El dolor sin perdón
del bolero cubano
Por José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba, enero, www.cubanet.org -¿No estuvo la prohibición
entre las causas por las que el bolero perdió su popularidad en Cuba?
Ciertamente nunca fue prohibido, como género, pero tampoco los censores
oficiales se sentaron a esperar que pasara de moda. Ya en los inicios del
gobierno revolucionario empezó a ser visto, desde arriba, como un pernicioso
rezago del pasado. Eso lo situaría en cuarentena. Hasta que al final fue
rematado con (ahora sí) la prohibición de sus más populares intérpretes.
Así como muchos de los grandes
soneros cubanos quemaron sus naves quedándose en la Isla después de 1959,
subempleados, sin perspectivas, ni instrumentos, ni discos, ni giras, ni
espacio en la difusión, ni salones de baile, sin un peso para el chícharo y sin
un chícharo de consideración ante su peso histórico, no sucedió igual con los
más famosos boleristas. Se trata de un pasaje digamos curioso de nuestra
historia que quizá merezca estudio más detenido.
Hubo excepciones, como Fernando
Álvarez o Lino Borges. Y hubo casos excepcionales, como los del impar Benny
Moré o la muy versátil cancionera Elena Burke, como Roberto Faz, Pacho Alonso,
Celeste Mendoza, Raúl Planas, Orestes Macías, Carlos Embale o Tito Gómez, entre
otros que por ser grandes en todos los ritmos, lo han sido también en el
bolero, aunque no se enmarquen como boleristas. Pero el resto, o sea, aquella
tropa nutrida y peculiar que lo apostó todo en los años 40 y 50 por la
interpretación del bolero cubano, potenciándole el rango de suceso mundial,
prefirió irse con su música a otro lado. Y todos pagaron con la excomunión. Lo
malo es que a la hora de tachar sus nombres, el bolero cayó también bajo la
raya. Así quedaba conclusa para sentencia la primera gran síntesis vocal en la
historia de nuestra música, nada menos.
Hacia finales de los años
ochenta, cuando, aprovechando el ventarrón de la Perestroika, algunas emisoras
en La Habana intentaron sacudirle cenizas al género, más de una generación
entre nosotros desconocía totalmente el quehacer, los nombres y hasta la
existencia de Olga Guillot, Orlando Vallejo, Antonio Machín, Bienvenido Granda,
La Lupe, Ñico Membiela o Blanca Rosa Gil, así como de otros muchos boleristas
famosos. El bolero únicamente resultaba atendible (que no reconocible) entre
los jóvenes si era cantado por un tal Luis Miguel. Las pocas estrellas del
género que sobrevivían en la Isla eran asumidas (que no atendidas) como
fósiles, menesterosos viejitos del tiempo de antes.
La nota paradójica es que la
mayoría de aquellos famosos boleristas que se marcharon de Cuba, lo hicieron
guiados por el interés neto de continuar su carrera. Algunos, incluso, ya
vivían en el exterior desde antes del triunfo de la revolución, y no quisieron
regresar. Otros murieron de viejos soñando con el retorno. Pero todos fueron
borrados por decreto de nuestra memoria y aun de la historia.
Con frecuencia se insiste en
nombrar a Orlando Contreras (un magnífico cantante con un pésimo repertorio)
como representación paradigmática de aquel bolero que hizo época en las
victrolas cubanas, en los años vísperas de la revolución. No es un error, pero
sí un reduccionismo histórico que puede conducir a la errónea subvaloración del
bolero como género, sobre todo entre los jóvenes.
Los desengaños de bares y
cantinas que tan buenas ganancias le reportaron a Orlando Contreras constituyen
sólo una de las diversas líneas temáticas del bolero. El tango las tuvo peores,
pero no por ello ha dejado de ser fuente viva de la música argentina,
inspiración y modelo de casi todo lo que se canta y toca en ese país (incluidos
el rock y los géneros llamados cultos), a más de ser un monumento cultural que
es motivo de orgullo para los argentinos de cualquier edad.
Mientras, el bolero cubano,
marginado, abolido y deshecho por quienes pretendían barrer los vicios del
pasado y terminaron barriéndolo todo menos los vicios, llegó a ser pieza
obsoleta en su país natal durante tres largas y sufridas décadas.
Aquel regusto a victrola de
cantina lo marcó desde el primer día, agravado por la consecuente acusación de
machista. Y para colmo, sucedió que no encajaba, no podía encajar en el
proyecto de los fabricantes del hombre nuevo. Por motivos obvios: su filiación
con los nostálgicos, los fatales, los que sufren por amor, los machos tristes
que no lloran, y los que lloran pero no transigen, los perdidos que resultan
perdidos por las perdidas, en fin, todo lo que somos, lo que nunca hemos dejado
de ser. Pues la tragicómica moraleja de esta historia es que los cubanos jamás
renunciamos a llevar el bolero en el alma, algunos más y otros menos, pero
probablemente no resultaría exagerado afirmar que todos los nacidos en la Isla
(incluso los censores y hasta los caciques del régimen) seguimos pensando,
actuando, viviendo en tiempo de bolero. Y a la vez, cada día son menos los que
viven en tiempo de Nueva Trova.
La última prueba de que el
bolero cubano es capaz de resistir incólume todas las agresiones, la
encontramos en su aún fresca y siempre renovable vitalidad, a pesar de que las
autoridades culturales del régimen organizan sus exequias sistemáticamente,
desde 1988, mediante los catacúmbicos
festivales Boleros de Oro, vidriera del mal gusto, la mediocridad y la
impostura, donde rara vez cantan los que son, pues los que cantan son
convocados precisamente por no ser.
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