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"Apaja" la luz
- Por Manuel Pereira Quinteiro
Las primeras palabras que oí, incluso antes de nacer, vibrantes en el vientre de mi madre, sonaban así:
Las primeras palabras que oí, incluso antes de nacer, vibrantes en el vientre de mi madre, sonaban así:
Na calle real da Coruña,
¡pois he!
Roubaron un cobertor
¡pois si que he!
Llos ladros hiban dicindo
¡pois he!
Lastima non fora millor
¡Pois si que he!
Vamos, María, vamos,
Vámonos a dormir
Tú levarás a manta
Eu levarei o candil…
¡pois he!
Roubaron un cobertor
¡pois si que he!
Llos ladros hiban dicindo
¡pois he!
Lastima non fora millor
¡Pois si que he!
Vamos, María, vamos,
Vámonos a dormir
Tú levarás a manta
Eu levarei o candil…
Con esos canturreos gallegos me arrullaban. Mi abuela también dialogaba en esa lengua con el fuego de sus calderos. Mis tíos maternos conversaban con sus paisanos en esa variante del galaicoportugués, excepto cuando había cubanos presentes, en cuyo caso cambiaban de idioma.
Cada noche, antes de dormirnos, mi madre y yo rezábamos el Padrenuestro en castellano. Luego ella me pedía en gallego: “apaja la luz”, y yo apretaba la perilla eléctrica que colgaba al lado de la cama. Mamá me arrebujaba en su manta y yo apagaba el candil. “Tú levarás a manta / Eu levarei o candil…”
Mi abuela, mi madre y sus dos hermanos menores emigraron desde Ribadavia, Orense, hacia La Habana en 1926. Llegaron a la capital en medio del peor ciclón que ha sufrido la Isla y, por si fuera poco, ese mismo año nacía en Cuba otro huracán de carne y hueso llamado Fidel Castro, cuyo apellido revela no solo su origen celta, sino también su idiosincrasia militar y el afán paranoico de fortificarlo todo a su alrededor.
Fidel Castro dirigió el asalto al cuartel Moncada un 26 de julio. Más tarde, su movimiento se llamó “el 26” y una de las consignas favoritas de su Gobierno ha sido “siempre es 26”. Fue como si aquel famoso ciclón del 26 hubiera dejado una semilla de turbulencias a su paso por la Isla.
Dejo en manos de cabalistas y pitagóricos el significado oculto de la persistencia de ese número en nuestro imaginario colectivo. Sea como sea, lo cierto es que hace más de cincuenta años esa prolongación del Ciclón del 26 está soplando sobre Cuba. Al principio, sus vientos fueron benévolos, y hasta musicales, incluso esperanzadores, pero poco a poco su capacidad de destrucción se volvió cada vez más furiosa. Extraña meteorología de la historia que todo cronista del siglo XX debería escrutar a fondo.
La estrategia desplegada por aquel pichón de gallego contra Batista entre 1957 y 1958 fue celtíbera. Acaso obedeciendo a un mandato genético, se atrincheró en las cumbres de la Sierra Maestra convirtiendo esa cordillera en un castro de romántica exuberancia vegetal. Pintoresco Robin Hood céltico-tropical.
Como es sabido, los celtas eran guerreros muy feroces y el padre de Fidel combatió como soldado español contra los mambises entre 1895 y 1898. La secuencia etimológica castro, castrum, castrensis, castrense… es tan obvia que casi da sonrojo subrayarla.
Cuando Fidel bajó de las montañas donde estaba parapetado, lo primero que hizo fue extender su castro a todo el país, blindándolo de una punta a la otra, según parece para defenderse de la invasión mil veces anunciada y nunca verificada de las legiones del Imperio Romano (o Norteamericano).
Así, Cuba se transformó en campamento a partir de 1961. Abroquelado en su Isla, Fidel la cerró herméticamente al exterior, enclaustrando de paso a toda la población. El castro devino claustro, y esa claustrofobia no tardó en volverse castrofobia. No es extraño que tantos cubanos huyan de ese acuartelamiento insular.
