26 de diciembre de 2011

LA MALETA DE JOSÉ ANTONIO


La maleta de José Antonio
Al cabo de 75 años, la célebre maleta que conservaba José Antonio Primo de Rivera a su muerte en la cárcel de Alicante, donde lo fusilaron, brinda aún al investigador y al curioso secretos fascinantes de su vida. Deshacemos ahora ante sus ojos esta reliquia histórica, de cuyo interés actual es palpable muestra la tercera edición de «La pasión de José Antonio»  (Plaza y Janés), de quien firma este reportaje.

Entre los papeles desconocidos de José Antonio se halla esta confesión-inconfesable sobre un gran amor frustrado en la vida del líder de la Falange: «A ti, la imposible, por la que mi vida de apariencias vanas arde a fuego lento en la llama heroica, perenne, escondida, purificadora, del renunciamiento. Firmado: Alarico Alfós.

(Esto ya no va en la novela). 
¿A quién alude de ese modo José Antonio, camuflado bajo el nombre del protagonista de su relato inconcluso Alarico Alfós, escrito por él en 1924 para un concurso de novelas cortas del semanario «Blanco y Negro», sobre el que doce años después preparaba ya una segunda parte, a modo de versión definitiva, que pensaba titular «El navegante solitario», pero que tampoco terminó?
La respuesta se halla en el interior de la singular maleta de genuina piel de vaca, de 64 centímetros de largo por 32 de ancho y número de serie 622, que el socialista Indalecio Prieto ocultó en una caja fuerte del Banco Central de México tras el «asesinato legal» del jefe de la Falange; «equipaje», por cierto, que Franco buscó tan incansable como infructuosamente durante su largo régimen.

El destino quiso que, cuando se fusiló a José Antonio, el comandante militar de Alicante, coronel Sicardo, se hiciese cargo de todos los efectos que había en la celda del ejecutado y se los enviase a Prieto, su albacea testamentario, en el interior de la mencionada maleta.

En enero de 1977, recién inaugurada la transición política en España, Miguel Primo de Rivera y Urquijo, sobrino y ahijado de José Antonio, recibió la visita inesperada de Víctor Salazar, miembro destacado del Partido Socialista. Presentado como albacea testamentario de Indalecio Prieto, Salazar entregó a Miguel Primo de Rivera las llaves de la caja fuerte del Banco Central de México, donde se hallaba el preciado tesoro que tantos falangistas y franquistas buscaron sin cesar. 

En una de las cuatro carpetas guardadas en la maleta hallamos ahora la desconcertante declaración de amor de un hombre al que, en un acto de flagrante injusticia, se le incluyó hace escasos años entre los homosexuales más célebres de la Historia.

Junto a los objetos personales del mártir se conserva hoy esa reveladora nota y otras composiciones íntimas del hombre apasionado que nos disponemos igualmente a desvelar; entre aquéllos figura, cómo no, la estilográfica verde oscuro Astoria, del punto 6, con la que probablemente José Antonio redactó su novela inconclusa, así como su testamento ológrafo y las cartas de despedida a familiares y amigos antes de ser conducido hacia el patíbulo. Exhumamos también ahora sus útiles de aseo: una maquinilla de afeitar marca Wardonia, fabricada en Inglaterra por Thomas Ward & Sons Ltd, con sus correspondientes cuchillas y una brocha despeluchada; junto a un peine Hércules-KAMM, fabricado en Nueva York en 1934, y un cepillo de dientes Perborol, modelo Evans.  

Dos boletos de lotería
Todo ello, guardado celosamente junto al mono azul de miliciano que vistió el reo de muerte y que, al cabo de 75 años, conserva aún las manchas de entonces y algún que otro vestigio suyo casi imperceptible; además de un par de calcetines, camisas bordadas con el escudo del marquesado de Estella, ropa interior, un vaso de plomo con una cucharilla, unas gafas de carey hechas añicos con los cristales sin aumentos, probablemente de lectura… e incluso dos boletos de la Lotería –números 01728 y 17115, respectivamente–, que no debieron obtener premio; al contrario que en esa otra pavorosa «lotería de la muerte», para la que sí obtuvo boleto, condenado de antemano.

Finalmente, tres objetos piadosos nos proporcionan ahora la valiosa pista para descifrar sin duda el enigmático romance del líder de la Falange: un librito de oraciones del cristiano; un medallón de la Santa Faz, acuñado con motivo del IV Centenario, en 1889; y un «Detente», especie de escapulario contra el Maligno, en el que se lee: «El Sagrado Corazón está contigo. Detente». Tres objetos que conservaba a su lado un hombre con un sentido trascendente de la vida como José Antonio, consciente de que se le avecinaba la hora de rendir su alma ante el Altísimo.

Nos disponemos, atención, a desenmascarar un adulterio...

El telegrama. 
Permítame el lector que recuerde antes, para comprender mejor el frustrado romance, lo que escribió Pilar Primo de Rivera a propósito de su hermano: «A fuerza de querer exaltar la figura de José Antonio, hemos llegado a hacer de él casi un mito. Y, a mi modo de ver, su mayor importancia radica en que era un hombre como todos los hombres, capaz de debilidades, heroísmos, caídas y arrepentimientos».

