Ana Dolores García
Durante los primeros años de las guerras napoleónicas era indispensable un suministro constante y efectivo de alimentos a las tropas que peleaban lejos las guerras de Francia. Para ello se ofreció, incluso, un no despreciable premio a quien descubriera el cómo hacerlo.
En 1809, un pastelero francés de apellido Appert observó que cuando se cocinaban los alimentos dentro de un frasco no se echaban a perder a menos que penetrara aire en el frasco. Desarrolló entonces un sistema para “sellar” los mismos en frascos de vidrio. El descubrimiento resultó ser de gran utilidad pero, así y todo, la fragilidad del vidrio hacía muy difícil su transportación.
Por tanto, los frascos de vidrio se fueron sustituyendo poco a poco por envases cilíndricos de estaño o hierro forjado, a los que llamaron “latas”, las que resultaron ser, incluso, más económicas.
Paulatinamente se fue extendiendo a toda Europa y Estados Unidos la ventajosa costumbre de enlatar alimentos, aunque no dejaba de ser una operación muy costosa y elaborada. Cada lata debía hacerse a mano, a más de emplearse más de seis horas en preparar el alimento.
Todo esto ocasionaba un encarecimiento notable en el producto, por lo que en un principio los alimentos enlatados pasaron a ser casi exclusivos de mesas privilegiadas. Se presentaron además complicaciones más peligrosas ya que las soldaduras de plomo para el sellado de las latas resultaron ser altamente tóxicas, por lo que pronto se extendió la alarma sobre su uso.
No obstante, resultaba imprescindible seguir desarrollando ideas para mejorar una presentación tan conveniente de los alimentos y así se fue haciendo, lo que contribuyó en gran medida a abaratar el producto, mejorar el procedimiento para hacerlo más popular sin que por ello resultara un peligro para la salud pública. La demanda de las “latas” aumentaba día a día y ya no eran exclusividad de los hogares de las clases adineradas.
Tuvieron que pasar varias décadas desde aquel descubrimiento del pastelero Appert envasando alimentos al vacío en pomos de vidrio para que se inventaran los “abrelatas”. Durante aquellos lustros los soldados fueron los principales consumidores de comida en latas, a las que tenían que abrir con la afilada punta de sus bayonetas
Pero como no podía ser de otro modo, tal como sucedió al desarrollo de los métodos del envasado se fueron ideando también abrelatas cada vez de más fácil manipulación. En 1858 surgió el primer abrelatas en Connecticut, EEUU, a base de una pequeña y afilada bayoneta. Tuvo poco éxito por su peligrosidad y a causa de ella no era de uso casero: el comerciante debía abrir la lata antes de que saliera de su mercado.
Ocho años más tarde, en 1866 y también en EEUU, surgió la lata con llave, cuyo uso se extendíó por más de un siglo y compartió presencia en las cocinas con otros abrelatas más evolucionados. Fue en 1870 cuando apareció el primero a base de una rueda dentada, que también ha sobrevivido en variadas formas hasta nuestros días, y que incluso se atreve a competir con los actuales y sofisticados abrelatas eléctricos.
Sin embargo, se tiene la impresión que los días de los abrelatas de este tipo están contados, porque cada vez son más comunes las latas dotadas por un aro que, al halarse, levantan sus tapas y las abren.
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