27 de febrero de 2013

IR A LA HABANA



Ir a La Habana
(De compras) 

Ciro Bianchi Ross 

En La Habana de mi infancia, no era lo mismo comprar en la calle Galiano que hacerlo en la Calzada de Monte. En las tiendas de Galiano compraban los de mayores posibilidades económicas, reales o supuestas, y las de Monte quedaban para los de menos recursos. En las primeras, la categoría de la zona estaba incluida en el precio del producto y hasta los dependientes de esos establecimientos comerciales eran distintos, con sus camisas de manga larga y la ineludible corbata, mientras que en Monte era común verlos hacer su trabajo en camisa de manga corta, aunque en una y otra calle las vendedoras vestían invariablemente de blanco, en verano, y de negro en invierno.

Hablo de dos zonas comerciales bien caracterizadas y no las únicas que tuvo La Habana de ayer y que en buena medida siguen siendo las de hoy.
 
En la de Galiano, tiendas como El Encanto, La Época, La Ópera, Fin de Siglo, La Casa Quintana, Flogar… En Monte, Los Precios Fijos, La Isla, La Nueva Isla… en las que mi familia tenía sendas libretas de crédito que le permitían comprar y pagar después. Monte, por decirlo de alguna manera, era más popular; conservaba en 1958 el «sabroso criollismo» que le vio Jorge Mañach en 1926. Acentuaban ese rasgo los muchos kioscos que se emplazaban en las anchas aceras de frente a la Plaza de la Fraternidad, en los que podía adquirirse desde un pollito teñido de violeta, que por más que se le cuidara moría irremisiblemente a los dos días de adquirido, hasta un cohete para viajar a la Luna… de juguete, por supuesto, o ese artículo que se pasó por alto en el momento oportuno y que acababa comprándose, de prisa y sin miramientos, en cualquier parte. Tiendas, salvo excepciones, relativamente pequeñas, las de Monte, generalmente sin aire acondicionado, pero con unos ventiladores de pie, enormes, siempre de color oscuro, que se obstinaban en espantar el calor y hacer más agradable el ambiente.

Fiebre del sábado por la noche El sábado era día de tiendas. Aprovechaba el día la mujer trabajadora y también el ama de casa. No acudían a un solo establecimiento, sino que recorrían todo un rosario de ellos a fin de sopesar la oferta, comparar los precios y decidirse por lo que estimaban mejor. El sábado, de tanto público en las tiendas de Monte no cabía un alfiler; tampoco en las de Galiano. Las mujeres, sin formar cola ni preguntar quién era el último, se pegaban al mostrador y la empleada las atendía, sin que hubiera protesta, por un orden que establecía ella misma.

No todas compraban. Estaba la que lo revolvía todo y se iba con las manos vacías y corría a la tienda de al lado con la esperanza de un mejor precio. Y la que se probaba la ropa más cara para decidirse al final por una blusita de apéame una. Era una clientela marcadamente femenina la de las tiendas; el sábado o cualquier otro día de la semana. La madre, no sin esfuerzo, conseguía arrastrar al hijo, que no cesaba de refunfuñar hasta que le compraban lo que quería o, según las posibilidades, lo que se le pareciera. Raramente a la excursión se sumaba el esposo. Pero este, ya dentro del establecimiento, permanecía distante, ajeno a las vidrieras y a los mostradores, más interesado en atisbar, con mayor o menor discreción, a la esposa ajena que en seguirlas peripecias de la propia.

Las tiendas abrían a las ocho de la mañana y cerraban a las 12 para el almuerzo. Como no había comedores obreros, cada empleado comía donde podía o se iba a su casa a hacerlo. Reabrían a las dos de la tarde y cerraban a las seis. La noche anterior al Día de Reyes tiendas y quincallas permanecían abiertas TODA LA NOCHE para no perderse al cliente de última hora. Era un día fuerte en la recaudación, como lo eran además el Díade los Padres y el de las Madres; el Día del Médico y el de los Enamorados; celebraciones, algunas de ellas, como la de los Padres, instituidas en La Habana por los mismos comerciantes, que sabían también rebajar los precios de sus mercaderías cuando las circunstancias lo aconsejaban.

