Los cubanos que dormían
sobre dinamita
Muy poco se ha
hablado de esta situación que pasamos los presos de la década de los años
sesenta. Ahora algo sale a la luz y lo hacemos en honor a aquellos cubanos que
padecieron esta situación y que ya no están con nosotros.
Tito Rodríguez Oltmans
Cuando nadie nos escuchaba...
Cuando nadie nos escuchaba...
por Gerardo Reyes
Unos seis mil ojos perseguían por entre las rejas de las celdas, paso
a paso, el infrecuente movimiento de las tropas. Veían camiones del ejército
que llevaban cajas enormes a los edificios circulares de la prisión. Veían a los
guardias que bajaban sin discreción las cajas de madera. Veían también cómo
otros vehículos subían la montaña frente al complejo carcelario donde se abrían
zanjas.
Nada debería parecer extraño en esos días de octubre de 1962: Cuba se
preparaba para una guerra mundial. Alrededor de la prisión de Isla de Pinos ya
se habían clavado postes con afiladas lanzas en el extremo para repeler un
asalto de paracaidistas, y ahora llegaban los camiones con esas cajas
misteriosas.
De torre en torre, los reos mensajeros de signos de mano se transmitían
febrilmente las especulaciones. Son explosivos, decían los mensajes. Cuando a
los pocos días los presos empezaron a escuchar el ruido de taladros en los
sótanos, las dudas se convirtieron en pavor colectivo: la voz pasó de piso en
piso con la advertencia de que el gobierno estaba sembrando con dinamita las
bases de las torres para volarlas en caso de una invasión estadounidense.
Al culminar la instalación, los guardias de la prisión se encargaron
de confirmarlo. «Si vienen los yanquis, vamos a volar toda esta mierda, con
ustedes dentro», gritó uno de los guardias para ponerle fin a la especulación,
recuerda Enrique Roano, prisionero de la Circular 4.
En nombre de la defensa de la soberanía, el régimen cubano acababa de
inaugurar uno de los peores tormentos sicológicos que sufrieron los presos de
Isla de Pinos: 22 meses de zozobra sobre un lecho subterráneo de cientos de
toneladas de TNT.
La amenaza latente no dejó cicatrices físicas, pero sí una sicosis con
marcas indelebles en la mente. Muchos de los prisioneros se enfermaron de los
nervios. José Luis Fernández, preso en la circular 4, no pudo borrar de su
mente la imagen de uno de sus compañeros de torre que se desquició por el
pánico de que en cualquier momento la dinamita explotaría. «Lo dejé sentado en
una litera remando en el aire, como si navegara en un bote, mientras decía que
se fugaba hacia el norte», recordó Fernández.
Otro de los presos de la circular 4 llevaba todo el día atravesado en
la boca un palo de madera para resistir, decía en forma ilusa, la onda
explosiva.
Otros quisieron ver con sus propios ojos la dimensión de la amenaza y,
de ser posible, buscar una manera de neutralizarla.
Raúl Martínez, más conocido como “Hierro”, un apodo que le pusieron el
día que derrumbó en la prisión de un puño a un hombre mucho más corpulento que
él, participó en esa misión. Hombre de pocas palabras y tímido, Martínez nunca
había relatado públicamente su experiencia de esa operación clandestina.
Con papel y lápiz en su mano, una fotografía de las torres circulares
del complejo carcelario a su costado sobre la mesa de su casa en Kendall, y
ayudado en fechas y detalles por la memoria prodigiosa de su esposa desde los
años de prisión, Lidia Morales, el ex preso político de 68 años relató a un
reportero de El Nuevo Herald sus días de topo porfiado.
Martínez fue arrestado en mayo de 1961 cuando tenía 20 años. Era
vendedor de ropa en “La Marquesita”, una tienda del municipio de Perico. Había
luchado contra la dictadura de Fulgencio Batista y se alzó contra Fidel Castro
porque estaba hastiado de las ejecuciones de tanta gente, dijo. Se casó en la
prisión a los tres meses de estar detenido con la novia de toda su vida,
profesora de primaria en Perico. Con el número de preso 27839 ingresó a la
circular 2.
