17 de diciembre de 2012

LOS FUNERALES DEL COMANDANTE



LOS FUNERALES DEL COMANDANTE 
Y EL PASO DE LAS MARIPOSAS

Patricia Gutiérrez Menoyo

Fueron las 72 horas más cargadas que me haya tocado vivir. Horas marcadas por conexiones misteriosas entre hechos aparentemente distantes o inconexos. Ha sido una aventura del espíritu en la que nunca me sentí como si lo que ocurría le estuviera pasando a otra persona como suele ser en esos casos en que la realidad y no lo  real se mezclan.  

El ataúd de Eloy Gutiérrez Menoyo era de la madera más simple, austeridad que él hubiera celebrado de no ser por la crasa capa de vinilo pintada de negro de su estructura. De cualquier forma, en lo que pensaba cómo podría ser hoy el final de cualquier cubano, sorprendía aquel ataúd que le daba un sentido perfecto a su vida.

La funeraria de Calzada y K (no sé qué nombre tuvo antes del 59; creo que fue Caballero como la de Miami, ciudad en la que me tocó nacer) fue visitada por muchos de sus amigos. Por llegar en la madrugada, pude abrazar a tantos de ellos, que habían realizado la proeza de trasladarse allí desde remotos lugares de la isla. Trasladarse en Cuba es eso: una proeza. Se me confirmaría a la mañana siguiente cuando saldríamos rumbo a Guanabacoa donde está uno de los tres crematorios que existen en todo el país (el del Cementerio de Colón ya no funciona). El viaje a Cuanabacoa fue también una aventura que me recordó la tragicomedia del cine cubano Guantanamera y la anterior, Muerte de un burócrata. 

Incinerar a  Menoyo fue fácil. Su cuerpo pesaba poco y así me lo hizo saber uno de los empleados a la vez que me invitaba a recoger una de las urnas que me incluirían en el precio del funeral. ¡Pero si todas son iguales!, le dije. A lo que me respondió: ¡Sí! Por eso le sigo que escoja la que usted quiera. Papá hubiera disfrutado el humor negro, aun a su costa. Me detuve unos segundos. Bastaron para descubrir que todas no eran iguales. Opté por la de mayor cantidad de vetas verdes, color símbolo de esperanza que a su vez es el de la espiga de la flor nacional, la mariposa, que engalana la letra "M" del logo de Cambio Cubano.

Fuera del crematorio, una estructura de cemento carente de identidad, vi la chimenea que exhalaba el humo de sus cenizas hacia el cielo de Guanabacoa, capital de la santería cubana. A la derecha, una cruz en la fachada del edificio. ¡Sincretismo total! Hice una foto con mi teléfono.

 El cardenal Jaime Ortega Alamino fue de los tantos en enterarse tarde de la muerte de mi padre. Lo supo cuando lo llamé para coordinar la misa de difunto de quien había sido su amigo y me dijo que en la iglesia del Cementerio de Colón al siguiente día nos recibiría el Padre Miguel Pons Velázquez. Él no podía asistir ya que tenía pautadas las misas en celebración de san Judas Tadeo, patrón de los casos difíciles y desesperados. Al día siguiente, muy de mañanita y a pesar de que el carro se "desclochó" a mitad de camino, estábamos en la iglesia del Cementerio de Colón. Allí todos nos abrazábamos. La aparición en la iglesia de la familia Payá y de Yoani Sánchez me conmovió de veras. Con Yoani la sensación fue también algo que se proyectaba dentro de los campos de la energía y que nos hace sentir como si aquella persona con la que nos abrazamos ha estado en nuestras vidas desde siempre o ha sido, al menos, un viejo camarada.

La mañana cerraría con la luz de un sol cubano esplendoroso y con las palabras del Padre Pons, quien por otra inexplicable coincidencia, provenía de la zona del Escambray donde mi padre había dirigido el II Frente en la lucha contra Batista. 