A esas rebajas se les llamaba realizaciones y se acometían a plazos fijos en algunos establecimientos. Julio, por ejemplo, era el mes de realización en El Encanto, y La Época la hacía en agosto. Por eso se hablaba de «Don Julio» en El Encanto, y se insistía en que el cliente podía hacer «su agosto» en La Época, mientras que J. Vallés, en la calle San Rafael, se ufanaba de ser «la que más barato vende» y Galiano y San Miguel, gracias a La Ópera, se identificaba como «la esquina del ahorro»… simples slogans de campañas que, si bien beneficiaban al cliente, permitían al tendero deshacerse de mucho de lo que parecía no tener salida, vender un traje de baño en pleno invierno o una pieza de lana en lo más crudo del verano. No faltaban los artículos que se expendían a 99 centavos o en cantidades no redondas. Un centavo era entonces un centavo y el comprador esperaba su vuelto junto al mostrador con una feliz sensación de ahorro, sin contar que precios como esos ayudaban a una eficaz circulación de la moneda nacional.

Aunque las tiendas, a medida que avanzó el siglo XX, fueron haciéndose por departamentos, de manera de procurar que el cliente encontrara en ellas casi todo lo que buscaba, las había también especializadas. Si se trataba de loza y cristalería, lo mejor era El Palacio de Cristal, en Neptuno y Campanario; lámparas, las de Quesada, en Infanta y San Lázaro. Para muebles, Orbay y Cerrato, en Infanta y San Martín. La Casa Quintana era ideal para artículos de regalo. Cuervo y Sobrino, en San Rafael y Águila, eran «los joyeros de confianza». Un hombre despertaba admiración si se vestía en Oscar, la sastrería de la calle San Rafael. En esa misma calle, la joyería de Gastón Bared fue en su tipo uno de los mejores establecimientos de la ciudad. Representaba los relojes Omega, Cartier y Breitting, en tanto que la joyería Riviera, de Galiano, tenía la representación de los relojes Rolex y Patek Phillippe; llevó más de 80 años representando las mismas marcas.

La Casa Sánchez, en Reina frente a Galiano, distribuía en exclusiva los colchones Windsor. La Nueva Isla, en Monte y Suárez, remitía gratis a quien se lo solicitara el catálogo de novedades que preparaba dos veces al año.
 
Un abundante grupo consumidor femenino buscaba precios aun mas al alcance de sus bolsillos. En La Habana Vieja había varias tiendas que vendían telas “por retazos” y había otra popular tienda conocida como “La Casa de Los Tres Quilos”. Estas tiendas, por lo regular eran propiedad de libaneses, iraníes, húngaros, armenios, pero a todos, el pueblo los conocía como “polacos” o “moros”, que era lo mismo que sucedía con los españoles. Estos podrían ser asturianos, andaluces, madrileños o de cualquier otra parte de la Madre Patria, para los cubanos todos eran “gallegos”.

Los comerciantes de una calle se agrupaban en uniones, y esas uniones se agrupaban a su vez en el Conjunto de Calles y  Asociaciones Comerciales. Existían la Unión de Comerciantes de Galiano y San Rafael, la de los de Belascoaín, la de los de Reina y Carlos III, la de los de Diez de Octubre y sus anexos… Estaba la que agrupaba a los de las calles Mercaderes, Inquisidor y San Ignacio, y la de los de la Manzana de Gómez.

Contaban esas uniones con un presidente, un secretario y un asesor legal. Ninguna tenía oficinas, sino que radicaban en el comercio del que le tocaba presidirla. De sus reuniones salían las campañas publicitarias, se coordinaba el adorno de la calle en fechas determinadas y en buena medida se fijaban los precios.

El pulso de la ciudad 

Decía Mañach en 1926 que Obispo era una calle conservadora y recalcitrante que defendía su viejo prestigio con celo conmovedor, y que San Rafael era arribista y nueva rica, en tanto que Galiano y Belascoaín no acertaban a definirse. Pero en la misma fecha llamó «encantadora» a la esquina de Galiano y San Rafael, y la calificó de «lujosa, perfumada y trémula». Precisó el ensayista: «Vía crucis de los instintos… por donde, a la hora “del cierre”, en que la villa se esponja empapada de crepúsculo, discurre quebradamente el mujerío inefable de San Cristóbal».

