17 de abril de 2011

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La sangrienta batalla 
de Bahía de Cochinos

Juan O. Tamayo
El Nuevo Herald

El jefe de la invasión de Bahía de Cochinos, José Pérez San Román, se arrodilló y besó la arena con alegría cuando desembarcó en Playa Girón, en la costa sur de Cuba. Dos días después, sus 1,500 hombres habían sido derrotados.

“Estamos combatiendo en la playa y no tenemos munición. Por favor, envíen ayuda”, pidió San Román por radio a sus asesores de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). En su última transmisión, dijo: “No tengo con qué combatir. Nos vamos al monte”.

El intento más directo y potente de Estados Unidos por derrocar a Fidel Castro comenzó en medio del optimismo hace 50 años un 17 de abril. Y terminó en un oprobioso desastre dos días después.

Julio González Rebull, entonces de 24 años y ahora publicista semiretirado de Miami, tiene una explicación muy clara sobre los motivos que le arrancaron la victoria de las manos a los brigadistas.

“La brigada no se rindió, se quedó sin munición”, dijo en una de las entrevistas que The Miami Herald y El Nuevo Herald hicieron a varios veteranos de la brigada para esta nota. “Estados Unidos nos entrenó y después nos abandonó”.

El presidente John F. Kennedy y la CIA quedaron marcados para siempre por este revés histórico. Castro se convirtió en el David del Caribe que derrotó al Goliat del norte. Su control sobre las riendas del poder aumentó significativamente. Dieciocho meses después, la Crisis de los Misiles colocó al mundo al borde de la guerra nuclear.

Castro calificó de mercenarios a los miembros de la fuerza invasora de la Brigada 2506 y exigió un rescate por su liberación: $500,000 por San Román y cada uno de los otros dos líderes de la invasión, y $25,000 por cada soldado.

Pero los sobrevivientes de la Brigada recuerdan hoy los tres días de combate y los 20 meses que pasaron en las terribles prisiones de Castro como un momento histórico para ellos y luminoso para la lucha por la democracia en Cuba.

Cinco hombres rana y un oficial de la CIA, Grayston Lynch, fueron los primeros en desembarcar horas antes del amanecer el 17 de abril de 1961. Su misión era colocar luces en la playa para guiar al resto de la fuerza de asalto anfibio.

Unos 1,300 combatientes exiliados debían desembarcar y establecer una cabeza de playa de 40 millas de ancho en la orilla este de Bahía de Cochinos, desde Playa Larga en el norte hasta Playa Girón en el centro y Caleta Verde en el sur. Durante las primeras horas la invasión pareció marchar bien. “Repelimos tres ataques durante el día, entre ellos uno por la tarde por parte de más de 1,000 milicianos y soldados”, escribió Erneido Oliva, jefe de las operaciones en Playa Larga y segundo jefe militar de la brigada.

Paracaidistas de la brigada capturaron dos vías clave para la invasión, estrechos terraplenes construidos sobre la mayor zona pantanosa en el Caribe, la Ciénaga de Zapata. Su infantería tomó una pista necesaria para recibir suministros. Por esta pista también llegaría un gobierno “civil” que solicitaría reconocimiento internacional.

Seis bombarderos B-26 de la brigada lanzaron bombas de 250 libras sobre el primer y último vehículo de un convoy de policías y milicianos en un terraplén, y ametrallaron al resto con sus ocho ametralladoras calibre .50 emplazadas en sus narices. Cuba reportó después 1,800 muertos y heridos sólo en ese combate.

“Esos 15 o 20 minutos me parecieron una hora. Para los que estaban en tierra, debió parecer una eternidad”, recordó Gustavo Villoldo, quien estuvo en uno de los B-26.

En otro sangriento combate, los brigadistas mantuvieron por tres días el control de la carretera de San Blas, bajo fuego casi constante de la artillería pesada de Castro y olas de ataques de infantería y tanques soviéticos T-34.

