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LOS
PERFILES DE UNA MADRE EJEMPLAR
Por el Rev. Martín N.
Añorga
Hoy, Día de las Madres, quiero desde mi posición de
ministro evangélico ofrecer un modestísimo homenaje a María, a quien
considero, justa y apropiadamente, la Madre de todas las
madres.
María es un modelo de cómo una madre tiene que afrontar el proceso de la concepción. Ella sufrió situaciones difíciles, tanto en el ámbito familiar como social; pero se apegó, no a los convencionalismos vigentes, sino al palpitante fruto de su vientre. Hoy día, cuando la práctica despiadada del aborto convierte a muchas madres en asesinas de sus propios hijos, debiera toda mujer que sepa que en su interior se desarrolla el milagro de una vida nueva, mirar con devoción hacia María, tratando con respetuosa humildad de seguir los caminos que ella con su ejemplo nos señalara. Cuando María supo que había sido escogida por Dios para ser madre, sin medir riesgos ni enumerar objeciones, aceptó la bendición que corona la vida de toda mujer. Ser madre es el gran regalo de Dios, es una preferencia del cielo. Es crear vida. Cuando con los ojos del corazón miramos a María pobre, solitaria, alojada bajo un techo de ramas, pero engalanada con el canto de los ángeles, aprendemos que la verdadera felicidad no está en los pañales bordados de oro ni en las suntuosas y palaciegas habitaciones. La verdadera felicidad es una madre pura que besa a un hijo santo.
María es de manera particular, para nosotros los desterrados, una personalidad muy cercana. Cuando llegó la hora de la decisión, con tal de salvaguardar la vida de su hijo, emprendió la peligrosa ruta del destierro. Es símbolo de la madre que en bien del fruto de sus entrañas, asume privaciones, incomodidades y sacrificios. Hoy día nos hace falta muchas madres que estén dispuestas a huir con sus hijos de los medios contaminados, peligrosos y perjudiciales que atentan contra la dignidad de sus deberes maternales. Los hijos del destierro son también hijos de la Patria. Eso lo aprendemos de la joven virgen que no se apartó jamás del Dios que la había tocado con la varita mágica de la maternidad.
María también afrontó la experiencia de ver a su hijo emprendiendo sus propios caminos. Recordamos el incidente del niño Jesús en el templo, participando de conversaciones aparentemente vedadas para su edad, con funcionarios y líderes religiosos. María y José le hallaron después de una ansiosa búsqueda, y Jesús de forma directa les hizo claro que estaba actuando en cumplimiento de la voluntad de su Padre de los cielos. María “guardaba estas cosas en su corazón” y supo aceptar la realidad de que pronto la hora llegaría en que su Hijo emprendería las tareas propias de su llamado. Una madre no es dueña de su hijo, sino que debe ser sabia para pavimentar con amor y seguridad el sendero que éste escoja para sus pasos. En ese trámite María es un ejemplo que no puede ignorarse. Ella había sido advertida de que “una espada atravesaría su corazón”; pero a sabiendas de que era santa la misión de su hijo, lo dejó partir, no sin dolor; pero sí con mucha esperanza.
En el evangelio según San Juan se narra la historia de las bodas de Caná. Estaban unidos, juntas las manos, madre e hijo en la hora de la alegría, la recreación y la familiaridad. En estos tiempos los hijos no se hacen acompañar de sus padres en celebraciones públicas; por lo que este ejemplo de Jesús y María gozando de una fiesta familiar es un reto a las familias de hoy.
En las bodas de Caná María apuntó hacia el señorío de su hijo. Cuando se le acercaron los mayordomos para decirle preocupados que el vino estaba al terminarse, ella simplemente apuntó su índice hacia Jesús, y dijo con devota nobleza: “Hagan lo que El os mande”. María encarnaba -y encarna-, una grandeza peculiar; pero al mismo tiempo fue consciente de la función especial y única que su Hijo representaba para el mundo y la eternidad, y así lo anunció con celestial tono en su voz. Sus conexiones con el Espíritu Santo, desde el principio, le dibujaron la ruta a seguir.
Finalmente tenemos en el Evangelio el cuadro patético de María frente a la cruz en la que martirizaban a su hijo. Allí, en el Calvario, no estaban quienes recibieron de manos del Señor, pan y milagros. No estaban en el Gólgota amigos ni seguidores; pero cubriendo con su presencia la ausencia cobarde de todos, estaba María, la madre. Este cuadro de una madre que llora ante del dolor de su hijo es quizás uno de los cuadros más conmovedores de todas Las Escrituras.
Cuando los hijos sufren, la madre siente herida su propia alma. Cuando lloran los hijos, los rostros de las madres arden también en lágrimas. María, al pie de la cruz, es el símbolo eterno y universal de la madre abnegada, haciendo suyo el dolor que rasga las carnes del fruto de su vientre.
Bella es, sin embargo, la conclusión del Evangelio: ¡María gozando el triunfo de su hijo en la conmovedora victoria de la Resurrección! Porque así son las madres: se les ilumina el rostro con los triunfos de los hijos, se les enciende de cielo el corazón con la grandeza de sus criaturas.
Queremos hoy, Día de las Madres, tener entre nosotros madres como María.
Madres que disfruten el privilegio de la maternidad con fidelidad abnegada.
Madres que por el bienestar de sus hijos estén dispuestas a sacrificar placeres, comodidades y tranquilidad.
Madres que acepten con respeto admirador la hora en que sus hijos emprendan la ruta que les ha asignado Dios.
Madres que lloren con sus hijos, aliviando con sus propias lágrimas los dolores de éstos.
Queremos entre nosotros madres como María, que cumplan junto a sus hijos el inquieto recorrido de la vida. Madres que sepan que la muerte no separa a los que se aman, y que más allá de una tumba que se cierra, hay un bendito encuentro con la Resurrección.
