Muerto Ben Laden, ¿ahora, qué?
-Por José Antonio Sentís
Después de dos décadas de persecución, intensificada hasta la obsesión
durante los diez años que han seguido al ataque contra las Torres Gemelas,
Estados Unidos ha encontrado y ejecutado a Osama Ben Laden. Era una cuenta que
tenía que saldar, imprescindible para su moral de combate y su vocación de
liderazgo, pero tardía y mucho más relevante en lo simbólico que en lo
operativo. Porque Ben Laden se había transformado en espectro, mientras la
realidad de su obra criminal ya caminaba sola para desgracia del vapuleado
mundo que el mayor terrorista de la Historia contribuyó dramáticamente a
cambiar.
Ahora, esa Al Quaeda que inventó Ben Laden es una amalgama desordenada y
confusa, ramificada y localista, basada más que en la victoria organizada por
una cadena de mando, en una idea genérica de infligir daño al adversario en
todo momento y oportunidad. Mucho más dirigida a causar el desistimiento, la
rendición moral, la erosión de los valores que a otro tipo de cambio inmediato
en lo político.
Esa guerra terrorista ha logrado bastante de lo que quería. Hoy, la parte
más próspera del mundo, y alguna parte también de la emergente, vive bajo el
síndrome de la seguridad. Y hace tiempo que dejó a un lado la defensa de la
libertad. Ese mundo asustado se ha hecho también vengativo, racialmente
desconfiado. El terrorismo ha llenado de excepciones las legislaciones
democráticas y de él han emanado conflictos interminables, guerras preventivas
y confusión entre la justicia y la venganza.
Pero ese mismo modelo ideado por la Yihad de Ben Laden, esa difusa hidra
pensada para doblegar al enemigo haciéndole presa de sus propios temores, se ha
demostrado también impotente para avanzar en su objetivo de expansión
islamista. Porque podía corromper a Occidente a través de su propia angustia,
pero no podía sustituirlo, al tener como única alternativa la dictadura moral
del caos.
Ben Laden creyó, como los antiguos marxistas, que Occidente, ese modelo
corrupto y acobardado, se disolvería preso de sus propias contradicciones. Que
el principio de acción reacción haría que cada actuación occidental en
represalia por el terrorismo ampliaría la base moral y social de los
terroristas.
Sin embargo, Ben Laden no contó con el factor político. La expansión de su
base ideológica y religiosa necesitaba un territorio para desenvolverse. Más
aún, un marco que debía tener capacidad de expansión. La vanguardia radicada en
Afganistán tenía que tener reflejo en todos los países de la zona, desde
Pakistán hasta Irán, desde Irak a Siria, hasta extenderse como la lava de los
volcanes por todo Oriente Medio, con la vista en el norte de África por un
lado, a Indonesia por el otro.
Para ello hacía falta que el Occidente capitaneado por Estados Unidos se
replegara aterrorizado en la protección de sus espacios interiores y se
recluyera en sus fronteras. Pero era desconocer al enemigo, y nada de esto
sucedió. Estados Unidos empezó una guerra ofensiva e implacable. Una guerra que
no buscaba, porque no podía encontrar, a sus enemigos terroristas diseminados
por el mundo. Pero sí podía quitarles el espacio geográfico y político que los
hiciera realmente peligrosos, más allá de los daños personales que pudieran
causar los atentados diseminados por el mundo.
Ésas fueron las guerras de Afganistán e Irak. Dos estacas plantadas en el
corazón de un territorio que podía haberse constituido en el núcleo de una
potencia, ésas sí, capaz de causar una conflagración mundial. Y no sólo entre
Occidente y los países que avanzaban a marchas forzadas hacia el islamismo
radical, sino con otros actores mundiales que no hubieran dejado pasar la
oportunidad de impulsar ese combate para alimentar su propia vocación de
hegemonía. Y sólo hay que recordar en este sentido, las reticentes actuaciones
de China y Rusia ante la Guerra de Irak, sin contar la propia división
occidental (Francia).
Tan importante era lograr ese entorno territorial político para los
islamistas de Ben Laden, que atacaron a la retaguardia occidental (Madrid,
Londres) para provocar retiradas del bloque aliado con Estados Unidos de las
guerras del medio oriente. Con algunos, como España, lo lograron en el caso de
Irak, aunque cuando el Gobierno entendió que el pacifismo ya había dejado de
ser electoralmente necesario, reafirmara la presencia en la zona, aunque en
Afganistán.
Con las tropas occidentales en la propia "casa" de Ben Laden, las
veleidades de otros países proclives a la expansión islamista quedó
profundamente bloqueda. Porque no es lo mismo actuar contra Irak desde la base
americana de Norfolk que tener seiscientos aviones de combate en la frontera
iraní, por poner un ejemplo.
Si a eso añadimos que las promesas paradisíacas del islamismo empezaron a
confundirse en guerras civiles interiores en la zona, y que ninguna sociedad se
contenta con comer del aire, ni soporta eternamente injusticias sociales ni aún
en nombre de los más elevados principios ideológicos o religiosos, no sólo el
islamismo como concepto político no pudo expandirse, sino que empezó
paulatinamente a retroceder con revueltas democráticas, aunque confusas y primarias.
Ben Laden había fracasado mucho antes de morir, porque calculó mal la
cobardía del enemigo, Estados Unidos, que en esta ocasión aprendió de la
lección de Vietnam. Seguramente, hubiera tenido más éxito si su adversario
hubiera sido Europa.
¿Quiere decir esto que el combate está acabado? Para nada, porque el
fanatismo está extendido ya por el mundo, aunque la racionalidad tuviera que
llevar a la conclusión de que es una guerra, la del terrorismo, que no debería
darse pues no puede engendrar la victoria. Un análisis que los terroristas
nunca pueden aceptar, como demuestra el caso español con Eta, que sabiendo que
jamás podrá ganar, sigue pertinaz en su lucha suicida y asesina.
Para algunos islamistas, Ben Laden es una oportunidad de martirologio, que
puede animar a nuevas ofensivas terroristas. Pero éstas serán tan estériles
como las anteriores, si no quiebran la moral de los agredidos. Una moral, por
cierto, que este lunes de mayo recibió un espaldarazo con la ejecución
implacable de Ben Laden, un acto de guerra que devuelve punto por punto la
estrategia del dirigente de Al Quaeda: minar la confianza del enemigo y de sus
aliados o potenciales imitadores para demostrarles que no tienen capacidad de
victoria.
José Antonio Sentís
JOSÉ ANTONIO SENTÍS es director general de
EL IMPARCIAL, Madrid.
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