7 de agosto de 2011

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EL GIGANTE RIVERO

 - Por Néstor Carbonell Cortina

Así le llamaba mi padre a José Ignacio Rivero, no sólo por su estatura física, sino también por su altura moral. Gigante en Cuba, resistiendo con entereza las rojas embestidas de la tiranía malvada, y gigante en el destierro, luchando sin desmayo por el rescate de la patria esclavizada.

Muy joven tuvo que asumir la dirección del Diario de la Marina, bastión de añejas tradiciones culturales, y llenar el enorme vacío que dejó ese adalid del periodismo indoblegable, chispeante y medular que fue su ilustre padre, Pepín Rivero. José Ignacio asume esa responsabilidad sin titubeos, pero con humildad. Reconociendo que le faltaba la experiencia que sólo dan las vicisitudes de la vida y los años, se rodea de asesores eminentes y de periodistas brillantes, entre los cuales descuella su jefe de redacción, Gastón Baquero. Sabe escuchar, que es la mejor manera de aprender, y sabe decidir con la preparación necesaria para acertar. Así va madurando en la dirección del periódico, y se va perfilando el liderazgo cívico que le tocó ejercer en años posteriores.

Durante el régimen de Batista, José Ignacio aboga por el diálogo civilizado y la salida electoral. Le preocupa la intransigencia estéril que polarizaba a la ciudadanía y minaba la República, y advierte previsoramente que la violencia desatada podría quebrar los diques institucionales y abrirle paso al radicalismo avasallador. La previsión no es un fenómeno físico; sino anímico; es la luz intuitiva que anticipa el porvenir, despeja el horizonte, y alerta. Y a José Ignacio Rivero no le faltó previsión, ni con Batista ni con Castro.

Aunque no comulgó con el seudo-redentor de la Sierra Maestra, José Ignacio y el Diario no condenan ni censuran a priori al gobierno revolucionario y a su Máximo Líder, ensalzados por el pueblo delirante. Les extiende sus buenos deseos, en la esperanza de que cumpliesen la promesa de restaurar la paz con libertad. Para desdicha de los cubanos, el régimen pronto comienza a frustrar esa esperanza, y el Diario, bajo la dirección de José Ignacio, alza su voz de alarma al ver que lo que rige es el odio que divide, la mentira que envenena y el terror que anonada.

El 8 de marzo de 1959, tres meses después de la llegada de Castro a La Habana, José Ignacio me dio la oportunidad de publicar un artículo en el Diario titulado “La Nueva República”. Preocupado por el rumbo
autoritario de la revolución, abogo en él por el imperio de la ley, señalando que, sin esa garantía, el ciudadano es “un ilota miserable carente de derechos”, y sin ese freno, “los gobernantes se corrompen y degeneran, convirtiéndose a veces en verdaderos monstruos obsedidos por la codicia y la frenética ambición de poder.” Planteó asimismo la necesidad de conformar el programa revolucionario con los preceptos de la Constitución de 1940 –leitmotiv de la lucha contra Batista.

Lo importante no fue lo que escribí, sino lo que en un discurso, cinco días después, Castro contestó –no a mí, mozalbete de 23 años que sólo representaba a mi conciencia sino al imponente Diario de la Marina que se erguía como guardián de las libertades. Dijo Castro; “Nos hablan mucho de Ley, pero ¿de qué Ley? ¿De la vieja….que hicieron los intereses creados, o de la nueva…que vamos a hacer nosotros? Para la ley vieja ningún respeto; para la ley nueva todo el respeto.” En cuanto a la Constitución de 1940, agregó: “Si algún artículo resulta inoperante, demasiado viejo, el Consejo de Ministros….transforma, modifica cambia o sustituye ese precepto constitucional.”

Se hizo patente para los pocos no cegados por el embrujo revolucionario que la República se encontraba sometida a la voluntad omnímoda de un tirano. Pero José Ignacio ve más lejos que eso. Observa que no se trataba de un tipo de tiranía caudillista como las que había padecido nuestra América, sino de un engendro totalitario y foráneo que promovía el despotismo político, la lucha de clases, la colectivización económica y el lavado cerebral. Es entonces que el Diario denuncia con claridad y sin miedo, con razones fundadas y sin denuestos, el marxismo-leninismo enmascarado del régimen de Castro, y emprende su gran cruzada en pos de la democracia representativa, anclada en las tradiciones cubanas y cristianas.

