30 de agosto de 2009

Reflexión

A todas las religiones les preocupa la pureza o impureza de sus miembros. Lo cual da origen a diversos ritos de purificación, desde los más sencillos hasta otros más, contaminados de superstición y de magia. El Talmud señalaba a los judíos escrupulosas normas de limpieza, luego de haber tocado un cadáver, o haberse contaminado de otras formas: Nunca se debería usar agua de pozo, considerada impura, sino de alguna fuente. Se vertería del codo hacia la mano, procurando que escurriera fuera de la vasija. Algo semejante se haría con las copas, jarros y platos para los alimentos, que debían ser de metal o de vidrio, pero nunca de barro. Los rabinos promovían además la rigurosa observancia del sábado, el pago minucioso de los diezmos y la lista de plegarias para cada ocasión. Absorbidos por ese maremágnum de preceptos, algunos fariseos querían obligar a todos a cumplirlos. Con razón se extrañaron porque los discípulos del Señor comían sin lavarse las manos y le reclamaron a Jesús.

El Maestro, incómodo por tan resabiados extremismos, respondió con una frase de Isaías: «El culto que ellos me dan es vacío, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Para nosotros los cristianos de hoy vale también esta palabra: quizás le hemos añadido a nuestra fe muchas tradiciones meramente humanas. Jesús les (nos) indica que nada exterior puede mancharnos. Nos contamina lo de adentro: «Todas las maldades nacen del corazón y hacen al hombre impuro».

A finales del siglo XIX, Louis Pasteur descubrió que muchos cuerpos físicos podían purificarse de bacterias sometiéndolos a una temperatura cercana a los 60º. Dicho proceso se llamó pasteurización en honor al sabio francés. Nosotros podemos destruir los gérmenes de nuestro interior si elevamos el nivel de nuestro amor a Dios y los prójimos. Nos lo enseña san Pedro en su primera carta: «El amor cubre la multitud de los pecados».

De Betania.es


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