«No puedo olvidar la entrada a la circular porque el bullicio era
ensordecedor, era un barullo terrible, todo el mundo hablaba fuerte, imagínese,
más de 1,000 hombres hablando, gritando»,
relata Martínez. Cuando llegó a Miami tenía que ponerse la mano en la oreja
para poder escuchar, recuerda su esposa.
En alguno de los corrillos conspiradores de la prisión, un ingeniero
cuyo nombre no recuerda*, le explicó los
detalles de la exploración en la que estaban empeñados. Martínez aceptó
participar. La idea era llegar hasta el sótano y desactivar los detonadores de
los explosivos.
A los pocos días, debajo de la escalera de la planta baja, que estaba
situada entrando a la circular a mano izquierda, empezó la paciente excavación
del piso de concreto con barretones improvisados que se hicieron con los tubos
de los catres de las celdas. Se trabajaba por turnos todo el día. Cada recluso
tenía una tarea de vigilancia, recolección de tierra o excavación. El ruido de la
excavación era cubierto por la bulla estridente de Los prisioneros.
Los escombros eran sacados en baldes que los presos subían con sogas y
poleas por entre unos ductos amplios que pasaban por Las celdas desde el
primero hasta el quinto piso. Por el interior de los ductos, de unos dos pies
por dos pies, visibles en casi todas las celdas, pasaban las tuberías de agua.
Eran conocidos entre los presos como “los chavos”. En una celda del quinto piso
se abrió un agujero en el chavo, recuerda Martínez, para recibir los baldes con
deshechos y vertirlos en el mismo ducto de manera para que no quedara ningún
rastro.
En los pasillos de la circular no había vigilancia. Salvo en las
violentas requisas, los guardias no tenían contacto con los prisioneros. La
vigilancia se hacía desde una torre central de la circular que parecía un faro.
Allí un oficial recorría los 180 grados del panóptico.
Después de abierto un agujero en la placa de cemento, el ingeniero
descubrió desilusionado que justo debajo del mismo estaba uno de los pilares
del edificio lo cual impediría bajar hasta el sótano. Se decidió entonces cavar
hacia un costado la capa de tierra que separaba la primera planta del sótano.
Allí empezó el trabajo de Martínez. «Sacábamos tierra con la mano y
herramientas improvisadas en un túnel en el que sólo cabía una persona, uno
reemplazaba al otro y así», anotó.
Pero hubo un momento en que a los topos les empezó a faltar el aire.
«La solución, -agregó-, fue hacer una especie de fuelle o fanal con
pantalones de la prisión que abrían y cerraban los presos en un ejercicio
agotador. La punta del fuelle estaba conectada a una manguera que llevaba aire
hasta el lugar de la excavación. Los presos hacían turnos para operar el fuelle
y al final del túnel llegaba un poco más de aire que nos permitía quedarnos más
tiempo».
Finalmente, la misión llegó al sótano y encontró los explosivos,
explicó Martínez. No participó en esa última etapa, pero supo que dos
estadounidenses que estaban presos en la misma circular bajaron y tomaron fotos
con una pequeña cámara.
La cantidad de TNT hallado se calculó por la vía de la especulación.
El ex prisionero político Abel Nieves Morales sostiene en un artículo sobre el
tema que el experto en explosivos de origen chino José Lee, que estaba en una
de circulares, estimó que en las bases de las cuatro edificaciones fueron
plantados unas 28,000 libras. «Es decir,
que si los comunistas hubiesen hecho explotar aquellas 28,000 libras de TNT,
que también nos servían de colchones, hubiera desaparecido toda el área del
presidio de Isla de Pinos y el poblado de Nueva Gerona, la capital de aquella
isla cubana», escribió Nieves.
Martínez aseguró que el ingeniero que dirigió la operación en su
circular logró tener control de los cables de detonación. Pero en el fondo,
recuerda, sus compañeros sabían que era una victoria pírrica pues en los
sótanos de las demás circulares también había explosivos y los mismos
mensajeros no habían reportado trabajos de topos similares en los otros
edificios.
El Nuevo Herald
marzo 18, 2007
marzo 18, 2007
Reproducido originalmente en
*Este ingeniero fue Melitón Castelló según testimonio de su hijo, de igual nombre.
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