Las Marquesas de La Habana
Ana Dolores García
Siempre que oímos hablar de «la marquesa», así, simplemente, sin completar la denominación de un honroso título nobiliario, pensamos inmediatamente en aquel personaje folclórico que amenizó las calles habaneras a mediados del siglo XX. Y si alguien no logra ubicar a la tal marquesa e inquiere: ¿marquesa? ¿de dónde?, la respuesta no falla: ¡De La Habana!
Marquesas en La Habana hubo muchas que disfrutaron de boato y opulencia, y bailaron rigodones y contradanzas en sus palacios coloniales allá por el siglo XIX y aún antes. En la Plaza de la Catedral, remozada por exitosos esfuerzos de estética y dineros de la UNESCO, se conservan cual entonces los palacios de los marqueses de Aguas Claras y de los marqueses de Arcos. Y por los alrededores no faltan testigos de muda piedra que alojaron a otros marqueses de igual o parecida raigambre, como los marqueses de Prado Ameno, los de Valbuena, los de Casacalvo, la marquesa de Almendares, convertidos hoy en hoteles y oficinas oficiales.
Hasta se ha hablado de una marquesa celestina que hubo en La Habana en los tiempos de Julián del Casal. El poeta se refirió a ella en forma vedada en un escrito publicado en La Habana Elegante del 8 de abril de 1888, en el que puso en boca de otro su propio juicio: «Cuando las mujeres –afirma un cronista parisino- han pasado sus años de galantería, presiden círculos famosos, distribuyen las reputaciones, ponen a la moda ciertos adornos y ciertos libros; protegen relaciones amorosas, hacen matrimonios, tienen escuelas de flirteo y son tan buscavidas como las jóvenes de 16 años».
Marquesas de La Habana también las hubo, con su genealogía bien reconocida y certificada en los libros reales. La primera de ellas se llamó Vicenta Fernández de Luco y de Santa Cruz, que fuera esposa del primer Marqués de La Habana, José Gutiérrez de la Concha, título otorgado en 1864 por Isabel II en razón a los altos méritos prestados a la Corona Española, incluso como Capitán General de la Isla de Cuba. Luego el marquesado se fue trasmitiendo por sucesión hereditaria, comenzando por su propia hija María del Carmen, y continuando hasta María Luisa Chamorro y Aguilar, esposa de Roberto Sánchez-Ocaña y Arteaga, a quien se reconoció el derecho al título en 1956. Tal vez hoy en día título y blasón pertenezcan ya a sus herederos. Esas marquesas de La Habana, a excepción de la primera, ni siquiera vivieron en ella.
Por lo tanto no es a esas marquesas a quienes recuerdan los cubanos cuando se empeñan en evocar con nostalgia las calles de La Habana de los años dorados, sino a Isabel Veitía, que no recibió el título por herencia sino que se lo dio ella misma, ni tampoco sus antepasados habían llegado de España, sino de África.
Isabel Veitía, «la marquesa» como a ella le gustaba que la llamaran, deambulaba -se paseaba-, al igual que el Caballero de París -que era gallego-, por calles y parques. Más a menudo el Parque Central, lleno de billeteros y de turistas. Allí se dejaba retratar por estos últimos, previo depósito de un billete en su bolso de charol negro, porque para eso era «marquesa». Y si no se habían enterado ella lo repetía: «¡Billetes, sólo billetes, yo soy una marquesa! Mi condición no me permite aceptar monedas». Y los místeres, aunque no entendieran lo que dijera, se reían con ella o de ella y soltaban el billete: así la cruel risa se prolongaría aún después del regreso.
Su atuendo no era precisamente el de una marquesa, pero intentaba serlo. Sobre su cabeza un pequeño sombrero dotado de un breve velo de tul que cubría su frente, y lucía sobre sus hombros una raída mantilla de encaje. El iris de su ropa lo completaban los zapatos, su bolso y un infaltable abanico para darse aires de gran señora. Su figura no era tampoco precisamente la de una mujer esbelta. Pero atuendo y figura no fueron capaces de impedir que viviera una fantasía de ensueño. Y que la disfrutara.