José Ignacio no fue, desde luego, el único de los periodistas preclaros que se enfrentó a la satrapía comunista, arriesgando su empresa y su vida misma. Sergio Carbó, Humberto Medrano, Guillermo Martínez Márquez y Luis Aguilar León, entre otros, también blandieron su sable con valor y dignidad en la histórica contienda. Pero ninguno afrontó más insultos, amenazas y atropellos que José Ignacio Rivero. Y sólo “Pepinillo” –como Castro le llamaba despectivamente tuvo que sufrir el escarnio del estribillo burlón que las turbas amaestradas corearon en el entierro simbólico del Diario de la Marina: “A llorar a Pepín Rivero, zumba, canalla extranjero”.

Marcha al exilio, no para lamentar su infortunio ni para exhibir sus méritos como héroe de la libertad de prensa, sino para despertar las conciencias aletargadas y recabar el apoyo internacional necesario para redimir a la patria cautiva. En ese empeño, pone su pluma y su prestigio al servicio de la causa, y se esfuerza por unificar a los cubanos sin ambiciones bastardas ni protagonismos pueriles. Sufre amarguras y decepciones, pero mantiene incólume su decoro y sus principios. Al comprobar que el gobierno español persistía en coquetear con el régimen de Castro, le devuelve la Gran Cruz de Isabel la Católica que le había otorgado. Con hidalguía y mesura, actuó este Caballero de la Triste Figura.

Llega José Ignacio a los 90 años con la pluma en ristre, frágil de cuerpo, pero firme de espíritu. Continúa escribiendo en el Diario las Américas, tribuna solidaria de las causas nobles, y sostén invariable de la Cuba del destierro. Evoca lo mejor de nuestro pasado, no con la ilusa pretensión de revivirlo, sino con el propósito de reencontrar nuestras raíces, cercenadas por el comunismo, y extraer de ellas enseñanzas luminosas para el futuro. Insiste en la liberación total de nuestra patria, y no en meros cambios cosméticos con concesiones económicas y artificios políticos, y trata de evitar los ataques personales y las polémicas infecundas.

Recién publicado su último libro, se desploma este gigante de la resistencia primigenia y campeón de la libertad. No le faltó el cariño de sus hijas y demás familiares, ni la compañía de entrañables amigos, encabezados por su fraterno Oscar Grau. Pero le faltó su amada esposa, Mariíta, quien partió poco antes de que él cerrara sus ojos, y le faltó Cuba, que fue su obsesión y su sueño.

Al fallecer en 1944 el inolvidable Pepín Rivero, exclamó Cortina en su panegírico: “Tú estás vivo!...Porque cada uno de nosotros te conserva en el corazón. Porque la institución que tú dejaste tendrá como permanente mandato de honor el seguir tus altas inspiraciones, a través de todos los tiempos y de todas las circunstancias!” Y así fue, gracias a José Ignacio Rivero.

A él le digo en mi sentida despedida: “Enalteciste tu estirpe, cumpliendo a cabalidad el mandato de tu padre. Te enfrentaste a visera descubierta a las hordas comunistas sin más armas que tu recio carácter y a cruz de Cristo. Y lo perdiste todo en el combate, todo, menos el honor. Tú mereces el reconocimiento de la patria agradecida, el recuerdo imperecedero de los cubanos de buena voluntad, y un balcón en el Cielo que te permita ver en su día la alborada de la libertad en la isla que tú tanto quisiste y por la que tanto luchaste.

¡Adiós, compañero de ideales y esperanzas!


José Ignacio Rivero

Luis Mario

Cuando el fruto se hizo sal,
cuando el día se hizo noche,
su palabra fue un derroche
de conciencia nacional.
Triunfó el eclipse del mal
y hay negruras todavía.
Pero con la valentía
de voces como la suya,
habrá gritos de aleluya
anunciando el nuevo día.

Reproducido del Diario Las Américas, Miami

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