27 de agosto de 2009

«Influyentes e importantes»

una Estampa Cubana
de Emilio A. Cosío


En los Estados Unidos tienen una sigla, V.I.P., que quiere decir que una persona es muy importante. Los cubanos nunca hemos tenido nada semejante. Porque todos somos importantes. E influyentes, Y el que no lo es, se lo cree.

Eso da lugar a la más ridícula de las preguntas, frecuentemente en el decir popular cubano, que escuchamos en medio de una discusión acalorada entre cubanos cuando uno le dice al otro: ¿Tú sabes quién soy yo? Seguido de aquello de «Tú no sabes con quién te estás metiendo». Ambas, amenazantes expresiones con las que trata de impresionar a alguien dejando entrever lo violento que es él. O la influencia que posee. Aunque todo sea pura imaginación. Porque el que alardea de eso lo más probable es que no sea importante. Ni tiene amigos importantes. Ni se come a nadie crudo. Y no es más que un don nadie. Que presume de todo porque carece de todo. Y alardea de guapo porque no lo es. Como uno que conocí en una casa de huéspedes. Que por el gesto y como hablaba teníamos por un individuo con el que nadie podía equivocarse. Pues bien, nos equivocamos todos. Porque le saió un ratón. Y le tiró un radio. Fue tal el estrépito que todos los huéspedes corrimos a su habitación en la planta alta. Y encontramos al «guapo» parado en la cama. Gritando que había un ratón con rabia en el cuarto. Y es que no era más que un típico alardoso bocón cubano. De esos que de niño amenazaba con echarnos al hermano. Para meter miedo. Y si el otro era un flojo, lo lograba. Y ganaba la bronca sin fajarse. En ese aspecto los cubanos somos pioneros de la guerra psicológica. Y el amenazado se iba con el rabo entre las patas. Sin saber que hubiera podido poner al guapo en su lugar con el mejor invento cubano de todos los siglos. Hoy en día en desuso. Pero, no obstante, el arma más desmoralizadora que puede esgrimirse contra alguien. Con una acción paralizante más fuerte que una pistola eléctrica. Que convierte en ridícula la situación más seria. Y provoca la risotada del más circunspecto: una trompetilla. ¡Imagínense la sorpresa del bravucón a quien por respuesta le suenan una trompetilla!

La trompetilla sólo encuentra su rival en la lengua. Dos varas de lengua apuntando al grosero del dedo en el tráfico tiene un poder ridiculizador devastador. Que lo sorprende y desmoraliza. Es un verdadero fogonazo sin plomo. Y su efectividad máxima es cuando se la sacamos en el instante en que el tipo aminora la velocidad para mirarnos con cara de malo. Contra ese gesto de burla y desafío queda impotente. Y sin saber cómo reaccionar. Y de nada le sirve el dedo. Eso sí, hay que sacarla con precaución. Porque si chocamos con el de alante, o nos dan por atrás. Nos la tragamos. Pero a pesar del riesgo, vale la pena. Despues de todo, en todo hay riesgos. Los hombres que practican el nudismo marino corren el terrible riesgo de que un pez hambriento confunda la carnada. Y sin embargo lo hacen.

Decíamos en Cuba que «el que tenía padrinos se bautizaba». Y es que «aunque en todas partes cuecen habas», en Cuba la influencia era el ábrete sésamo de todas las puertas. Todas nuestras aspiraciones incluían a alguien que las «empujara». Un padrino que influenciara a alguien para que se nos diera el asunto. Lo mismo para una plaza de maestro para Pepito que para meter a Hermelindo en Mazorra. Y si no teníamos quien empujara, Pepito se moría de viejo aspirando y Hermelindo seguía escapándose de la casa a cada rato.

En Cuba había influyentes a todos los niveles. El más notorio de los cubanos influyentes al nivel político popular era el sargento político. Que no se postulaba para nada. Pero caía parado siempre. No importa quien ganara. Porque le hacía servicios y favores a todos. Y el día de las elecciones los llevaba a votar. Y había que contar con él. Si alguien encarnaba fielmente al Liborio cubano era el sargento político. Con su guayabera y su tabaco. Pero más que nada por su conocimiento de la idiosincracia del cubano. Cuyos problemas conocía y resolvía. Era el brazo derecho del aspirante. Que sin su ayuda se quedaba en eso, en aspirante.

