13 de septiembre de 2010


ESTAMBUL

- Dicen de ella que es una de las ciudades más bellas del planeta. Y no es exageración. Frontera de Europa y Asia, Estambul engancha. Será por sus mezquitas, quizá por sus contrastes, tal vez por su atardecer...

Si el balón «Jabulani» convirtió en junio a Suráfrica en la visita obligada de los amantes del balompié, ahora le toca el turno a los apasionados del baloncesto. El destino no desmerece, en absoluto, a la exótica sede del Mundial de Fútbol, pues Turquía atrapa, desde hace unos días, todas las miradas de propios y extraños. Y no tiene por qué ser el deporte la única excusa para visitar Estambul (acogió la final del Mundial de Baloncesto este domingo), pues a la ciudad turca le sobran razones para dejar atónito al viajero.

Desde que el emperador romano Constantino la eligiera como segundo enclave de su vasto imperio (corría el año 330 d.C), las aguas del estrecho del Bósforo han acercado el Mar Negro al Mediterráneo durante miles de años, tres imperios, dos religiones y dos continentes que se miran cara a cara.

La riqueza cultural que desprende, la fusión de sus estilos, sus olores y su gente han hecho de Estambul una de las ciudades más bellas del mundo. Una capital de otro tiempo y, a la vez, una ciudad moderna, a la que su propia experiencia a veces confunde y siempre completa, arrastrando al viajero hasta el centro de un torbellino único, mitad occidental, mitad oriental.

Perderse en sus estrechas calles y encontrarse en la melodía de sus mezquitas y en las aparentes aguas tranquilas del Cuerno de Oro es una de las experiencias más inolvidables que se lleva consigo el turista.


Para tomar un atajo en la historia lo mejor es pasear con atención por el barrio de Sultanahmet. La concentración de patrimonio es, en la orilla europea, el mejor regalo para el trotamundos. Empezando por el Hipódromo con su columna serpentina, las paradas obligatorias son la bella Santa Sofía, la imponente Mezquita Azúl, la Cisterna bizantina y el Gran Bazar.

Un paseo de siglos

La Cisterna es el depósito de agua que en tiempos romanos alimentaba la ciudad; un complejo sistema de canalización, de una belleza que corta la respiración, con dos cabezas de Medusa dignas de las más valientes supersticiones del Imperio.

Santa Sofía, dedicada a la Sabiduría Divina, nació cristiana, se transformó en mezquita con la conquista de los musulmanes y ahora es un museo abierto al público. Justo enfrente, la Mezquita Azul dibuja su silueta de seis minaretes en el horizonte, mientras en el interior 20.000 azulejos en tonos azules le dan su nombre, dibujando un enorme jardín floral de tulipanes.


También cercano es el Palacio de Topkapi, por el que han desfilado los sultanes otomanos durante 400 años; cada uno embelleciendo aún más esta construcción imprescindible. Es obligatorio respirar despacio por el laberinto de estancias y pasadizos que conducen al harén; por el tesoro imperial con sus diamantes y joyas para no perder detalle.

El viaje para descifrar Estambul no acaba en una ojeada cultural. Para que esta ciudad nos cale hondo hay que tener ojos, oído, olfato y gusto.

Sin duda, hay que admirar la panorámica desde la Torre Gálata, preferiblemente al atardecer; pasear sin prisa por el Gran Bazar y el Bazar de las especias, hablar con los tenderos en estos callejones de Babel y probar las delicias y dulces turcos.

Es imprescindible hacer un crucero por el Bósforo para contemplar, a la vez, los dos continentes y las lujosas residencias de ambos lados. Sin olvidar que hay que entrar en un «hamman» para dejarse mimar por manos expertas.

Dos ideas más: ir de tiendas por la más europea de sus calles, Istiklal, y ver la fusión de minifaldas y mujeres con velo, y detenerse en cualquier calle a escuchar los cantos que invitan a la oración, el ir y venir de los coches, los turistas, su gente y las embarcaciones que atraviesan el Bósforo, buscando siglos después la otra orilla de la vieja Bizancio.


http://www.destinoestambul.com

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