Mario Martínez-Malo, miembro de una escuadra de morteros, recordó que en un momento el número de milicianos y civiles capturados en una zona era el doble de los invasores. En el tercer día de hostilidades, Martínez-Malo disparó 405 morteros contra la columna de milicianos en la carretera, dijo, sin tiempo para alejarse y taparse los oídos. “Al final estaba sordo”, relató.

La brigada perdió 67 hombres en combate y Cuba reconoció posteriormente haber sufrido 1,250 muertos y casi 3,000 heridos. “Luchamos con el amor a nuestro país en el corazón. Y al principio estábamos ganando”, dijo Santiago Jont, entonces un pescador pinareño de 23 años convertido en soldado.

También combatieron con la convicción de que el poderoso gobierno estadounidense los había entrenado y armado, y vendría a rescatarlos si tenían problemas. Por esa razón estaban el portaaviones USS Essex y media decena de destructores en el y media decena de destructores en el horizonte.

González recuerda que otro brigadista le dijo: “Nosotros estamos con John Wayne, y John Wayne nunca perdió una pelea”. Pero para el anochecer del 17 de abril la invasión estaba condenada al fracaso.

Castro había movilizado rápidamente entre 40,000 y 60,000 hombres para un contraataque, en su mayoría policías y milicianos con poco entrenamiento pero más que suficiente munición, así como 20 cañones pesados y 40 tanques soviéticos que descargaron más de 2,000 proyectiles durante los tres días de combate.

Castro sólo tenía un puñado de aviones: dos jets T-33 de entrenamiento, un par de aviones de combate de hélice Sea Fury y bombarderos B-26. Pero fueron suficientes para tomar el control del aire sobre Bahía de Cochinos y sellar la suerte de la fuerza de asalto.

Mientras los aviones de Castro sólo necesitaban 20 o 30 minutos de vuelo para llegar a las playas, los pilotos de la brigada tenían que volar siete horas de ida y vuelta desde su base en Nicaragua, con el combustible suficiente para sólo 20-40 minutos de vuelo sobre la zona de combate.

A pesar de los obstáculos, la brigada realizó 36 misiones aéreas, perdió 10 pilotos y la mitad de sus B-26. Con las ametralladoras traseras desmontadas para poder cargar más combustible, fueron una presa fácil de los ataques por la retaguardia. Cuatro pilotos estadounidenses de B-26, contratados por la CIA, perecieron en la operación.

Los aviones cubanos hundieron rápidamente el Río Escondido, que llevaba combustible y munición para 10 días de operaciones, y dañaron el Houston, que cargaba armas, munición y combustible para otros 5,000 hombres.

Ya hundido, el Río Grande seguía ofreciendo un espectáculo de luces. “El barco estaba hundido, pero seguía disparando cohetes desde el agua”, dijo Esteban Bovo, un piloto de la brigada que lo sobrevoló. 

 El capitán Luis Morse encalló el Houston mientras todavía estaban a bordo unidades del segundo y quinto batallón de infantería, cuyos elementos tuvieron que desembarcar agarrados de sogas amarradas a tierra, bajo el fuego de ametralladoras de los aviones cubanos. Un hijo de Morse estaba entre los brigadistas.

Otros dos barcos, el Atlántico y el Caribe, que transportaban más suministros y hombres, incluido el equipo médico, recibieron la orden de abandonar la zona de combate el 17 de abril para evitar los ataques aéreos y regresar por la noche.

Eduardo Zayas-Bazán, del equipo de hombres rana, recordó que los dos barcos con tripulaciones civiles “se fueron y nunca regresaron”. Otro barco de suministro, el Oratawa, no llegó a la zona hasta varios días después.

Tres de los cinco tanques ligeros M-41 de la brigada estaban dañados y hubo que usarlos como piezas de artillería. Los artilleros del Houston cañonearon una de sus propias barcazas de desembarco en el caos del combate.

