EN MADRID: BOCADILLOS CHINOS DE LA BASURA AL PALADAR
-«A ver, ¿cuánto son las “birras”?». «Un euro». «¿Estas dos por un euro?». «No, cada una». «Anda, te doy 1,5 y me das un par, que necesito la “pasta” para volver a casa».
No hay trato. Los jóvenes, ya en avanzado estado de embriaguez, que intentan que el comerciante chino les haga una rebaja a pie de calle de Fuencarral lo llevan claro. Aquí no se fía. Estos vendedores ilegales de cervezas, refrescos, tallarines, bocadillos, chocolatinas y lo que haga falta se saben bien el negocio. Hay tantos como esquinas tiene la Gran Vía. En una acera y en la otra. Y no hay quien les mueva de allí. Porque, si la imagen de asiáticos con el tenderete improvisado sobre una caja de cartón y unas bolsas con todo tipo de «alimentos» es típica en el centro, desde hace tiempo, ahora es inevitable.
«Esto está desmadrado —confiesan fuentes policiales—. Si antes había 30 ó 40, ahora son el doble. Uno en cada esquina y parada de Metro. Hemos empezado a incrementar la presión contra ellos, porque ya es insufrible». Efectivamente, son las dos de la madrugada en la Gran Vía, esa avenida que tiene un siglo de sueño atrasado, que lleva cien años sin dormir. De pronto, la calle se convierte en lo más parecido a la San Silvestre vallecana: asiáticos corriendo, bolsas en mano, de un lado para otro y metiéndose donde pueden... Y un coche de la Policía Municipal por la acera.
Efectivamente, cualquier recoveco sirve a estos piratas de la comida-basura para esconder su mercancía: alcantarillas, contenedores de basura, los bajos de los coches... Incluso las papeleras, de las que tienen hasta las llaves. Cuando la presencia policial aminora, sacan de ahí los bocatas y tallarines y van directos a su «expositor» de cartón; directos, por lo tanto, a la boca y el estómago de sus numerosos clientes.
La eclosión de esta actividad sumergida llegó hace unos seis meses y la razón, explican nuestras fuentes, es la crisis económica. «Ahora, la gente joven sobre todo no tiene dinero para pagarse varias copas, por lo que abonan la entrada de una discoteca, consumen la bebida que va incluida en el precio y, cuando quieren más alcohol, les sellan los porteros la mano, le compran una cerveza al chino de turno, y otra vez a bailar», indican en la Policía.
La «prueba de fuego» tuvo lugar el pasado 22 de mayo, cuando se celebró en el Santiago Bernabéu la final de la Liga de Campeones. Aquello fue el despiporre, con vendedores asiáticos por todo el distrito de Centro, pero también en el paseo de la Castellana. «Aquella noche —aseguran fuentes policiales— había más de cien comerciantes asiáticos e ilegales vendiendo».
El negocio debe de valer la pena, porque por la zona de Sol ya empieza a verse a bengalíes con su particular mochila o bolsa de plástico llena de latas y bocadillos de pan del mes pasado. Los que antes se dedicaban a vender CD y DVD piratas se han pasado a esta manera de hacer dinero, aunque en esta zona la clientela es algo distinta. A los jóvenes que entran y salen de las discotecas se suman chaperos, prostitutas y toxicómanos, ese singular paisanaje del lumpen madrileño.
«El tufo era insoportable —explicó una vecina del inmueble—. Yo sospechaba que se dedicaban a algo de esto, porque no paraban de traer cajas y de sacar cubos llenos». Tanto era así, que la espita que provocó la actuación policial no fue otra que el nauseabundo olor que tenía mareados a los vecinos
Los productos los guardaban en grandes ollas y cubos, para venderlas a otros ecuatorianos que pasan el día en el parque de Pradolongo (Usera) y en la Casa de Campo. Llegaban a colocar hasta mil raciones por jornada, lo que les repercutía económicamente de manera poderosa. Sacaban miles de euros cada fin de semana.
Foto y texto: ABC, Madrid
No hay trato. Los jóvenes, ya en avanzado estado de embriaguez, que intentan que el comerciante chino les haga una rebaja a pie de calle de Fuencarral lo llevan claro. Aquí no se fía. Estos vendedores ilegales de cervezas, refrescos, tallarines, bocadillos, chocolatinas y lo que haga falta se saben bien el negocio. Hay tantos como esquinas tiene la Gran Vía. En una acera y en la otra. Y no hay quien les mueva de allí. Porque, si la imagen de asiáticos con el tenderete improvisado sobre una caja de cartón y unas bolsas con todo tipo de «alimentos» es típica en el centro, desde hace tiempo, ahora es inevitable.
