4 de septiembre de 2013

El dolor sin perdón del bolero cubano



El dolor sin perdón 
del bolero cubano

Por José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, enero, www.cubanet.org -¿No estuvo la prohibición entre las causas por las que el bolero perdió su popularidad en Cuba? Ciertamente nunca fue prohibido, como género, pero tampoco los censores oficiales se sentaron a esperar que pasara de moda. Ya en los inicios del gobierno revolucionario empezó a ser visto, desde arriba, como un pernicioso rezago del pasado. Eso lo situaría en cuarentena. Hasta que al final fue rematado con (ahora sí) la prohibición de sus más populares intérpretes.

Así como muchos de los grandes soneros cubanos quemaron sus naves quedándose en la Isla después de 1959, subempleados, sin perspectivas, ni instrumentos, ni discos, ni giras, ni espacio en la difusión, ni salones de baile, sin un peso para el chícharo y sin un chícharo de consideración ante su peso histórico, no sucedió igual con los más famosos boleristas. Se trata de un pasaje digamos curioso de nuestra historia que quizá merezca estudio más detenido.

Hubo excepciones, como Fernando Álvarez o Lino Borges. Y hubo casos excepcionales, como los del impar Benny Moré o la muy versátil cancionera Elena Burke, como Roberto Faz, Pacho Alonso, Celeste Mendoza, Raúl Planas, Orestes Macías, Carlos Embale o Tito Gómez, entre otros que por ser grandes en todos los ritmos, lo han sido también en el bolero, aunque no se enmarquen como boleristas. Pero el resto, o sea, aquella tropa nutrida y peculiar que lo apostó todo en los años 40 y 50 por la interpretación del bolero cubano, potenciándole el rango de suceso mundial, prefirió irse con su música a otro lado. Y todos pagaron con la excomunión. Lo malo es que a la hora de tachar sus nombres, el bolero cayó también bajo la raya. Así quedaba conclusa para sentencia la primera gran síntesis vocal en la historia de nuestra música, nada menos.

Hacia finales de los años ochenta, cuando, aprovechando el ventarrón de la Perestroika, algunas emisoras en La Habana intentaron sacudirle cenizas al género, más de una generación entre nosotros desconocía totalmente el quehacer, los nombres y hasta la existencia de Olga Guillot, Orlando Vallejo, Antonio Machín, Bienvenido Granda, La Lupe, Ñico Membiela o Blanca Rosa Gil, así como de otros muchos boleristas famosos. El bolero únicamente resultaba atendible (que no reconocible) entre los jóvenes si era cantado por un tal Luis Miguel. Las pocas estrellas del género que sobrevivían en la Isla eran asumidas (que no atendidas) como fósiles, menesterosos viejitos del tiempo de antes.

La nota paradójica es que la mayoría de aquellos famosos boleristas que se marcharon de Cuba, lo hicieron guiados por el interés neto de continuar su carrera. Algunos, incluso, ya vivían en el exterior desde antes del triunfo de la revolución, y no quisieron regresar. Otros murieron de viejos soñando con el retorno. Pero todos fueron borrados por decreto de nuestra memoria y aun de la historia.

Con frecuencia se insiste en nombrar a Orlando Contreras (un magnífico cantante con un pésimo repertorio) como representación paradigmática de aquel bolero que hizo época en las victrolas cubanas, en los años vísperas de la revolución. No es un error, pero sí un reduccionismo histórico que puede conducir a la errónea subvaloración del bolero como género, sobre todo entre los jóvenes.
Los desengaños de bares y cantinas que tan buenas ganancias le reportaron a Orlando Contreras constituyen sólo una de las diversas líneas temáticas del bolero. El tango las tuvo peores, pero no por ello ha dejado de ser fuente viva de la música argentina, inspiración y modelo de casi todo lo que se canta y toca en ese país (incluidos el rock y los géneros llamados cultos), a más de ser un monumento cultural que es motivo de orgullo para los argentinos de cualquier edad.

Mientras, el bolero cubano, marginado, abolido y deshecho por quienes pretendían barrer los vicios del pasado y terminaron barriéndolo todo menos los vicios, llegó a ser pieza obsoleta en su país natal durante tres largas y sufridas décadas.

Aquel regusto a victrola de cantina lo marcó desde el primer día, agravado por la consecuente acusación de machista. Y para colmo, sucedió que no encajaba, no podía encajar en el proyecto de los fabricantes del hombre nuevo. Por motivos obvios: su filiación con los nostálgicos, los fatales, los que sufren por amor, los machos tristes que no lloran, y los que lloran pero no transigen, los perdidos que resultan perdidos por las perdidas, en fin, todo lo que somos, lo que nunca hemos dejado de ser. Pues la tragicómica moraleja de esta historia es que los cubanos jamás renunciamos a llevar el bolero en el alma, algunos más y otros menos, pero probablemente no resultaría exagerado afirmar que todos los nacidos en la Isla (incluso los censores y hasta los caciques del régimen) seguimos pensando, actuando, viviendo en tiempo de bolero. Y a la vez, cada día son menos los que viven en tiempo de Nueva Trova.

La última prueba de que el bolero cubano es capaz de resistir incólume todas las agresiones, la encontramos en su aún fresca y siempre renovable vitalidad, a pesar de que las autoridades culturales del régimen organizan sus exequias sistemáticamente, desde 1988, mediante los catacúmbicos festivales Boleros de Oro, vidriera del mal gusto, la mediocridad y la impostura, donde rara vez cantan los que son, pues los que cantan son convocados precisamente por no ser.

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