El 18 de abril, algunos de los tripulantes de los B-26 de la brigada se negaron a volar desde Nicaragua alegando que estaban cansados. Uno de ellos saltó de la cabina en el momento en que el avión estaba a punto de despegar.

Una fuerza de 168 brigadistas a bordo del barco Santana debía desembarcar entre Santiago de Cuba y Guantánamo en una operación de distracción. Pero no encontró la playa asignada la primera noche. Para la segunda noche la zona estaba llena de soldados de Castro.

Algunas unidades de la brigada comenzaron a replegarse el 18 de abril, mientras los milicianos de Castro dejaban los terraplenes y se acercaban a través de la ciénaga. “Salían de los pantanos como si fueran hormigas”, dijo Martínez-Malo. La noche del 18 y la mañana del 19 se impuso el caos en las cabezas de playa cuando se agotaron las municiones, recordaron veteranos de la brigada.

San Román dio la orden de destruir todo el equipo de comunicación y dispersarse por los pantanos. “Nunca abandonaremos a nuestro país”, declaró, unas palabras que los brigadistas repiten hoy como un lema.

El gobierno de Castro anunció la derrota oficialmente la tarde del 19 de abril: “El ejército mercenario invasor, que ocupó territorio cubano por menos de 72 horas, ha sido completamente aplastado. La revolución ha triunfado”.

Al final, fueron capturados 1,174 elementos de la Brigada 2506. Sesenta y nueve murieron en combate. Nueve se asfixiaron cuando los encerraron en una rastra para un viaje de unas 10 horas a La Habana; 10 fueron fusilados por supuestos delitos no no vinculados con la invasión; y otros 10 murieron de hambre cuando escaparon en una embarcación de vela que estuvo perdida dos semanas en el mar.

Pero algunos brigadistas lograron evadir la captura varios días, incluso semanas. Arturo Cobo estuvo escondido en una cueva hasta el 22 de mayo. Eli César y cinco más se ocultaron en la ciénaga infestada de mosquitos y cocodrilos con el agua por la cintura. Martínez-Malo dijo que prepararon una sopa de lagarto. A balazos, le abrieron huecos a una concretera para conseguir agua.

Juan Clark, veterano profesor del Miami Dade College, recordó que su grupo, con un hambre atroz después de varios días en los pantanos, estranguló un cochinillo para para evitar que hiciera ruido. Uno de ellos comentó: “¡Perdóname, Dios mío! ¡Mira lo que Fidel Castro me ha hecho hacer!”. Bebieron la sangre del animal mezclada con mermelada de guayaba, entonces lo hirvieron y se comieron la carne.

Unos 20 brigadistas lograron salir de la ciénaga y refugiarse en embajadas en La Habana o en la Base Naval de Guantánamo. Hubo uno que llegó hasta el Hotel Internacional, el mejor de Varadero en ese momento, donde encontró una embarcación que lo trajo a Miami.

Como la mayoría de los soldados en cualquier guerra, los miembros de la Brigada 2506 no conocían ningún detalle del plan general de la invasión. Pero desde 1961 el fracaso de Bahía de Cochinos se ha explicado en miles de libros, artículos y conferencias.

El presidente Dwight Eisenhower aprobó en 1960 la invasión de una fuerza de 1,500 hombres, llamada Brigada 2506 por el número de identificación de su primera baja, Carlos Rodríguez Santana, quien pereció en un accidente mientras se entrenaba en Guatemala. Otros centros de entrenamientos estaban en Florida, Panamá, Puerto Rico y Louisiana.

Kennedy aprobó inicialmente el plan de invasión tras asumir la presidencia el 20 de enero de 1961. Después lo fue cambiando poco a poco hasta garantizar el desastre. Primero vetó el plan para desembarcar cerca de Trinidad, alegando que haría mucho “ruido” político. Los planificadores de la CIA cambiaron la zona de desembarco a Bahía de Cochinos, ciertamente con menos ruido geográfico pero sin líneas fáciles de retirada si la invasión enfrentaba problemas.

