De humilde viñador a simple peregrino (Editorial
Ecclesia)
Con dos frases para la antología, desde dos
balcones distintos y en atardecida y con mirada de la entera comunidad eclesial
y humana dirigida hacia él, Benedicto XVI, nuestro querido papa ya emérito,
ha uncido para siempre su persona y su espléndido ministerio petrino y nos ha
legado, en vida, un sencillo e interpelador testamento.
La primera de las frases la pronunció desde el
balcón central de la basílica vaticana en el atardecer del 19 de abril de 2005.
Decía así: “Después del gran Papa Juan Pablo II, los cardenales me han elegido
a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”. Y la segunda frase,
que todavía tenemos fresca y viva en el corazón, el “soy, simplemente, un
peregrino que empieza la última etapa de su peregrinación en esta tierra”, la
pronunció también al atardecer, en este caso del 28 de febrero de 2013, desde
el balcón del palacio apostólico de Castelgandolfo. Habían pasado siete años,
diez meses y once días.
Ambas frases nos revelan la extraordinaria
personalidad humana y cristiana del hasta Pastor Supremo de la Iglesia. Y
es que, como ha escrito el padre Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede,
“los últimos dos días del pontificado de Benedicto XVI quedarán ciertamente
sellados en la memoria de innumerables personas y marcarán una etapa
importante, nueva e inédita, de la historia de la Iglesia en camino. Para
muchos ha sido casi un descubrimiento de la humanidad y de la espiritualidad
del Papa; para otros una confirmación de su humilde y a la vez altísima vida en
la fe”.
Entre ambas frases quedan la memoria y el legado
de un pontificado intenso, extenso, hermoso y, ante todo y sobre todo, eclesial
y cristiano, coronado con una renuncia libre y profética y unas últimas
intervenciones públicas, repletas de luz, de testimonio y de enseñanzas.
Cuando el lunes 11 de febrero escribíamos con
premura y conmoción esta página editorial de nuestra revista, hablábamos de
cuatro grandes actitudes, pensamientos y sentimientos que nos embargan en
aquella hora: respeto, reconocimiento, agradecimiento y confianza. Ahora
no solo las reiteramos, sino que incluso las subrayamos y enfatizamos. Porque
además creemos que Benedicto XVI ha sabido llenar de responsabilidad y de
esperanza estas jornadas para la historia. Nos ha ayudado a vivir sin traumas,
sin dolores añadidos y con renovada confianza y esperanza en Jesucristo, el
Señor de la Iglesia, esta indiscutiblemente seria y trascedente situación. Y lo
ha hecho, fiel a su estilo de humilde trabajador de la viña del Señor y de
peregrino. Si a lo largo de estos años, la cuestión de Dios, el primado de
Dios, en medio de un mundo que se empeña y se aferra en vivir como si Dios no
existiera, ha sido su gran prioridad, con su renuncia y con estas hermosísimas
jornadas, Benedicto XVI ha querido contribuir a situar a Dios como el centro de
la vida de la Iglesia y como la mejor apuesta para la entera humanidad.
Acción de gracias, sí, a Dios por estas semanas.
Acción de gracias también a Benedicto XVI por su servicio de estos ocho años y
por su despedida tan serena, cabal y entrañable. Y qué todos aprendamos y
testimoniemos que no hay mejor modo ni camino para vivir en cristiano que
siendo humildes trabajadores de la viña del Señor y simples y sencillos
peregrinos. Junto a ello, redoblemos las auténticamente cristianas y eclesiales
actitudes, a las que nos referimos en el comentario editorial de la pasada
semana, de cara al cónclave y a la elección del nuevo Papa, a quien, aun
sin conocerlo y como dijo Benedicto XVI el 28 de febrero, expresamos ya nuestra
reverencia y obediencia incondicional.
Y mientras tanto, ya por los anales y
anaqueles de la historia, en medio del bosque o del jardín, se dibuja, tan
justamente engrandecida y aleccionadora, silente y elocuente, una
silueta. En las manos lleva el Rosario y el Breviario, y en la mirada, el
horizonte justo hacia la montaña santa a la que el peregrino se encamina. Es,
sí, la silueta, la figura, un tanto ya, por el paso del tiempo, de las fatigas
y de las siembras, encorvada y como siempre luminosa, de Joseph
Ratzinger-Benedicto XVI, Papa de la Iglesia católica durante ocho apasionantes
y febriles años, años de gracias a raudales del Señor del tiempo y de la
historia, del único Señor de la Iglesia.
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