El cubano influyente jamás dice que no puede resolver tu problema. No importa de qué se trate. Siempre te dice que no hay problema. Porque está convencido que él puede llegar a quien sea. Porque conoce a alguien que es muy influyente y es amigo de él. Y no lo ha ocupado nunca. Y lo conoce desde cuando era un habitante. Por eso mismo, si el amigo lo ve venir, probablemente se esconda.

En Cuba el más popular de los cubanos influyentes era el cachanchán. Un personaje popular en toda Cuba. En mi pueblo había varios, pero el más conocido era Chicho. Un verdadero resuélvelo todo. Útil casi siempre. Majadero a veces. Buscavida mañoso. No bacilaba ante nada. El aplomo que le daba su atrevimiento le daba resultado allí donde fracasaban los más preparados. Y es que en el fondo creía, de verdad, que él era importante.

Porque no había cachanchán que no tuviera un primo policía o que no supiera quién era quien le «llegaba» al juez. Desde luego el juez no sabía nada. A veces. Porque todo era con mucha discreción. Y lo mismo te quitaba una multa de tráfico. O daba a entender que él tenía cómo hablarle al juez para que no te llevara recio. Y, por supuesto, te tenías que poner con un regalito para el juez. Que tampoco sabía nada. Y siempre quedaba bien. Porque cuando salías trasquilado te decía que si no hubiera sido por el palancazo que te dio hubieras salido peor. Pero eso lo arreglaba él en la apelación. Y te convencía. Y si la perdías fue porque te pusiste fatal. Y te cambiaron el juez a última hora.

Chicho se consideraba intocable. No como los indios de la India. Que no hay quien se les acerque. No por intocables sino por la peste que tienen los mamelucos y turbantes que se ponen. Se creía importante, por la influencia que creía tener. Y es que no hacía falta mucho para que nos sintiéramos influyentes. Bastaba con una chapita cualquiera. Aunque fuese del más humilde de los oficios. O un uniforme. Aunque fuese de tarugo de circo. Y nos hacíamos una foto con el uniforme entorchado, parecidísimos al mismísimo Weyler.

Había que ver la cara de misteriosa autoridad que ponía un cubano cuando sacaba su billetera llena de notas con una chapa cualquiera. Que abría y cerraba rápidamente con gesto de importancia para entrar de gratis al cine. Mientras observaba de reojo a los demás presentes para ver la impresión que había causado.

La aspiración suprema de Chicho era un permiso para portar armas. Que al fin consiguió. Y había que ver el caminar orondo que adquirió. Llevándola de modo que todos lo notaran. Y empezamos a cuidarnos de Chicho. Que ya no sólo era importante. Ahora también era peligroso. Como cuando jugábamos a los policías y bandoleros. Y éramos unos gatillos alegres. Porque no se hablaba entonces de derechos humanos. Y nos matábamos a primera vista. Porque estábamos imitando la vida real. En la que a veces se capturaba vivo al bandolero. Y lo entregaban muerto. Es que había intentado fugarse. Y se le aplicaba la ley de fuga.

Hoy en día el revólver sirve para celebrar el año nuevo. Si no nos cogen. ¿Y el plomo? ¡Alicante, alicante, al que le caiga que lo aguante! Y también sirve para armar a los delincuentes. Que nos lo roban del guantero. Y para reclamarle dos al seguro. Uno con nuestro recibo y el otro falso a nombre de nuestra señora. Que nos hace el amigo del «gun shop».

Un cubano se sentía importante por cualquier cosa que le diera una ventaja o lo diferenciara favorablemente de otro. Si éramos amigos del dueño del cine, y nos daba un pase para entrar gratis, se lo decíamos a todo el mundo. Otras veces era una tarjeta de cualquier cabo interino. Diciendo que éramos amigos de él. Eso bastaba para sentirnos inmunes. Y violábamos todas las leyes del tránsito. Y algunas otras. Y manejábamos por el pueblo más rápido que en las carreras del malecón de La Habana. ¡Que maneje despacio otro. Que quien tiene padrino se bautiza! Y alardeábamos diciendo que íbamos a invitar al personaje el domingo a comerse unas costillas de puerco, que le encantaban. Y lo decíamos bien alto para que nos oyeran. Esos eran los infelices con afanes de influyentes. Los que aquí en el exilio les darían un día unas fiestas de quince a sus hijas que dejaría pálidas hasta las de María Antonieta en Versailles.