Se dice que por las numerosas mujeres que se daban cita en la zona para hacer sus compras y ver las vidrieras y también para que las vieran, grupo que se reforzaba con la entrada y salida de las empleadas de las tiendas, es que ese sitio recibió el nombre de esquina del pecado. Sin embargo, Eduardo Robreño y Renée Méndez Capote aseguraban que con tal nombre bautizó antes el periodista Lozano Casado a la esquina de Galiano y Neptuno. Eso poco importa hoy. Lo que resulta verdaderamente significativo es que Galiano y San Rafael se convirtió en el punto comercial por excelencia de la capital.

Hasta 1915, Obispo y O’Reilly fueron en La Habana la meca del comercio y la moda, como lo eran de las secretarías de despacho (ministerios) la banca y los bufetes de prestigio. En Obispo hallaban asiento la mejor heladería, la dulcería más solicitada, la farmacia más confiable, las librerías más actualizadas. Joyerías de nombre como La Casa de Hierro y el Palais Royal, tiendas como La Villa de París y La Francia, y una sastrería reputada como la del padre de Julio Antonio Mella, se localizaban asimismo en esa calle. Una modista de gran fama, madame Laurent, tenía su taller en O’Reilly. La corsetera madame Monin y sombrereras como madame Souillard y las hermanas Tapié, estaban por excepción en la calle Muralla, como madame Marie Copin, en Compostela.

Cuando la gran bailarina rusa Ana Pávlova estuvo en La Habana renovó todo su ajuar con esa célebre modista francesa.

No aceptaban las cubanas de la época, pobres o ricas, las confecciones norteamericanas. La seda venía de Francia, el holán y el nansú, la muselina, el organdí y los casimires, de Francia e Inglaterra. Los encajes llegaban desde Bélgica y de España venía la ropa de cama, de hilo puro. Los buenos zapatos se hacían en Cuba, con pieles importadas, por zapateros cubanos. Todo esto cambia a partir de 1915, cuando la esquina de Galiano y San Rafael empieza a ser lo que fue más tarde. Cinco años después, esa esquina era ya el sitio donde se medía el pulso de la ciudad.

En 1877 La Ópera abrió sus puertas en Galiano y San Miguel. Veinte años después lo hizo Fin de Siglo en un pequeño local que creció al ritmo de la gran Habana. En 1927 se inauguraba La Época con solo seis empleados; serían 400 en 1957.

La primera tienda de que tenemos noticias que funcionó en el área se llamó El Boulevard y ocupó justo el sitio de la hoy ferretería conocida como Trasval. Este escribidor desconoce cuándo se inauguró, pero sí sabe que sus propietarios la vendieron en 1887. Aprovechando el espacio, los nuevos dueños abrieron allí La Casa Grande, que prestó servicio hasta 1937, cuando vendieron a su vez el local, donde se instaló la tienda Woolworth, más conocida como  “el Ten Cents”, comercio minorista de artículos varios, casi  todos importados, que desde 1924 tenía su sede en San Rafael y  Amistad. Donde hoy se encuentra Flogar estuvo durante años el café La Isla, famoso por sus exquisitos helados. El Encanto se inició en 1888 en Guanabacoa. Pasó después a Compostela y Sol hasta que halló sitio en Galiano y San Rafael y creció desmesuradamente. Cuando el fuego lo destruyó en 1961 era la tienda por departamentos más importante del país.

Ir a La Habana.

Se puede vivir en Santos Suárez, Lawton, Arroyo Apolo, el Cerro o  cualquier otro barrio de la ciudad, pero el habanero solo reconoce  como La Habana el área de Centro Habana y La Habana Vieja. En los días de mi infancia, ir de tiendas era ir a La Habana.

Recibido en mensaje electrónico de Mary Acebo ya que actualmente circula en Internet sin nombre de autor. Una  crónica sumamente interesante como relato de una época pasada de aquella esplendorosa Habana.  

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