Volviendo a mi abuela gallega, ella vivía en un solar al final de La Loma del Ángel, allá en La Habana Vieja que, a pesar de ser ya muy antigua, no estaba por entonces tan destruida como ahora. La casa de mi abuela, donde me crié, se desplomó hace unos años como si del cielo le hubiera caído un misil de crucero Tomahawk.
Frente a lo que ya no son más que ruinas, vivía yo con mis padres en otra cuartería de la calle Cuarteles. Mi abuela, Hortensia Alonso, fue feliz allí, comiendo filloas hechas de sangre de cerdo flameadas con Anís del Diablo mientras murmuraba conjuros a la lumbre de sus fogones. Cuando su pobreza se lo permitía, ponía una botella de vino del Ribeiro en la mesa, como si fuera un trofeo.
La “Moreniña” —como la llamaban en su aldea natal—, no solo hablaba con la candela de sus hornillas, sino que también bebía fuego. Mientras preparaba sus queimadas, me hablaba con nostalgia de una “ría” muy lejana donde crecían los viñedos del Ribeiro. Era la ría “Avia”, donde ella había nacido. Para Doña Hortensia todo era femenino: la ría, la mar, la calor, la radio, la sartén…
Así empecé a enamorarme del enigma de las palabras, quedando atrapado en un laberinto de sonidos, imágenes, sabores, olores y extrañas geografías. Mi mamá, Esther Quinteiro, trabajaba como modista en un taller de alta costura, así que yo pasaba mucho tiempo con mi abuela.
Esther llegó a La Habana con quince años y su mamá, Hortensia, con treinta y dos. Mi abuela se ganaba la vida cocinando para la calle en su humilde vivienda de dos piezas convertida en lo que hoy llamaríamos un “paladar”. Entre los ocho y los nueve años, yo la ayudaba subiendo y bajando la Loma del Ángel, cargando y repartiendo cantinas calientes a domicilio. En la dictadura anterior, mi abuela no pagaba impuestos, ni estaba obligada a pedir licencia, para realizar esa actividad. Tampoco recibía la incómoda visita de voraces inspectores gubernamentales. Evidentemente, eran otros tiempos…
Cuando Doña Hortensia llegó a la Isla en aquel aciago año 26 tuvo que trabajar en lo primero que encontró, que fue trapear suelos en la misma cuartería donde llegó a ser encargada. Mi abuelo la había abandonado antes de que yo viniera al mundo. Hortensia —tan adicta al fuego— quemó todas sus fotos.
Con el tiempo, y atando cabos, supe que mi abuelo —Antonino Quinteiro— fue un imaginero que huyó de España cruzando los Pirineos para que no lo reclutaran en las Guerras de Marruecos. Hoy diríamos que fue un exiliado político o un “objetor de conciencia”.
Aquel gallego fugitivo —como el ladrón del cobertor de la canción de marras— viajó por Brasil, Argentina, Venezuela y Cuba pintando querubines en techos de iglesias y restaurando tallas de madera. Mi abuela lo persiguió tenazmente a lo largo de esas geografías, según ella por amor, hasta que en La Habana, y tras un breve encuentro, tuvo lugar la separación definitiva. Antonino regresó a España con sus pinceles y mi abuela se quedó en la Isla con sus calderos mágicos.
Mi madre practicaba una magia opuesta a las llamaradas de mi abuela, pues usaba agua. De niña, allá en su aldea, echaba un huevo en un vaso con agua en vísperas de San Juan. Al día siguiente corría a ver la forma que la clara había adoptado dentro del vaso durante esa noche mágica salpicada de hogueras. Si veía un velero, significaba presagio de viaje o un naufragio, algo muy frecuente en la Costa de la Muerte; si aparecía un vestido de novia, simbolizaba vaticinio de boda; podían verse también iglesias, pájaros, telarañas…
Jugando con ella aprendí a nutrirme de esos presagios poéticos que emanan de remotos atavismos. Mi niñez transcurrió entre los monólogos ígneos de mi abuela y las blandas visiones albuminosas de mi madre.
Por si fuera poco, otra magia me circundaba: la afrocubana, contra la cual mi abuela me protegía con amuletos y despojándome con albahaca. Hortensia tenía fama de “meiga” y quería resguardarme del “meighallo” de las negras de aquellos solares, que en realidad me adoraban. Me invitaban a entrar en sus cuartos, para comer plátanos chatinos con congrí, lo cual ponía muy celosa a mi abuela, quien a veces me daba unas “hostias” que me mandaban a pasear por los infiernos.