Parte de las cenizas de Menoyo fueron depositadas en el panteón de nuestra familia donde yo dije una palabras. Aunque es un secreto a voces, todavía a esta hora la radio oficial no había emitido ninguna noticia sobre la muerte del viejo comandante de la Revolución.  Periodistas extranjeros daban fe de la noticia para el exterior. Afuera del Camposanto, La habana estaba llena de símbolos celebrando el día del legendario Camilo Cienfuegos. Camilo había sido un buen amigo de mi padre.

Al día siguiente partiríamos hacia la Sierra del Escambray con el resto de las cenizas en una urna por la que habíamos pagado 18 CUC (pero di 20 porque no había cambio). Íbamos en un Citroën verde, Flor, Yosvani, Lydia, Oscar al volante y yo. Dieciocho horas interminables en las que todo lo que puede ocurrir a un automóvil "moderno" ocurrió: 3 ponches y varios descansos en el camino para enfriar el carro.

El Escambray es una selva abigarrada y majestuosa. Es una selva que ha sido atravesada por una carretera cuyos bordes están  silueteados por las montañas. Desde Cartagena, por el camino  atravesamos una hilera de pueblos que ahora cobraban sentido para mí (San Nicolás, Cumanayagua, Manicaragua...) ya que eran parte de las luchas legendarias de Eloy y sus compañeros  (las Dianas, Banao, Charco Azul...). Había leído sus diarios de combate, notas de un libro por terminar, y leer ahora los nombres de estos sitios producía en mí un estremecimiento que me recorría el cuerpo. Una mariposa se posó en mi brazo derecho que descansaba sobre la ventanilla del auto mientras intentaba captar imágenes del recorrido por mi celular que para lo único que me servía en Cuba era para filmar. Con su aleteo jubiloso, pensé que si esa sería la mariposa que papá mencionaba en su Testamento, recordé las palabras que decía y pensé que tenía razón; ¡este pueblo merece algo mejor!

Loma arriba por aquel camino, nos vimos en aprietos varias veces: la empinada cuesta nos obligó a detenernos a un costado y a cubrir los neumáticos de fondo con piedras del camino, el Citroën se calentó lo suficiente para asustarnos, los mosquitos que parecían ser del tamaño de un tomeguín criollo desafiaban todo nuestro cuerpo. En medio de la aventura, algunas risas de consolación y el consuelo de que lo nuestro era poco en comparación con lo que tuvieron que haber pasado los que lucharon en aquellas montañas. 

Al fin llegamos a El Nicho, hoy día un parque eco-turístico, donde nos bajamos a caminar y dimos con algunos turistas alemanes y españoles. No faltó algán instante de surrealismo en la escena.

Respirando profundamente el aire más puro que se pueda concebir, llegamos al "Paso de las Mariposas". Aquí se mezclaba ahora la homónima flor nacional y alguna que otra mariposa como la que se me había posado en el camino. Había olvidado traer flores; tomé varias puchas.

Llegamos a la cascada de El Nicho y pensé que allí podría esparcir sus cenizas. Un guajiro me condujo hasta la cascada de aguas claras y frescas que prisman un arco iris al ser tocadas por la luz del sol que se cuela por las copas de los árboles que la rodean.  Aquí éste es el lugar donde mi padre había pensado hacerse una casa para su retiro. Una fuerza más poderosa que yo me guió entonces a abrir la urna  -de la madera más simple- que apretaba contra mi pecho para evitar que corriera la mima suerte que nuestras ropas empapadas por aquel atomizador popular.

Allí están hoy las cenizas de Eoly Gutiérrez Menoyo. Recorren felices todo El Escambray. Cuando las esparcí con mi mano derecha una sensación de paz se apoderó de todos los que estábamos allí. Parecíamos chicos en una excursión escolar. Era como si el futuro nos hablara con optimismo y nos invitara a cantar alguna canción cubana. Mi padre decía que la solidaridad nunca es en vano. Tampoco lo será su optimismo y el futuro de Cuba. Descansa en paz, papá.

Enviado por Mary Acebo

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