Otro personaje popular influyente era el bolitero. que se codeaba con todos los niveles. Y era la esperanza de muchos que lo esperaban con ansiedad cada día. La bolita era una lotería privada. Que hacía millonarios de delincuentes. Con todo un pueblo de idiotas pendiente de la frase clave para acertar con el número ganador: «Camina por el tejado y no rompe una teja». Y le jugaban al gato, al ratón y a la rana. Y salía el premio: el elefante. Que no rompía una teja. Las rompía todas. ¡Y cómo se estudiaban los sueños! ¡Oye, Zoila Ignacia! ¡juégale fijo y corrido al ocho, que anoche soñé que se había muerto Narcisón! Gritaba Cachita. Y había que ver la fe con que toda la cuadra jugaba al ocho. Y el único que no jugaba era Narcisón. Porque nadie le contaba el sueño de Cachita. Los apuntadores de la Bolita comían más papel que los chivos. Tragándose la lista de las apuntaciones cuando se veían en peligro de ser detenidos por la policía.

La influencia es la herramienta del bandidaje. Porque para lo que es correcto no hace falta la influencia. Los cubanos realmente influyentes lo eran por su posición o relaciones políticas, sociales y económicas. Que abrían toda clase de puertas. Y podían convertir en millonario a un perfecto habitante. El cubano influyente omnipotente originó el descontento popular. Y surgieron voceros como el comentarista del «desparpajo». Que escandalizaba a toda hora denunciándolos. Y no sabíamos qué hacer con él. Y lo hicimos congresista. Y fue peor el remedio que la enfermedad. Porque ahora gritaba con inmunidad parlamentaria.

La habilidad de estos personajes en resolver toda clase de problemas la premiaba el pueblo cubano en su jerga popular, diciendo de ellos que eran la candela o que se le habían escapado a Drácula. Lo cual era motivo de orgullo para ellos. Y para nosotros también. Porque aunque nos viésemos obligados a criticarlos a veces, en realidad admirábamos la sinvergüenzura. Y los calificábamos de vivos. Por lo bien que navegaban hasta Miami con millones de dólares en maletas. La mayor parte de los que decíamos que se le habían escapado a Drácula, se habían escapado en realidad de la policía. Y me inclino a pensar que al lado de algunos de ellos, Drácula era un verdadero niño de teta. Y estoy pensando en el ministro que debía incinerar un millón de dólares viejos. Y no tuvo corazón para hacerlo. Pero era un tipo simpático. Y nos reímos. Allá. Porque aquí no luce ya tan gracioso.

Pero concluimos, que en Cuba cualquier carga bates podía ser influyente allí donde otros más cocotudos no podían. Porque en ese caso el carga bates era amigo del que decidía. Y el otro no. Y es que para el cubano la amistad es algo muy valioso. Que con frecuencia pesa más que cualquier otra consideración. Pues aunque otros factres fueran la motivación básica para el chanchullo, sólo el factor amistad aportaba la confianza necesaria para llevarlo a cabo. Y esa era la razón por la que hay tanto cubano que se siente influyente e importante en alguna medida. Porque no hay cubano sin amigos.

Y como corroboración de lo anteriormente expresado mencionamos el caso de un individuo, esposo de una señora amiga, a quien un ganadero español le dio un poder general para que le administrara los bienes durante una ausencia de un año en España. Cuando regresó no tenía ni adonde amarrar la chiva. El español lo acusó y fue a dar a la cárcel con una larga condena. Sin embargo apeló y esta vez salió absuelto. Aunque no me consta, tengo entendido que se había buscado como padrino a un conocido personaje popular al que llamaban Chicho Pan de Gloria. Que era un notorio habitante. Pero que era además amigo personal del Presidente de la República. Terminamos sin más comentarios.

Emilio A. Cosío
De su libro Estampas Cubanas
Copyright 2004





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