Yo crecí hechizado entre dos culturas culinarias, a caballo entre dos lenguas, en medio de dos brujerías, oscilando entre los tamboreos de la gente de mi barrio y las canciones gallegas de mi abuela, disfrutando por igual de las empanadas con chorizo de Doña Hortensia y del inefable fufú de plátano que me ofrecían las mulatas del vecindario.
Mi abuela me contaba que de joven había visitado Santiago de Compostela donde es costumbre darle tres cabezazos al santo dos croques que está a la entrada de la catedral. Igual que mi abuelo y mis tíos, yo pintaba desde niño. Así que —según ella— si yo quería llegar a ser un gran artista, tenía que consumar aquel ritual. Muchos años después, ya en el exilio, yo también peregriné por ese “campo de estrellas” que da nombre a esa ciudad española. Siguiendo los pasos de mi abuela, transité bajo la estela de la Vía Láctea y choqué tres veces mi cabeza contra la del Maestro Mateo. Cumpliendo sus instrucciones druídicas, hundí los dedos en el frío mármol del parteluz del Pórtico de la Gloria.
En los años cincuenta, allá en La Habana Vieja, los gallegos de mi barrio desfilaban con sus boinas negras por la casa de mi abuela convertida en “paladar” avant la lettre. Allí bailaban sus danzas, rememoraban anécdotas de sus aldeas, siempre suspirando por la “miña terra” y sin renunciar jamás a sus costumbres gastronómicas.
Doña Hortensia era pantagruélica, su mundo era la cocina, y por suerte me alimentó con aquellos potajes humeantes que tanto me hacían sudar en los mediodías habaneros con más de 30 grados a la sombra.
Mi mamá siempre hablaba emocionada de Rosalía de Castro y afirmaba, sin mucha convicción, que los gallegos habían inventado la rueda y el submarino. Me mostraba orgullosa el Centro Gallego con sus marmóreos grupos escultóricos, símbolo de la pujanza económica y cultural de los hijos de Galicia en la Isla. “Tu abuelo pintó los techos”, me informaba fascinando al pequeño pintor que habitaba en mí.
Me enseñaba los ángeles coronando las cúpulas del imponente edificio. “¡Mira qué belleza!”, exclamaba, y acto seguido señalaba al Centro Asturiano, justo enfrente: “¡Mira qué fealdad, parece una mesa patas arriba!”.
Menos mi padre —mucho más criollo que pichón de gallego—, toda mi familia asistía puntualmente a las romerías en los jardines donde estaban los merenderos de la cervecería “La Tropical”.
De aquellos banquetes —donde lo mismo se bailaba una jota, un paso doble y una muiñeira que un danzón o un chachachá— recuerdo el brazo gitano a la hora de los postres y al gaitero que yo seguía de aquí para allá. Criado entre tambores, rumbas y maracas, yo iba tras aquel insólito instrumento, deslumbrado por sus aires, como si siguiera al flautista de Hamelín. Mi abuela era analfabeta, llegó a Cuba con pañuelo a la cabeza y en alpargatas. Sin embargo, era la mejor narradora que he conocido en mi vida. Me contaba escalofriantes historias de hombres lobo, a quienes ella llamaba “lobishomes”. Me hablaba de las nueve olas de la playa de A Lanzada y del muérdago de la fecundidad, me describía el río donde ella lavaba de niña entre hadas sentadas en las rocas alisándose el pelo con peines musicales. Me asustaba narrándome la procesión de fantasmas que discurría entre la niebla y que ella llamaba “Santa Compaña”. Me contaba que en las ruinas del castillo de Ribadavia —allí donde termina el arcoíris—, había tesoros escondidos por los moros. Evocaba la espectacular Noche de San Juan, cuando ella saltaba por encima de las hogueras. Siempre me repetía: “tres cosas tiene Ourense que no las hay en toda España: las burgas, la puente y el Cristo echando barbas”. El pretendiente de mi abuela era un paisano suyo llamado Máximo, dueño de la carnicería de la esquina. Lo recuerdo siempre malhumorado, con las uñas impregnadas de sangre. Mi “abuelastro” se fue de Cuba a principios de los sesenta, cuando el gobierno revolucionario instauró la libreta de racionamiento y confiscó los negocios privados: primero los más grandes, después, los más pequeños. Entonces empezó la estampida de españoles expropiados escapando de la Isla de sus sueños.