«Esto está desmadrado —confiesan fuentes policiales—. Si antes había 30 ó 40, ahora son el doble. Uno en cada esquina y parada de Metro. Hemos empezado a incrementar la presión contra ellos, porque ya es insufrible». Efectivamente, son las dos de la madrugada en la Gran Vía, esa avenida que tiene un siglo de sueño atrasado, que lleva cien años sin dormir. De pronto, la calle se convierte en lo más parecido a la San Silvestre vallecana: asiáticos corriendo, bolsas en mano, de un lado para otro y metiéndose donde pueden... Y un coche de la Policía Municipal por la acera.
Efectivamente, cualquier recoveco sirve a estos piratas de la comida-basura para esconder su mercancía: alcantarillas, contenedores de basura, los bajos de los coches... Incluso las papeleras, de las que tienen hasta las llaves. Cuando la presencia policial aminora, sacan de ahí los bocatas y tallarines y van directos a su «expositor» de cartón; directos, por lo tanto, a la boca y el estómago de sus numerosos clientes.
La eclosión de esta actividad sumergida llegó hace unos seis meses y la razón, explican nuestras fuentes, es la crisis económica. «Ahora, la gente joven sobre todo no tiene dinero para pagarse varias copas, por lo que abonan la entrada de una discoteca, consumen la bebida que va incluida en el precio y, cuando quieren más alcohol, les sellan los porteros la mano, le compran una cerveza al chino de turno, y otra vez a bailar», indican en la Policía.
Hasta la Castellana
Quienes saben bien de lo que va este tinglado insisten en que antes era algo «puntual, cuando había festejos especiales» y que «ahora es a diario». De domingo a domingo. Y detrás hay mafias, cómo no. Las más silenciosas. «La comida la preparan en pisos. Se han agrupado, y ahora viven diez en una misma casa y lo hacen todo en una cocina», denuncian.La «prueba de fuego» tuvo lugar el pasado 22 de mayo, cuando se celebró en el Santiago Bernabéu la final de la Liga de Campeones. Aquello fue el despiporre, con vendedores asiáticos por todo el distrito de Centro, pero también en el paseo de la Castellana. «Aquella noche —aseguran fuentes policiales— había más de cien comerciantes asiáticos e ilegales vendiendo».
Y, ahora, también bengalíes
Mientras, la particular lucha por el territorio continúa en el corazón de la ciudad. No hay quien se atreva a quitarle su esquina a otro. «Y cuidadito con el que lo haga, que se le echan encima». Son pacíficos, sí, hasta que les tocan el dinero. Cuando algún jovencillo intenta robarles, «le apalean».El negocio debe de valer la pena, porque por la zona de Sol ya empieza a verse a bengalíes con su particular mochila o bolsa de plástico llena de latas y bocadillos de pan del mes pasado. Los que antes se dedicaban a vender CD y DVD piratas se han pasado a esta manera de hacer dinero, aunque en esta zona la clientela es algo distinta. A los jóvenes que entran y salen de las discotecas se suman chaperos, prostitutas y toxicómanos, ese singular paisanaje del lumpen madrileño.
Platos cocinados en el suelo
El desmantelamiento de una cocina ilegal en Puente de Vallecas mostró hace unos meses las condiciones totalmente insalubres en las que se elabora ese tipo de comida. Era un local de 140 metros cuadrados, amplio, que hacía las veces de almacén, cocina y domicilio. Dentro, siete personas de nacionalidad ecuatoriana se las apañaban para cocinar platos sobre mesas, suelo, cubetas y recipientes totalmente infectos.«El tufo era insoportable —explicó una vecina del inmueble—. Yo sospechaba que se dedicaban a algo de esto, porque no paraban de traer cajas y de sacar cubos llenos». Tanto era así, que la espita que provocó la actuación policial no fue otra que el nauseabundo olor que tenía mareados a los vecinos
Los productos los guardaban en grandes ollas y cubos, para venderlas a otros ecuatorianos que pasan el día en el parque de Pradolongo (Usera) y en la Casa de Campo. Llegaban a colocar hasta mil raciones por jornada, lo que les repercutía económicamente de manera poderosa. Sacaban miles de euros cada fin de semana.
Foto y texto: ABC, Madrid
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