7 de noviembre de 2011

CINE: HABEMUS PAPAM

Habemus Papam

Cuando se comenzó a correr la voz de que el nuevo proyecto cinematográfico del otrora enfant terrible del cine italiano, Nanni Moretti, tendría al cristianismo, y más concretamente a la figura del Papa, en el punto de mira de su corrosión crítica, más de un miembro de la curia romana comenzó a rasgarse las vestiduras. Hace ya más de veinticinco años Moretti ya había puesto el dedo en la llaga en la involución de los preceptos que siguen los que profesan la fe cristiana en aquella controvertida pero a la vez demoledora La misa ha terminado (La messa é finita, 1985).

Moretti, que es más listo que el hambre, ha sabido colar un gol por toda la escuadra, de esos que solía meter cuando en sus años mozos jugaba de pivote en la selección italiana de waterpolo, narrando en forma de fábula inofensiva una historia en la que todos los creyentes y no creyentes salen en teoría bastante bien parados. El Cardenal Melville, al que da vida de manera soberbia un inconmensurable Michel Piccoli, se encuentra de la noche a la mañana con la tesitura de haber sido proclamado nuevo pontífice sin tan siquiera estar incluido en ninguna de las quinielas previstas.

El ataque de pánico que le sobreviene ante tal colosal responsabilidad es tal que se queda completamente bloqueado, sin posibilidad de reacción alguna. Alarmados por tan inusual comportamiento, los demás miembros del cónclave se verán obligados a solicitar los servicios de un psicólogo (al que da vida el propio Nanni Moretti), quien se encargará de hurgar en los miedos de un cura anciano incapaz de asumir un compromiso sobrehumano. Después de un par de entrevistas muy divertidas en las que las posiciones no se acercan ni tan siquiera un ápice las circunstancias llevarán a ambos personajes a tener que sobrevivir en un medio que se les ha vuelto hostil. Por un lado, el Papa móvil pondrá pies en polvorosa y, de incógnito y vestido de civil, vagará por las calles de Roma buscando en sus raíces más profundas (de joven quiso ser actor de teatro pero no tuvo la posibilidad) una serie de respuestas que el clamor popular le impiden encontrar. Mientras, el díscolo e irónico psicólogo, ateo convencido, deberá pasar una cuarentena improvisada entre sotanas y solideos ya que nadie debe saber de la aventura improvisada del aspirante a Pope.

El filme se retroalimenta en su parte central de esta bifurcación de secuencias jocosas (siempre es curioso ver a un cura ejercitándose en cualquier tipo de actividad física) y melancólicas (los recorridos anónimos de Melville buscando absorber la vida desconocida, aquella que se le escapa ente las manos). Como si de un Berlanga resucitado se tratara, el realizador italiano se muestra mordaz desde el respeto, ironiza desde lo sutil, sin cargar las tintas de manera innecesaria en factores de sobra conocidos por cualquier espectador objetivo. Se trata de hacer comedia desde la inocencia. Y como colofón nos tiene preparado un fin de fiesta antológico. Cuando parece que se retoma la senda correcta y la fiesta va a acabar en paz, porque cada uno va finalmente a asumir el rol que le corresponde, la sorpresa sobreviene en forma de final utópico y revolucionario. Es como un directo a la mandíbula del creyente más retrógrado. Ya no puede reaccionar ante lo subversivo del asunto; porque para cuando quiere darse cuenta, los títulos de crédito le sorprenden y no le queda más remedio que asumir su imprevisible derrota.

La commedia è finita, el público aplaude de pié; Melville ha triunfado representando el mejor papel de su vida. La cosa parece en orden, pero el discurso final, que no revelaremos aquí, desenmascara de la manera más descarnada los juegos vaticanos, reinstala la anarquía y todo el sistema es dinamitado. Moretti lo ha vuelto a conseguir. Nos regala una hermosa comedia hilarante y triste a la vez, mezclando el tono grotesco y el realista. Un cine necesario y saludable ante una sociedad, la italiana, desesperada porque sus poderes fácticos elevan el concepto de vergüenza ajena a la máxima categoría.

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