas paletas.
Como la piña
al salpicón
Esta
comparación indicaba que una cosa era lo que se necesitaba para que algo
tuviera un acabado perfecto. El salpicón era un plato típico de Puerto
Príncipe, y dicen que hasta un invento local. Consistía en una ensalada fría a
base de lascas de carne asada o un buen picadillo, a lo que se añadía una salsa
con aceite, vinagre, mostaza, sal, pimienta y un poco de azúcar. Al servir se
adicionaban gajos de naranja. Algunos incluían pepino, hierba buena y trozos de
piña.
Pero
el toque final, lo que no podía faltar, eran los trozos de piña. Cuentan que
Juan Cristóbal Nápoles y Fajardo, el Cucalambé, era –como dirían los jóvenes de
hoy- un fan del salpicón. ¿Se lo
prepararía Rufina, su esposa camagüeyana?
No ser un Juan
de Argote.
Por
contraposición indicaba a quien sabía defender lo suyo, pues aquel personaje no
lo hizo. En la tradición, este Juan de Argote (hubo otros), era un indio
natural de Camagüey, hijo de Camagüebax, el último cacique. Después del
asesinato de su padre, Juan de Argote quedó bajo la potestad del poderoso
conquistador español Vasco Porcallo de Figueroa, que hizo le pusieran al chico
ese frecuente nombre. Hasta que murió Porcallo, Juan fue su fiel sirviente y se
dice que lo casaron con una hija de aquél, María, a fin de garantizar la
autoridad de ésta sobre los indios, ya libres del régimen de encomiendas.
Españolizado y olvidando a los suyos, Juan de Argote se convirtió entonces para
los camagüeyanos de ascendencia aborigen en el símbolo de una conducta
reprochable que no debía ser imitada.
Frangollo
Ser
algo “un frangollo” equivalía a calificarlo como chapucero, y “hacer frangollo” era
cometer imperfecciones en una tarea ejecutada como la escritura, el bordado o
la costura. El frangollo era un dulce que se preparaba comúnmente en las casas,
y quizás de allí la comisión de errores en manos de inexpertas cocineras.
¿Qué
cómo se preparaba? Pues a partir de chicharritas de plátano verde (fritas sin
el corazón) se pulverizaban y unían con melado de caña (clarificado con clara
de huevo). La pasta se espesaba al fuego. Luego se moldeaban con ellas unos
panecillos, cubiertos con azúcar y el propio polvo de chicharritas, y se horneaban
hasta que se doraban. ¿No se anima a
hacer frangollo?
Reproducido del boletín Diocesano de Camagüey,
Nº. 65
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