La Normalización
Carlos
Alberto Montaner
Barack Obama ha comenzado la normalización de las relaciones con la dictadura cubana. Es lo que le pedía el cuerpo. En su discurso y en sus planteamientos ha ido mucho más allá de lo que se podía prever. Al fin y al cabo, como dijo en su alocución, él ni siquiera había nacido cuando el presidente John F. Kennedy decretó el embargo en 1961. Era un pleito que lo dejaba indiferente. Supongo que hasta lo aburría.
Para mí no hay duda de que se trata de un triunfo político total por parte
de la dictadura cubana. En La Habana están eufóricos. Washington ha hecho una
docena de concesiones unilaterales. Cuba, en cambio, se ha limitado a farfullar
unas cuantas consignas.
Es verdad que Raúl Castro ha puesto en libertad a medio centenar de presos
políticos y ha liberado a Alan Gross a cambio de tres espías. Pero sólo este
año ha detenido a más de dos mil opositores y ha aporreado a cientos de ellos,
y muy especialmente a las sufridas “Damas de Blanco”.
En realidad, Obama no había cambiado antes la política cubana por razones
electorales. Ese es el factor esencial en la esfera pública. Manda su majestad
la urna. Esperó al término de las elecciones parciales de su segundo mandato
–las últimas en las que participaría su partido durante su presidencia– y a que
el senado entrara en receso. Entonces actuó.
Una de las pocas ventajas de ser un lame
duck es que no se paga un precio electoral. Por lo menos no lo paga el
presidente en funciones, aunque a lo mejor tiene que abonarlo el candidato de
su partido en los comicios posteriores.
Al Gore –por ejemplo—nunca le perdonó a Bill Clinton el tipo de solución
que le dio al caso del niño balsero Elián González. Perdió Florida por 536
votos –los cubanos votaron mayoritaria y furiosamente en su contra– y en ese
estado se liquidaron sus sueños de llegar a la presidencia.
Previamente al discurso de Obama y a su cambio de política, The New York
Times había ablandado a la opinión pública con un bombardeo de siete
editoriales consecutivos en los que solicitaba lo que inmediatamente se iba a
conceder.
No era la influencia de la prensa sobre la Casa Blanca. Era al revés: era
la influencia de la Casa Blanca sobre la prensa para lograr objetivos
políticos. En esos editoriales estaba la hoja de ruta del cambio de la política
norteamericana con relación a Cuba. Ahora se entiende la campaña del NYT. No
era buen periodismo. Eran buenas relaciones públicas.
Los argumentos de Obama para revertir la estrategia política seguida por
una decena de presidentes republicanos y demócratas previos fueron
principalmente dos: primero, no ha dado resultados, y, segundo, Estados Unidos
mantiene relaciones con países como China y Vietnam. Dos dictaduras
nominalmente comunistas.
En cuanto a los resultados del embargo contra el régimen cubano, no es eso
lo que sostiene el gobierno de los Castro. La Habana afirma que el embargo,
originado por la confiscación sin compensación de las propiedades
norteamericanas en la Isla, les ha costado miles de millones de dólares.
Por otra parte, lo cierto es que, desde que Kennedy puso en marcha el
embargo, esa operación de castigo, si bien no sirvió para que Cuba compensara a
los legítimos propietarios, ni para derrocar al régimen, fue útil para que ningún
otro país latinoamericano se atreviera a confiscar sin pago empresas
norteamericanas, mientras (alegan algunos estrategas) contribuyó a que la Isla
se viera obligada a reducir sus fuerzas armadas a la mitad tras la debacle
soviética en 1991.
Es irrebatible que Estados Unidos tiene relaciones plenas con China y
Vietnam, de donde Obama, como mucha gente, deduce que debía tener buenos
vínculos con Cuba, pero la premisa es muy discutible y está basada en una
visión pragmática de las relaciones internacionales en la que no intervienen
los juicios morales.
Si ése es el caso, ¿por qué no tener relaciones normales con Siria si las
tienen con Arabia Saudita, que es otra tiranía islámica? ¿Por qué no tratar con
indiferencia al Califato (ISIS) que ha surgido en un rincón de Siria y hoy hace
metástasis por todo el Oriente medio? ¿Que Siria y el califato matan y
atropellan? En China y en Vietnam también matan y atropellan. En rigor, desde
la perspectiva estrictamente pragmática, ¿qué le importa a Estados Unidos que los
talibanes sean una banda de asesinos si los muertos ocurren en una zona alejada
del mundo?
Hay una regla de oro de la ética que Obama ha olvidado: donde quiera que se
pueda sostener la coherencia entre la conducta y los principios, hay que
hacerlo. Uno puede entender que es sensato tener relaciones normales con China,
un gigante demográfico y nuclear, porque las consecuencias de defender los
principios puede llevarnos a la catástrofe. Lo mismo sucede con Arabia saudita
y su maldito petróleo, pero en Cuba es diferente.
En Cuba, Estados Unidos podía evitar la disonancia moral porque la Isla,
violadora pertinaz de los derechos humanos, enemiga a muerte de Estados Unidos
al extremo de pedirle a la URSS el exterminio nuclear preventivo del país
vecino, que ya ha vertido el 20% de su población dentro del territorio
norteamericano, no tiene la menor significación demográfica o económica y era
posible casar coherentemente los valores y los comportamientos.
Durante todo el siglo XX, con razón, muchos latinoamericanos criticaron a
Estados Unidos por tener buenas relaciones con dictadores como Stroessner,
Pinochet, Batista, Trujillo o Somoza. Entonces se decía que era una total
hipocresía de Washington invocar los valores de la libertad y la democracia
mientras tenía relaciones estrechas con los opresores de sus pueblos.
Como consecuencia de ese reclamo, el 11 de septiembre de 2001, mientras
ardían las Torres Gemelas, se firmó en Lima la Carta Democrática de la OEA, un
documento impulsado por Estados Unidos en el que perfilaban todos los rasgos
que debían tener las naciones del continente para ser consideradas, realmente, democráticas.
De cierta manera esos eran los rasgos de la normalidad democrática. Obama,
que cita el documento, acaba de traicionar su esencia. Ha normalizado las
relaciones con Cuba, pero al precio de volver a la nefasta política de la
indiferencia moral en la América Latina. Esa disonancia es una desgracia.
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