Vicente Echerri
Este domingo se cumplieron 20 años de la renuncia de Mijaíl Gorbachov y del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, ese “imperio del mal” que tan notorio y siniestro papel desempeñó en el siglo XX. Ya toda una generación ha nacido después y gran parte de ella, estoy seguro, no tiene ni la menor idea de lo que fue esa entidad que suplantó al imperio ruso en 1917 y que duró más de 70 años como una criminal utopía.
Han de quedar aún comunistas –locuras y aberraciones nunca faltan– que recuerden con nostalgia a la difunta Unión Soviética con sus intimidantes desfiles militares, su mar de banderas rojas, sus jubilosas unanimidades y su fe inquebrantable en el triunfo de la vanguardia del proletariado universal encarnado en los corruptos apparatchiks.
¡Pobres rojos, todavía deben de estar fabricando teorías para justificar el catastrófico fracaso! Se creyeron el cuento de que serían los enterradores del capitalismo, y éste fue quien les echó tierra junto con sus medallas; y a Moscú volvieron –de la mano obsequiosa de los primeros cuadros de esa absurda entidad que siempre fue el partido– los banqueros y los agiotistas para restaurar las funciones del mercado y extender, inevitablemente, la corrupción.
Por mi parte puedo decir que nunca antes ni después he tenido un Día de Navidad más feliz que aquel de hace veinte años cuando vi arriar en el Kremlin la odiosa bandera de la hoz y el martillo para que en su lugar tremolaran de nuevo los colores de Rusia. Un grupo de funcionarios desmontaba sin violencia el cruento y costoso experimento y la URSS se disolvía como una pesadilla frente a las polícromas cebollas de San Basilio el Magno.
Desgraciadamente, el desplome del imperio totalitario no habría de significar la implantación de una verdadera democracia, como sí sucedió en casi todos los otros países de Europa oriental. La torpe administración de Boris Yeltsin y la no menos torpe actitud de Occidente contribuyeron a robustecer el autoritarismo endémico y subyacente en Rusia, energizado por la xenofobia. Las nuevas autoridades rusas empezaron a mirar con desconfianza el ejercicio democrático y se apresuraron a ponerle trampas y cortapisas.
Un despotismo de nuevo cuño, que explotaba las fobias ancestrales, emergió al amparo de las libertades recuperadas, y la historia de horror del régimen soviético no quedó lo bastante demonizada ni la momia de su arquitecto fundador –el monstruo de Lenin– fue lanzada, como era de esperar, al basurero de la historia (veinte años después sigue en su mausoleo).
Para curarse de ese oscuro pasado, los rusos tendrían que empezar por renunciar a él, del mismo modo que los alemanes renunciaron al nazismo y han hecho punible cualquier intento de dignificar o justificar el régimen de Hitler. No hay ningún mérito en la dictadura marxista-leninista, ninguna cualidad que la redima, por mucho que lo intenten sus incurables apologistas. No fue más que un ensayo fallido de ingeniería social que se quiso imponer con el sacrificio de millones de vidas. De ahí que el único juicio sabio –a mi ver– sea la execración definitiva de sus símbolos y de su trayectoria, así como la incriminación de sus defensores.
La democracia rusa que naciera hace veinte años no supo exorcizar completamente los falsos dioses de su pasado reciente ni hacer un completo mea culpa por la existencia atroz del comunismo, incluso como mera especulación o aspiración retórica. Eso le falta, e incompleta estará mientras no acometa esa tarea pendiente con firmeza y con celo.
Entre tanto, y pese a las taras que aún lastran y frenan el progreso democrático de Rusia, es de celebrar este vigésimo aniversario del fin de la pavorosa tiranía que se propuso esclavizar a la humanidad con el pretexto de salvarla.
© Echerri 2011
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