Entonces Kennedy insistió en un peligroso desembarco de noche y redujo los planes de bombardeo de aeropuertos cubanos, que tenían por fin eliminar la Fuerza Aérea de Castro y dar a los invasores el control aéreo de la zona de operaciones. Inicialmente, el plan contemplaba 38 ataques, que fueron reducidos a 22, después a 16 y finalmente a ocho.

El piloto de uno de los T-33 cubanos, Rafael del Pino, escribió posteriormente que, de haberse realizado todos los ataques planeados, “probablemente” hubieran sido “barridos”. Robert Gray, secretario de Eisenhower y ahora un hombre de 89 años que vive en Miami Beach, dijo que Kennedy no debió haber cambiado los planes. “Como Eisenhower era general de cinco estrellas, él hubiera reconocido un mal plan militar”, dijo Gray.

La información de inteligencia de la CIA también probó ser un desastre. Manchas de “nubes” o “algas” flotantes en las fotos de reconocimientos resultaron ser arrecifes coralinos que destrozaron el fondo de algunas de las barcazas de desembarco, que eran de aluminio. Esto provocó demoras, en algunos casos hasta el amanecer, cuando los aviones de Castro podían detectar y ametrallar a los brigadistas.

En comparación, la información de inteligencia de Castro era excelente. Uno de sus espías se había infiltrado en la brigada y diplomáticos soviéticos en México informaron a Moscú a principios de abril que la invasión ocurriría el 17 de abril.

Las fuerzas anticastristas clandestinas, que debían iniciar un levantamiento en coordinación con el desembarco —seis barcos llevaban suficiente armamento y munición para que 25,000 hombres combatieran por lo menos 30 días— nunca recibió la alerta del desembarco por temor a que agentes de Castro hubieran penetrado los grupos de oposición.

Las fuerzas de seguridad de Castro arrestaron a más de 100,000 sospechosos de apoyar a la oposición y los mantuvieron en campos deportivos, cines y escuelas bajo la amenaza constante del paredón de fusilamiento. Castro dijo posteriormente que 29 miembros de la oposición clandestina fueron ejecutados por esos días.

Algunos historiadores de Bahía de Cochinos afirman que Kennedy vaciló debido a su juventud y falta de experiencia. Otros sostienen que el desembarco no podía haberse demorado o cancelado porque los brigadistas estaban impacientes y unos 100 pilotos cubanos enviados a entrenarse con cazas MiG en Checoslovaquia estaban a punto de regresar a la isla. Otros creen que Kennedy tenía la esperanza de que un plan de la CIA para asesinar a Castro triunfara antes de la invasión y creara el caos en la isla.

Cualquiera que haya sido la razón, Jack Hawkins, el coronel de la Infantería de Marina que dirigió el personal paramilitar de la CIA en la invasión, calificó las decisiones de Kennedy de “una traición vergonzosa a los combatientes cubanos”.

Castro dijo que los prisioneros eran hijos de la oligarquía, oficiales de la policía y las fuerzas armadas que habían apoyado al dictador Fulgencio Batista y mercenarios contratados por la mafia norteamericana para retomar el control de los casinos de La Habana.

De hecho, eran una muestra amplia del pueblo cubano, unidos por la convicción de que Castro había roto su promesa de democracia y había colocado a Cuba en el camino de una dictadura comunista.

Un estudio indicó que 173 brigadistas eran de clase alta y 361 de clase trabajadora, entre ellos 11 albañiles, cuatro barberos y un lechero. La mayoría tenía entre 17 y 40 años; el más joven con 15 años y el mayor con 61. Unos 240 eran estudiantes y 135 habían servido en las fuerzas armadas de Batista o Castro. Había 13 miembros de la familia Fuentes y por lo menos cuatro capellanes, todos ciudadanos españoles.

