¿Por
qué se nos pone la carne de gallina?
Pilar Quejada
Escuchar
una canción con un significado especial, sentir una caricia, notar frío o tener
miedo tienen una respuesta semejante: nos
recorre un escalofrío, en nuestra piel aparecen diminutos montículos y el vello
se eriza. Solemos decir que se nos pone la carne de gallina. La expresión
hace alusión al aspecto de las aves de corral después de arrancarles las
plumas.
Pero ¿por qué respondemos de igual forma ante
una situación que despierta el deseo, como una caricia, y ante otra que nos
prepara huir o luchar, como el miedo? La razón está la fisiología de las emociones, como explicaba en “Scientific
American” George Bubenik, profesor de zoología en la Universidad de Guelph, en
Ontario. Esa manifestación no es más que un fenómeno fisiológico heredado de nuestros ancestros animales.
La piel
de gallina está causada por una
contracción de los diminutos músculos que están asociados a cada pelo.
Cada músculo en contracción crea una depresión poco profunda en la superficie
de la piel, lo que hace que el área circundante sobresalga. La contracción
también hace que el pelo se erice.
En los animales con una gruesa capa de pelo esta
erección del vello permite la formación de una capa de aire que sirve como
aislamiento y protección contra el frío. Cuanto más gruesa sea la
capa de pelo, más calor se retiene. El pelo también se les eriza cuando se
sienten amenazados, lo que unido a la espalda arqueada, hace que animales como
el gato parezcan más grandes, lo que puede ser útil para disuadir a un
potencial enemigo.
Emociones a flor de piel
En las
personas, aunque no estamos cubiertos de pelo, la piel de gallina persiste.
¿Por qué? Nuestra especie experimenta
la piel de gallina en situaciones emocionales, como caminar hacia el altar el día de la boda,
escuchar el himno nacional con motivo de un premio, o ver películas de terror en la televisión, explica Bubenik.
Muy a menudo, una persona puede sentir la piel de gallina muchos años después de un evento
significativo, con sólo pensar
en las emociones que una vez experimentó, tal vez mientras escucha la
canción romántica con la que bailó hace muchos años con el amor de su vida.
El origen
fisiológico de todas estas respuestas hay que buscarlo en la liberación de una
hormona relacionada con el estrés denominada adrenalina. La adrenalina, que en los seres humanos se produce en
dos pequeñas glándulas situadas encima de los riñones, no sólo contrae los
músculos de la piel, también influye en muchas otras reacciones corporales,
como la respuesta de lucha o huida.
En los
animales, esta hormona se libera cuando tienen frío o se sienten amenazados, y
prepara para la reacción de lucha o huida. Pero en los seres humanos, la adrenalina también se libera frente a las
emociones fuertes, ya sean positivas o negativas. Otros signos de
liberación de adrenalina incluyen lágrimas, palmas sudorosas, manos
temblorosas, un aumento en la presión arterial, aceleración del ritmo cardíaco
o la sensación de "mariposas"
en el estómago.
Percepción psicológica
Hasta aquí, la fisiología que explica cómo
se produce la piel de gallina. Sin embargo, la percepción que acompaña a cada
situación es completamente distinta en nuestra especie.
Para William James (1842-1910), considerado
uno de los padres de la Psicología moderna, esas manifestaciones externas son las que componen realmente las
emociones. “Es totalmente imposible pensar en qué quedaría reducida la
emoción si no estuvieran presentes las sensaciones de latidos cardiacos
acelerados, respiración acelerada, labios temblorosos, debilidad en las
piernas, carne de gallina o agitación visceral”.
James se
refiere en el párrafo anterior al miedo, pero esta descripción encaja muy bien con situaciones placenteras, como una
caricia sensual. Y quizá ese
matiz placentero que ponemos a la misma reacción en distintas
situaciones es lo que nos diferencia de
los animales. Lo que hace que una misma reacción fisiológica se pueda
racionalizar y percibir a veces como muy placentera.
Esa subjetividad está, cómo no, en nuestro cerebro. Un
ingenioso experimento publicado en PNAS demostraba que una misma caricia puede provocar efectos contrarios dependiendo de
nuestras expectativas y creencias. Neurocientíficos del Instituto de Tecnología
de California observaron con resonancia magnética funcional la activación del
cerebro de varones heterosexuales, mientras eran acariciados en una pierna.
El cerebro y la piel, emparentados
“Aparentemente”
las caricias provenían de dos personas diferentes que ellos veían en un vídeo.
La primera imagen era de una atractiva mujer que se inclinaba hacia ellos en la
pantalla. La segunda, de un hombre que los voluntarios definían como poco
agraciado físicamente. Cuando notaban
la caricia después de ver a la mujer en la pantalla, la experimentaban como
placentera, mientras que les resultaba aversiva (rechazo) cuando seguía a la imagen del hombre.
Lo que
los participantes en el estudio no sabían es que en realidad la mano que rozaba su pierna después de la proyección
de ambas imágenes era siempre la misma,
y correspondía a una mujer. Pero lo más sorprendente de todo fue que esa sensación, placentera o no, se iniciaba
en el cerebro cuatro segundos antes de que sintieran el roce de la mano
en la piel.
Y es que la piel es la prolongación periférica del
sistema nervioso, ambos órganos poseen un origen embrionario común. La
piel está muy relacionada con lo que sentimos, como reflejan expresiones como
tener los nervios a flor de piel. Entre
seis y diez millones de sensores táctiles recogen la valiosa
información que llega del exterior y del interior del organismo. La
mayoría de estos sensores se encuentran en
la piel, con mayor abundancia en las zonas erógenas y alrededor de la boca.
La información que recogen del exterior desde los primeros momentos de nuestra
vida es crucial para mantenernos a salvo. Y si falta la estimulación táctil, el desarrollo del cuerpo y del cerebro
se resiente.
Reproducido de abc.es
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