La
ruta del plástico
Yoani Sánchez
A ras de suelo, caído y con un enorme hueco en el
fondo, yace el contenedor de basura de la esquina. Hace apenas unos meses fue
puesto allí, con su abultado cuerpo gris listo para tragarse los desechos. Pero
no resistió: el vandalismo, unido a la pésima calidad de su material, lo
han dejado en un estado casi inservible. Una calle más abajo, otro corrió peor
suerte y desapareció después que lo ubicaran próximo a la estación de Tulipán.
Otros dos, con las ruedas arrancadas y las tapas perdidas, descansan a pocos
metros de la línea del tren. Según un funcionario de la Empresa de Comunales,
en La Habana se han llegado a robar “hasta 50 tanques de basura en un solo
día”. En la noche se le ven repletos –con su mal olor, sus moscas y sus gatos
vagabundos- y a la mañana siguiente ya no están, solo queda el contenido
volcado sobre la calle.
Hay muchas maneras de medir el estado material de
una nación y una de ellas es listando lo que la gente saquea de los espacios
públicos. Recuerdo cuando, a principios de los años noventa, había que
custodiar los bombillos de los pasillos y de los ascensores casi como si fueran
lingotes de oro que pendían del techo. Desvalijar se ha ido convirtiendo en una
forma de protestar; en un gesto que mezcla la depredación y la revancha social
contra un estado que ha sido –durante demasiado tiempo- omni-propietario. Rara
vez les tiembla la mano para el pillaje a quienes crecieron junto a padres que
vivían de desviar recursos en su centro laboral. Más bien se hacen adultos
versados en el hurto exprés, en delitos que tienen tanto de carroña como de
urgencia.
Las ruedas del contenedor de desechos van a parar a
la carretilla con la que se carga el agua en los barrios donde el suministro es
inestable. La estructura de plástico recorre una ruta más larga, es derretida y
convertida en pinzas para tender la ropa, en embudos para trasvasar combustible
o en exprimidores de naranjas. Ante la ausencia de un mercado mayorista donde
comprar materias primas, cualquier objeto en la vía pública puede terminar
transmutado en un producto para ser vendido. No quedan rastros, sólo unas vetas
de color gris que en el cepillo de lavar rememoran al tanque de basura que
había en la otra esquina.
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