Pepe
Sancho,
se
extingue una raza
Miguel
Ayanz – La Razón, Madrid.
Hasta casi el último momento luchó, con esa garra
y ese genio tan suyos, por estar encima de un escenario. Así se marchan los
actores de raza, queriendo estrenar, aunque, como ha sido el caso de José
Sancho, Pepe para tantos españoles, no haya podido al final con su última obra.
Yo le seguiré llamado José en estas líneas, no porque a él le molestara que en
toda España se le llamara por ese diminutivo tan popular: había, hay, pocos
actores tan admirados y queridos como él en nuestro país; pero siempre le
reventó aquello de verse en titulares de Prensa como Pepe, él, que tan en serio
se tomaba su oficio. José, pues. José Asunción Martínez Sancho, para ser más
exactos, murió ayer domingo de un cáncer galopante que en los últimos meses
había carcomido su cuerpo de galán, su rostro valenciano de bandolero y
emperador, pero no su mirada incisiva y algo socarrona.
Rotundo
y popular
En las últimas entrevistas, las que concedió por
«La amante inglesa», un texto de Marguerite Duras dirigido por Natalia Menéndez
en el que finalmente tuvo que ser sustituido antes de estrenar, todavía
bromeaba sobre su salud y daba respuestas rotundas: era un tipo que llamó
siempre al pan, pan, sin importarle ser incómodo y, desde luego, sin pensar en
ese corsé tan común llamado corrección política. En todo momento estaba con él
su querida Reyes Monforte, vigilante; acaso supiera ya, aunque el hombre
orgulloso que era lo negara, la gravedad de su enfermedad.
Con 68 años ha dicho adiós en Valencia un gran
actor de teatro, de cine y de televisión. Esta última le dio esa otra fama que
hace que a uno le salude todo el mundo en un bar o en un taxi. Porque fue El
Estudiante en «Curro Jiménez» y Don Pablo en «Cuéntame». Pero mucho antes que
eso, y a la vez, y después incluso, José Sancho se había curtido y se había
hecho a sí mismo en los teatros. Llegó de su Manises natal, como contaba en sus
memorias, a un Madrid en el que costaba darse a conocer. Pero él, echado para
adelante, con esa voz hecha lo mismo para interpretar a un rufián de taberna
que para hacer un Don Juan, buscó –y encontró– trabajo a los rodajes, dejando
que su personalidad arrolladora hiciera el resto.
Empezó a la vez en el cine y el teatro, en 1964.
Sus primeros trabajos en las tablas fueron «Los
árboles mueren de pie» y «La barca
sin pescador», de Alejandro Casona. Fue el propio dramaturgo quien le
dirigió en ambas en 1964.
Desde entonces, colaboró con algunos de los
mejores directores de escena: Cayetano Luca de Tena, con quien hizo «Descalzos por el parque», de Neil Simon,
ya como primer actor (1972); Manuel Manzaneque en «La Celestina», donde fue Calisto (1980); Miguel Narros, en «La Chunga», de Vargas Llosa (1986);
Gustavo Pérez Puig y Mara Recatero en «El
alcalde de Zalamea», de Calderón de la Barca (2003)...
Entre medias, una larga lista de títulos: «La fiebre de junio», de Alfonso Paso
(1964), «La casa de las chivas», de
Jaime Salom (1969), «Eslava 101», de
Luis Escobar (1971), «Las troyanas»,
de Sartre (1972), «Nuestra ciudad»,
de Thornton Wilder (1974)...
Tuvo años prolíficos, como 1985: «Tres sombreros de copa», de Miguel
Mihura, «Cuatro corazones con freno y
marcha atrás», de Jardiel Poncela; «La
enamorada del rey» y «La rosa de
papel», de Valle-Inclán, y «El
tragaluz», de Buero-Vallejo...
Su carrera en cine se desarrolló en paralelo, con
títulos en los 60 como «Rebeldes en
Canadá», «Amor sobre ruedas» o «La boda del señor cura». Ya en los 80,
le llegarían proyectos como «El dorado»
y «¡Ay, Carmela!», de Carlos Saura
(1987 y 1989), y «Todos a la cárcel»,
de Berlanga (1993).
Con Pedro Almodóvar trabajó en «Carne trémula» (1997), que le valió un
Goya al mejor actor de reparto, y en «Hable
con ella» (2002). Fueron años intensos: «Los lobos de Washington», de Mariano Barroso, «Flores de otro mundo», de Iciar Bollaín, y «París Tombuctú», de nuevo con Berlanga (las tres en 1998); «Sexo por compasión», de Laura Mañá
(2000)...
Mientras, siguió fiel a las tablas y nunca olvidó
a los autores españoles: Alonso de Santos, Zorrilla, Alfonso Paso... Sin
olvidar los grandes textos europeos. Y así hasta Tamayo, de quien tanto
aprendió, en «Enrique IV», de
Pirandello (2002), o José Carlos Plaza, en «Calcetines Opus 124» (2009)...
Luego voló prácticamente libre, dirigiendo y
produciendo sus propios proyectos: reestrenó él mismo «Enrique IV» (2008), y luego llegarían «Los intereses creados», de Benavente (2010), que ya había estrenado
en 1973, y «Los cuernos de Don Friolera»,
de Valle-Inclán (2012), a la postre, su última obra.
De Adriano hasta
Centella: un sabio griego
Aunque hizo de todo en teatro, casi se podría
escribir un libro aparte sobre la relación de José Sancho con los clásicos
grecolatinos. Con el prestigioso director italiano Maurizio Scaparro puso en
pie un arrollador «Memorias de Adriano»,
a partir de la novela de Marguerite Yourcenar: estrenado por un actor italiano
inicialmente, lo trajo en 1998 a los festivales de verano de Grec, Mérida y
Almagro, donde Sancho dio vida al emperador español. Lo reestrenó en 2005, con
un enorme éxito.
El regista griego Michael Cacoyanis lo dirigió,
de nuevo en el escenario del Teatro Romano de Mérida, junto a Nuria Espert en
una «Medea» que aún da que hablar
(2001). Los clásicos grecolatinos encontraron en él solidez y sabiduría, como
su Creonte en la «Antígona» que
estrenó junto a María Fernanda D'Ocón y Rosana Pastor a las órdenes de Eusebio
Lázaro (2003) o el sabio e irónico esclavo Centella del «Plauto» que encarnó, de nuevo en Mérida, junto a Pepe Viyuela y
dirigido por Juan José Afonso (2008).
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