Anteriormente, durante los cincuenta, había tantos gallegos en La Habana que a todos los españoles les llamaban “gallegos” por antonomasia, sin importar que fueran catalanes, vascos, asturianos, cántabros, andaluces o canarios…
En la década del sesenta, cuando el castrismo empezó a castrar toda forma de propiedad privada, cerraron panaderías, bodegas, ferreterías, herrerías, hojalaterías, sastrerías… El vástago de aquel huracán del 26 arrasó con todo: la economía, la familia, la religión, las frutas, las viandas, los edificios… Su fuerza centrífuga ha expulsado, hasta ahora, a más de dos millones de exiliados.
De buenas a primeras, se acabaron las verbenas gallegas, desaparecieron los chorizos enlatados “El Miño” y nunca más se oyeron los dulces vientos de una gaita. No más empanadas de bacalao, ni pulpos en platos de madera. Las boinas negras se trocaron en boinas verdes-olivo… todo fue devastado por aquel otro ciclón nacido en el año 26. Como decía mi mamá en voz baja: “¡acabó con la quinta y con los mangos!”.
Mi abuela se había aplatanado bastante y se pasaba la vida cantando. “¡Quien canta, sus penas espanta!”, exclamaba. Sin embargo, a pesar de esa alegría, de vez en cuando entonaba estas endechas: “ai, miña nai, miña naiciña, como a miña nai ningunha”.
En aquel éxodo de españoles también partió uno de mis tíos, y entonces sí que vi llorar de verdad a mi abuela. Su hijo favorito era escultor y había llegado a tener una casa de antigüedades que él prefirió cerrar antes de que el Gobierno se la arrebatara.
A partir de entonces, cada vez que Hortensia oía la sirena de un barco saliendo por la bahía habanera, corría a asomarse al balcón hoy sepultado entre ruinas, y desde allí lo veía zarpar sacando un pañuelito del corpiño, no para agitarlo en el aire, sino para enjugarse una lágrima.
La morriña hizo presa de “la Moreniña”. Sus lágrimas prefiguraban mi destino. Yo intuía que tarde o temprano me vería obligado a realizar la travesía de mis ancestros, pero a la inversa. En vez de “hacer las Américas”, yo estaba predestinado a hacer las Europas: Alemania, Francia, Italia, España…
Así pude visitar aquella Galicia de la que tanto había oído hablar. Pude reconstruir el mapa de las reminiscencias de mi abuela y nuestro árbol genealógico. Deambulé por las callejuelas donde jugaron mis mayores. Conversé con la sombra de mis tatarabuelos en la plaza de la Magdalena, en la antigua Judería, donde tenía su dulcería mi bisabuela Palmira, la repostera más célebre de Ribadavia, porque solo ella sabía hacer “los melindres del silencio”, cuya receta secreta se llevó a la tumba. Exploré el castillo en ruinas, donde encontré el tesoro de los moros del que me hablaba Doña Hortensia, y que no es otro que el tesoro de la imaginación.
En mis diversos destierros me he desplazado como una vieira por aguas profundas, errando por Pontevedra, Vilanova de Arousa, Cambados, Santiago, Orense, Vigo… lugares donde descubrí —atónito— a primos y tíos que apenas sabían de mi existencia. Más que como a un hijo pródigo, me miraban como a un náufrago errabundo.
En cierta forma, mi exilio remedaba aquella canción de cuna con la que me adormecían. Casi como un ladrón en medio de la noche, me lié la manta a la cabeza y salí con mi candil al exilio. “Tú levarás a manta / Eu levarei o candil…”
“Apaja y vámonos”, me dije emprendiendo ese largo camino sembrado de maletas, esmaltado de musgo, adentrándome en un dédalo de desconciertos y sinsabores que nunca podrá comprender quien no lo haya vivido. Los desterrados somos una estantigua. Como almas en pena, lloramos nuestro orvallo allí donde nadie nos ve.
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