Entre salvadores y demagogos
Por Ángel Rivero
El populismo ha sido definido como un principio
que sostiene que los problemas de las democracias, del tipo que sean, se
resuelven con más democracia. La afirmación de este axioma lleva implícita la
idea de que en una sociedad democrática lo legítimo es que todo esté regulado
por la voluntad del pueblo y que cuando ésta no se atiende, entonces la
democracia ha desaparecido.
Como se decía en el castellano de nuestros mayores,
los populistas apelan a la «voz del pueblo, voz de Dios», esto es, a que la voz
del pueblo convertida en clamor no puede equivocarse y ha de escucharse.
Pero
aunque los populistas pretenden que esta participación del pueblo en el
gobierno significa la restauración de la democracia, la historia nos muestra
que es todo lo contrario. Cuando se cambian las instituciones por el plebiscito
de la calle, la democracia desaparece y es sustituida por demagogos y tiranos.
Para el populista, la voz de pueblo no sólo es
sabia sino que es justa. De aquí se sigue que si una sociedad se encuentra
atravesada por problemas y por conflictos, hay personas que sufren y lo pasan
mal, entonces hay alguien, el enemigo del pueblo, culpable de lo que ocurre,
que ha de sacrificarse para que la verdadera democracia, sin conflicto, se
restaure.
Porque para el populista la democracia no es el arreglo institucional
que permite que se diriman pacíficamente los conflictos y se discuta la
prelatura en la satisfacción de las necesidades sociales ,sino el instrumento
de expresión de un sujeto colectivo dotado de atributos divinos: el pueblo.
Desde luego, hay muchos tipos de populismo pero
todos ellos participan de esta misma idea. Así, para los populistas nacionalistas,
los culpables de las dificultades por las que atraviesa una sociedad son los de
otra raza, otra lengua u otra religión. Por su parte, para los populistas
comunistas o socialistas, el enemigo del pueblo es el enemigo de clase: el
capitalista, el burgués, la oligarquía, etc.
Para los primeros, dar curso a la
voz del pueblo implica en sus formas más dramáticas el genocidio o la limpieza
étnica y en las menos, la secesión como instrumento para separarse de los que
«no son como nosotros» y que, por tanto, nos amenazan. Para el populismo de
izquierdas, la lucha de clases nombra la guerra permanente entre el pueblo, los
pobres, y los culpables de su miseria, los ricos, la burguesía.
Uno y otro populismo son tan viejos como el
mundo: la xenofobia es un universal humano tan extendido como la idea de que si
hay pobres es culpa de los ricos. De modo que los demagogos de todos los
tiempos han movilizado el populismo en su propio provecho, para así convertirse
en déspotas. Catilina, ese hombre de «índole malvada y perversa» en el retrato
de Salustio, organizó una conjura contra la República romana, siendo cónsul
Cicerón, prometiendo una quita general de las deudas privadas y movilizando así
al pueblo contra sus acreedores. Cicerón respondió al populismo como político
con la firmeza de las instituciones, y como pensador, con el mensaje de que no
se pueden quebrar las cuentas públicas para favorecer a los particulares porque
eso no es la realización de la justicia sino su destrucción.
Así pues, el populismo es una enfermedad
destructiva que anida en todas las sociedades, que se aplaca cuando ese pueblo
del que tanto habla alcanza la civilidad y se gobierna con instituciones
estables y eficientes. Cuando falta uno de estos dos ingredientes, la madurez
cívica o la estabilidad institucional, entonces el populismo tiene el campo
abierto para destruir la democracia. Porque por mucho que los populistas apelen
a una democracia real frente a una falsa democracia de los políticos, el
populismo es sencillamente la negación de la democracia.
Esto es así porque ese
pueblo al que apelan para acosar a los políticos y a las instituciones de la
democracia no existe, es un sujeto abstracto, una marioneta, cuya voz es
apropiada por el demagogo. El populista no necesita ser responsable de sus
actos políticos y la transfiere a su criatura: «No puedo eludir el clamor de la
calle».
La política no ha muerto
Pero para que haya democracia de verdad, hacen
falta instituciones que organicen la representación de la voluntad del pueblo,
que no es una sino plural, y para ello son necesarias instituciones que velen,
entre otras cosas, por los derechos de los individuos, para que puedan
expresarla públicamente.
De modo que los populistas, cuando acusan a la
democracia de haber secuestrado la voluntad del pueblo con sus instituciones y
sus derechos, y cuando prometen acabar con la ley de hierro de la oligarquía
haciendo que la voz del pueblo se convierta en acción política, necesariamente
necesitan de la comunión de un sujeto mesiánico con esa presunta voluntad
popular, creada y manipulada por él, y entonces la democracia se acaba.
Porque la esencia del populismo es, precisamente,
la anti política, esto es la idea de que la política, con sus instituciones, sus
partidos, sus eternos rifirrafes, no sólo es prescindible sino que es el
principal obstáculo para el desarrollo de la democracia.
Pero no es así. Es
justamente todo lo contrario, porque cuando se acaba con esta democracia lo que
sobreviene no es una democracia mejor, sino el totalitarismo que, en nombre del
pueblo, dice: «Alemania es Hitler y Hitler es Alemania», o las democracias
populares comunistas, con sus dirigentes sagrados, déspotas sanguinarios, que
momificados y enterrados en pirámides siguen dando voz a sus pueblos.
*** Ángel Rivero es profesor de Ciencia Política de la UAM (Universidad Autónoma de Madrid).
Reproducido de La Razón, Madrid
No hay comentarios:
Publicar un comentario