Todos los prisioneros, vistiendo camisetas blancas y sentados en el patio de la prisión del Castillo del Príncipe, una fortaleza de la era colonial en La Habana, fueron hallados culpables de traición en un juicio televisado en abril de 1962, cargo que implicaba la pena de muerte. Pero ninguno de los brigadistas se arrepintió en público ni criticó al gobierno de Estados Unidos. Clark recuerda que Castro visitó a algunos de los prisioneros después del juicio y les dijo: “Tengo buenas noticias, muchachos. No van a fusilar a nadie”.

En su lugar, fueron sentenciados a 30 años de trabajos forzados, a menos que pagaran una “indemnización”: $500,000 por San Román y otros dos altos líderes; $100,000 por otros 228 prisioneros importantes y de $50,000 a $25,000 por cada uno del resto.

Dirigido por Berta Barreto, una cubana cuyo hijo fue prisionero, y el abogado John Donovan, que participó en el juicio a los criminales de guerra nazis en Nuremberg, se formó el Comité de Familias Cubanas para impulsar el esfuerzo de liberación de los presos.

Castro también liberó a unos 60 heridos a partir del 14 de abril de 1962 a fin de ayudaran en la campaña para recaudar los $53 millones, que debían venir de donaciones privadas y no del gobierno estadounidense.

El resto de los brigadistas fue enviado a notorias prisiones. Los 231 más importantes acabaron en Isla de Pinos; el resto en las celdas subterráneas, conocidas como leoneras, del Castillo del Príncipe.

Veteranos de la brigada como Juan Evelio Pou recuerdan que los guardias con frecuencia hacían cumplir las órdenes a punta de bayoneta. “Nos trataron muy mal, pero nunca lograron vencernos”, dijo Pou.

Había una letrina para cada 100 prisioneros. En una ocasión fue necesario llamar a un camión de bomberos para que limpiara el lugar con agua a presión. Muchas veces les prohibían hablar entre ellos, pero se comunicaban por la “telenaranja”, mensajes que colocaban dentro de naranjas y las lanzaban de una celda a otra. Un brote de hepatitis mató a tres prisioneros.

Jont, el pescador, dijo que lo trataron especialmente mal porque es negro, y Castro había prometido eliminar el racismo. “La pasé mal. Los milicianos me miraban con odio, especialmente los milicianos negros”, dijo. Algunos de los guardias también le hacían el gesto de que lo iban a degollar.

En el caso más cruel, los guardias dinamitaron ambas prisiones durante la Crisis de los Misiles en octubre de ese año, listos para volar a todos los brigadistas capturados si Estados Unidos atacaba la isla.

Los veteranos de la brigada tienen pésimos recuerdos de la comida de la prisión. Algunas veces espaguetis para el desayuno y la cena. Otras veces un guiso misterioso que los guardias sacaban de un tanque de 55 galones y que los prisioneros jocosamente llamaban Patria o Muerte, el lema favorito de Castro.

Pou dijo que pesaba 200 libras cuando fue capturado, pero sólo 134 cuando al momento de su liberación. Martínez-Malo comentó que estaba tan delgado cuando lo liberaron que su padre no lo reconoció.

Cinco de los brigadistas que desembarcaron fueron ejecutados y a otros nueve los mantuvieron en la cárcel por supuestos delitos cometidos antes de la invasión. Los últimos dos fueron liberados en 1986, 25 años después de los hechos.

El resto fue liberado entre el 22 y el 24 de diciembre de 1962. Los trasladaron por avión a la Base de la Fuerza Aérea en Homestead antes de reunirse con sus familiares en Dinner Key, en Miami

“Poco a poco fuimos descubriendo la verdad’’ de las razones del fracaso espectacular de la invasión, dijo Clark. Durante el resto de su vida, San Román sufrió de prolongados ataques de depresión, hasta que finalmente se suicidó en un parque de casas móviles de Hialeah en 1989. Un amigo le dijo a un reportero en ese momento: “El murió el 19 de abril de 1961. Nunca se sobrepuso a esa pérdida”.

La reportera de The Miami Herald Luisa Yanez contribuyó a este artículo.

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