¡Feliz y bendecido Día de las Madres!
María es un modelo de cómo una madre tiene que afrontar el proceso de la concepción. Ella sufrió situaciones difíciles, tanto en el ámbito familiar como social; pero se apegó, no a los convencionalismos vigentes, sino al palpitante fruto de su vientre. Hoy día, cuando la práctica despiadada del aborto convierte a muchas madres en asesinas de sus propios hijos, debiera toda mujer que sepa que en su interior se desarrolla el milagro de una vida nueva, mirar con devoción hacia María, tratando con respetuosa humildad de seguir los caminos que ella con su ejemplo nos señalara. Cuando María supo que había sido escogida por Dios para ser madre, sin medir riesgos ni enumerar objeciones, aceptó la bendición que corona la vida de toda mujer. Ser madre es el gran regalo de Dios, es una preferencia del cielo. Es crear vida. Cuando con los ojos del corazón miramos a María pobre, solitaria, alojada bajo un techo de ramas, pero engalanada con el canto de los ángeles, aprendemos que la verdadera felicidad no está en los pañales bordados de oro ni en las suntuosas y palaciegas habitaciones. La verdadera felicidad es una madre pura que besa a un hijo santo.
María es de manera particular, para nosotros los desterrados, una personalidad muy cercana. Cuando llegó la hora de la decisión, con tal de salvaguardar la vida de su hijo, emprendió la peligrosa ruta del destierro. Es símbolo de la madre que en bien del fruto de sus entrañas, asume privaciones, incomodidades y sacrificios. Hoy día nos hace falta muchas madres que estén dispuestas a huir con sus hijos de los medios contaminados, peligrosos y perjudiciales que atentan contra la dignidad de sus deberes maternales. Los hijos del destierro son también hijos de la Patria. Eso lo aprendemos de la joven virgen que no se apartó jamás del Dios que la había tocado con la varita mágica de la maternidad.
María también afrontó la experiencia de ver a su hijo emprendiendo sus propios caminos. Recordamos el incidente del niño Jesús en el templo, participando de conversaciones aparentemente vedadas para su edad, con funcionarios y líderes religiosos. María y José le hallaron después de una ansiosa búsqueda, y Jesús de forma directa les hizo claro que estaba actuando en cumplimiento de la voluntad de su Padre de los cielos. María “guardaba estas cosas en su corazón” y supo aceptar la realidad de que pronto la hora llegaría en que su Hijo emprendería las tareas propias de su llamado. Una madre no es dueña de su hijo, sino que debe ser sabia para pavimentar con amor y seguridad el sendero que éste escoja para sus pasos. En ese trámite María es un ejemplo que no puede ignorarse. Ella había sido advertida de que “una espada atravesaría su corazón”; pero a sabiendas de que era santa la misión de su hijo, lo dejó partir, no sin dolor; pero sí con mucha esperanza.
En el evangelio según San Juan se narra la historia de las bodas de Caná. Estaban unidos, juntas las manos, madre e hijo en la hora de la alegría, la recreación y la familiaridad. En estos tiempos los hijos no se hacen acompañar de sus padres en celebraciones públicas; por lo que este ejemplo de Jesús y María gozando de una fiesta familiar es un reto a las familias de hoy.
En las bodas de Caná María apuntó hacia el señorío de su hijo. Cuando se le acercaron los mayordomos para decirle preocupados que el vino estaba al terminarse, ella simplemente apuntó su índice hacia Jesús, y dijo con devota nobleza: “Hagan lo que El os mande”. María encarnaba -y encarna-, una grandeza peculiar; pero al mismo tiempo fue consciente de la función especial y única que su Hijo representaba para el mundo y la eternidad, y así lo anunció con celestial tono en su voz. Sus conexiones con el Espíritu Santo, desde el principio, le dibujaron la ruta a seguir.
Finalmente tenemos en el Evangelio el cuadro patético de María frente a la cruz en la que martirizaban a su hijo. Allí, en el Calvario, no estaban quienes recibieron de manos del Señor, pan y milagros. No estaban en el Gólgota amigos ni seguidores; pero cubriendo con su presencia la ausencia cobarde de todos, estaba María, la madre. Este cuadro de una madre que llora ante del dolor de su hijo es quizás uno de los cuadros más conmovedores de todas Las Escrituras.
Cuando los hijos sufren, la madre siente herida su propia alma. Cuando lloran los hijos, los rostros de las madres arden también en lágrimas. María, al pie de la cruz, es el símbolo eterno y universal de la madre abnegada, haciendo suyo el dolor que rasga las carnes del fruto de su vientre.
Bella es, sin embargo, la conclusión del Evangelio: ¡María gozando el triunfo de su hijo en la conmovedora victoria de la Resurrección! Porque así son las madres: se les ilumina el rostro con los triunfos de los hijos, se les enciende de cielo el corazón con la grandeza de sus criaturas.
Queremos hoy, Día de las Madres, tener entre nosotros madres como María.
Madres que disfruten el privilegio de la maternidad con fidelidad abnegada.
Madres que por el bienestar de sus hijos estén dispuestas a sacrificar placeres, comodidades y tranquilidad.
Madres que acepten con respeto admirador la hora en que sus hijos emprendan la ruta que les ha asignado Dios.
Madres que lloren con sus hijos, aliviando con sus propias lágrimas los dolores de éstos.
Queremos entre nosotros madres como María, que cumplan junto a sus hijos el inquieto recorrido de la vida. Madres que sepan que la muerte no separa a los que se aman, y que más allá de una tumba que se cierra, hay un bendito encuentro con la Resurrección.
¡Feliz y bendecido Día de las Madres!
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