En el
60 aniversario
de la muerte de otro dictador
El 5 de marzo de 1953, «a las 21,50
horas (hora española: 19,50), dando síntomas de creciente insuficiencia
cardiovascular y respiratorias, J.V. Stalin falleció», rezaba el dictamen
transmitido por Radio Moscú. Habían pasado cuatro largos días desde que
encontraran al dictador ruso de 73 años tendido sobre la alfombra de sus
habitaciones en la «dacha» (casa de campo) de Kuntzevo, cercana a Moscú. Había
sufrido una hemorragia cerebral, pero nadie le atendió durante horas por el
terror que les infundía y aún después ni los médicos se atrevieron a tratarlo
para que no les culparan de su muerte.
El 28 de febrero había invitado al
ministro de asuntos interiores Lavrentiy Beria y a los futuros primeros
ministros Georgy Malenkov, Nikolai Bulganin y Nikita Kruschev a una de
sus habituales sesiones cinematográficas cuyas listas de invitados indicaban el
favor del tirano soviético. La cena que siguió a la proyección de la película
se alargó hasta que a las cuatro de la madrugada Stalin se retiró a sus
aposentos.
Los guardias no advirtieron ningún
movimiento en el estudio y las habitaciones de Stalin hasta que hacia las seis
y media de la tarde se encendieron las luces, pero nada más. Pasaron las horas
y la preocupación de su guardia personal fue en aumento mientras discutían
entre ellos si alguno debía ir a ver a Stalin. Con el pretexto de entregarle el
correo, el comandante delegado de la dacha, P.Lozgachev, entró y encontró a
Stalin tendido. «¿Qué pasa, Camarada Stalin? En respuesta oí un sonido
incoherente», relató después este empleado que llamó con urgencia a otros
guardias. Entre todos lo tendieron en un sofá y lo arroparon. «Debía de haber
estado tirado allí, desamparado, desde las 7 ó las 8 p.m.», reveló después
Lozgachev quien se quedó junto a Stalin hasta que a las tres de la mañana oyó
un coche que se acercaba. «Me sentí mejor, creí que al fin habían llegado los
médicos y podría dejar a Stalin en sus manos. Pero me equivocaba: eran Beria y
Malenkov».
Beria aseguró entonces que Stalin
dormía y ordenó que dejaran de molestarle, según los testimonios que recogió
Vladimir Soloviov. El historiador ruso reflexionaba en 1993 en ABC: «Ninguno de
los allegados a Stalin quería salvarlo. Todos querían que muriera. ¿Miedo?
¿Paranoia? ¿O no era más que la apreciación sensata y equilibrada de la
situación? ¿Simple instinto de supervivencia?».
No han faltado desde entonces teorías
que implican a Beria en un complot para provocar su muerte. Unas creen que no
enviaron ayuda inmediatamente de forma intencionada. Según el historiador ruso
Vladimir P. Naumov y Johathan Brent (Universidad de Yale), Stalin habría sido
envenenado con warfarina, un matarratas que le habría provocado la apoplejía.
Kruschev afirmó en sus memorias que Beria llegó a alardear de haberlo matado
diciendo: «¡Yo lo maté! Los salvé a todos ustedes». Al parecer, Beria temía ser
eliminado en una de las purgas de Stalin.
Hasta el día siguiente no llegaron
los médicos. «Estaban enormemente nerviosos. Sus manos temblaban muchísimo, no
podían quitarle la camisa al paciente y tuvieron que cortarla con tijeras.
Luego de echar un vistazo, diagnosticaron una hemorragia interna. Empezaron a
tratarlo: una dosis de alcanfor, lixiviaciones, oxígeno. Ni pensar en tratamiento
quirúrgico. ¿Qué cirujano habría cargado con semejante responsabilidad cuando
Beria no dejaba de hacer preguntas como: «¿Garantiza que el camarada Stalin
vivirá?», se preguntaba Lozgachev.
Ninguno de los doctores conocía a
Stalin. Era la primera vez que lo examinaban y no era de extrañar su temor.
«Todos los médicos del Kremlin estaban tras las rejas para entonces», relataba
Soloviov.
Vasily, el hijo de Stalin que «como
de costumbre estaba achispado», según el historiador ruso, al enterarse del
tiempo que se había tardado en atender a su padre gritó: «¡Ustedes mataron a mi
padre, hijos de puta!»
Antes de que Stalin falleciera,
sus sucesores ya se repartieron los puestos que ocupaba el dictador. Su hija,
Svetlana Alliluyeva que
se cambiaría el nombre por el de Lana Peters, censuró después el comportamiento de Beria.
«¿Cuáles eran sus pasiones? La ambición, la crueldad y el poder, el poder el
poder...», señalaba al recordar cómo escupía para luego mostrarse como el más
leal y más atento en los momentos en que Stalin recobraba la consciencia.
Casi al final, el tirano abrió los
ojos. «Era una mirada horrible, llena de locura o de horror ante la muerte»,
relató Svetlana Alliluyeva. «Levantó su mano izquierda, que aún podía mover y
no sé si señaló vagamente por encima de nosotros o nos amenazó a todos. El
gesto era incomprensible pero amenazador, y no sé a quién o a qué se dirigía.
Un momento después su alma, con un esfuerzo final, se libró de su cuerpo». Para
Kruschev, Stalin señaló un cuadro con una niña que alimentaba a un corderito
refiriéndose a él mismo, que en esos momentos era alimentado con una cuchara.
El cuerpo de Stalin fue embalsamado y
colocado en el mausoleo de Lenin hasta que en 1961 fue retirado y enterrado
junto a la muralla del Kremlin.
Reproducido de
ABC, Madrid
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