Siempre que oímos hablar de «la marquesa», así, simplemente, sin completar la denominación de un honroso título nobiliario, pensamos inmediatamente en aquel personaje folclórico que amenizó las calles habaneras a mediados del siglo XX. Y si alguien no logra ubicar a la tal marquesa e inquiere: ¿marquesa? ¿de dónde?, la respuesta no falla: ¡De La Habana!
Marquesas en La Habana hubo muchas que disfrutaron de boato y opulencia, y bailaron rigodones y contradanzas en sus palacios coloniales allá por el siglo XIX y aún antes. En la Plaza de la Catedral, remozada por exitosos esfuerzos de estética y dineros de la UNESCO, se conservan cual entonces los palacios de los marqueses de Aguas Claras y de los marqueses de Arcos. Y por los alrededores no faltan testigos de muda piedra que alojaron a otros marqueses de igual o parecida raigambre, como los marqueses de Prado Ameno, los de Valbuena, los de Casacalvo, la marquesa de Almendares, convertidos hoy en hoteles y oficinas oficiales.
Hasta se ha hablado de una marquesa celestina que hubo en La Habana en los tiempos de Julián del Casal. El poeta se refirió a ella en forma vedada en un escrito publicado en La Habana Elegante del 8 de abril de 1888, en el que puso en boca de otro su propio juicio: «Cuando las mujeres –afirma un cronista parisino- han pasado sus años de galantería, presiden círculos famosos, distribuyen las reputaciones, ponen a la moda ciertos adornos y ciertos libros; protegen relaciones amorosas, hacen matrimonios, tienen escuelas de flirteo y son tan buscavidas como las jóvenes de 16 años».
Marquesas de La Habana también las hubo, con su genealogía bien reconocida y certificada en los libros reales. La primera de ellas se llamó Vicenta Fernández de Luco y de Santa Cruz, que fuera esposa del primer Marqués de La Habana, José Gutiérrez de la Concha, título otorgado en 1864 por Isabel II en razón a los altos méritos prestados a la Corona Española, incluso como Capitán General de la Isla de Cuba. Luego el marquesado se fue trasmitiendo por sucesión hereditaria, comenzando por su propia hija María del Carmen, y continuando hasta María Luisa Chamorro y Aguilar, esposa de Roberto Sánchez-Ocaña y Arteaga, a quien se reconoció el derecho al título en 1956. Tal vez hoy en día título y blasón pertenezcan ya a sus herederos. Esas marquesas de La Habana, a excepción de la primera, ni siquiera vivieron en ella.
Por lo tanto no es a esas marquesas a quienes recuerdan los cubanos cuando se empeñan en evocar con nostalgia las calles de La Habana de los años dorados, sino a Isabel Veitía, que no recibió el título por herencia sino que se lo dio ella misma, ni tampoco sus antepasados habían llegado de España, sino de África.
Isabel Veitía, «la marquesa» como a ella le gustaba que la llamaran, deambulaba -se paseaba-, al igual que el Caballero de París -que era gallego-, por calles y parques. Más a menudo el Parque Central, lleno de billeteros y de turistas. Allí se dejaba retratar por estos últimos, previo depósito de un billete en su bolso de charol negro, porque para eso era «marquesa». Y si no se habían enterado ella lo repetía: «¡Billetes, sólo billetes, yo soy una marquesa! Mi condición no me permite aceptar monedas». Y los místeres, aunque no entendieran lo que dijera, se reían con ella o de ella y soltaban el billete: así la cruel risa se prolongaría aún después del regreso.
Su atuendo no era precisamente el de una marquesa, pero intentaba serlo. Sobre su cabeza un pequeño sombrero dotado de un breve velo de tul que cubría su frente, y lucía sobre sus hombros una raída mantilla de encaje. El iris de su ropa lo completaban los zapatos, su bolso y un infaltable abanico para darse aires de gran señora. Su figura no era tampoco precisamente la de una mujer esbelta. Pero atuendo y figura no fueron capaces de impedir que viviera una fantasía de ensueño. Y que la disfrutara.
Ana Dolores García
Copyright 2009
Foto: juanperez.com
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