Ese «amor imposible» al que alude Alarico Alfós, el trasunto de José Antonio, de acuerdo con la admirable investigación del periodista José Antonio Martín Otín, es el mismo que envía a éste el telegrama conservado también en la maleta y que ahora reproducimos fotográficamente por primera vez. Escrito en francés, dice así: «Je pensé a toi. Love» (Pienso en ti. Amor).


Lo firma «Elizabeth» en París, el 29 de febrero de 1936.  ¿Quién es la enigmática «Elizabeth»? Ni más ni menos que Elizabeth Asquith, hija del primer ministro británico entre 1908 y 1916, el liberal Herbert Asquith, casada con el príncipe y diplomático rumano Antoine Bibesco.
Nacida el 26 de febrero de 1897, la princesa Bibesco, como se la dio en llamar tras su matrimonio con el cuarentón y aristócrata rumano en 1919, había conocido a José Antonio en marzo de 1927 en Madrid, donde Antoine acababa de ser nombrado ministro de Rumanía, tras desempeñar el mismo cargo en las cancillerías de Londres y Washington.

De las efímeras conquistas de esta explosiva mujer –acoso incluido– no se libró ni John Maynard Keynes, el economista más célebre del siglo XX, con quien intercambió también correspondencia.

Elizabeth amó apasionadamente a José Antonio, con quien le encantaba escaparse por la carretera de Alcalá, tan de moda entonces, donde había un merendero o parador instalado en un local contiguo a la Universidad Complutense; decía ella sobre aquel lugar, exagerando un tanto, que era «la plus belle route du monde» (el camino más hermoso del mundo). 

Al gran amor fallecido dedicó precisamente Elizabeth su última novela, titulada de forma elocuente «The Romantic», en 1940:«A José Antonio Primo de Rivera. Te prometí un libro antes de que lo comenzara. Es tuyo ahora que está acabado. Aquellos a los que amamos mueren para nosotros sólo cuando nosotros morimos».

¿Comprende ahora el lector por qué José Antonio, escondido tras la ficticia piel de Alarico Alfós, llamó a Elizabeth «la imposible»?

Una mujer casada como ella no comulgaba con el ideario de un católico practicante como él, que asistía a Misa, confesaba y rezaba el Rosario; máxime, rondándole cada vez más de cerca la muerte.

La duquesa de Luna


Elizabeth no fue así el gran amor de su vida…  ¿Entonces? Pilar Azlor de Aragón y Guillamas, duquesa de Luna, no tuvo rival; con ella pensó José Antonio contraer santo matrimonio durante su largo noviazgo salpicado de altibajos y sinsabores. Pilar Azlor era hija de los duques de Villahermosa, pertenecientes a una de las grandes casas aristocráticas de España, cuyo palacio alberga hoy el Museo Thyssen-Bornemisza.

 Pilar simbolizaba la mujer por la que bebía los vientos el futuro líder de la Falange, pues cuando se conocieron, él aún no había entrado en política y ejercía, con veinticuatro años, la abogacía desde abril de 1925 en su bufete del domicilio familiar. Era rubia y delgada, con esa apariencia frágil de porcelana de Limoges que fuera a romperse si no se la mimaba entre algodones; tenía una sonrisa preciosa y una mirada resplandeciente.

Monárquico recalcitrante, el padre de ella, que culpaba a su vez al padre de él –el general Primo de Rivera– de la caída del rey Alfonso XIII, y que tampoco estaba dispuesto a que su retahíla de títulos nobiliarios heredados por su hija quedasen supeditados a un «simple» marquesado de Estella tras una hipotética boda, se opuso con uñas y dientes a la misma. Y al final lo consiguió.

José Antonio, destrozado por dentro, descubrió al gran amor de su vida en el restaurante del Parador de Gredos la dramática noche del viernes 14 de junio de 1935.

Recién llegado de Badajoz, en cuya Audiencia había defendido a varios camaradas incursos de un delito de homicidio, bajó al restaurante; donde le aguardaban para cenar sus primeros espadas de la Falange: Raimundo Fernández-Cuesta, Julio Ruiz de Alda, Manuel Valdés y Rafael Garcerán, entre otros. Fue entonces cuando reparó en que en un rincón del comedor estaba ella; compartía mesa con Mariano de Urzáiz, conde del Puerto, con quien acababa de casarse en la capilla ducal del Palacio de Villahermosa.
«No he podido pegar ojo en toda la noche», se sinceró José Antonio al día siguiente con Garcerán, tras felicitar a los novios como el gran caballero que era. A Pilar probablemente dedicó luego, roto por dentro, estos desconocidos pensamientos que exhumamos ahora también de la maleta:

«Todo está lleno de tu ausencia y tú no estás. Estoy solo. Tiembla el silencio alrededor como un cristal. Un reloj cuenta los segundos infatigable: tac, tac, tac…» Y hay como un estupor de muerte en su manera de contar:«De ese sillón junto a los libros sobra, a mi lado, la mitad. Como opaca pupila muerta mira el espejo sin mirar». 

José María Zavala
Autor del libro «La pasión de José Antonio» (Plaza&Janés)
Reportaje en larazon.madrid, remitido por Ramón H. Ramos

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