Ha
vuelto a tomar notoriedad la historia del amor entre Catalina Lasa y Juan Pedro
Baró, que encendió rubores y provocó ácidos comentarios en la sociedad habanera
de comienzos del siglo pasado. Son variadas y disímiles las diferentes versiones
mas o menos adulteradas que circulan desde entonces, por lo que creo oportuno
dar cabida a una mas de ellas. Al menos su autora, la acreditada escritora Gina
Picart Baluja, ha tratado personalmente de acudir a las pocas fuentes de datos que
aún puedan existir sobre aquel “escandaloso” romance.
A
continuación, lo publicado sobre este asunto por Gina Picart en su blog “Hija
del Aire”. Tal vez parezca muy largo. Que es largo, si, pero mas largas son las telenovelas y sin
embargo las seguimos fielmente… (adg)
Catalina Lasa,
historia de un gran amor,
una mansión y una tumba
Por Gina Picart
Cuando se buscan ejemplos de un gran
amor habanero, siempre se cita la pareja formada por Catalina Lasa del Río y
Juan Pedro Baró. Hasta la prensa refleja con cierta recurrencia esta historia
que andando el tiempo ha adquirido visos de leyenda, y parece como si la vida,
con el tributo tardío de tanta admiración, quisiera compensar a los amantes del
repudio social que debieron enfrentar en su época desde que decidieron alzarse
contra todas las normas sociales establecidas para entregarse de lleno a la
aventura de su pasión.
Sin embargo, esta romántica leyenda
que tanto atrae a periodistas, lectores y soñadores de todas las edades y
grupos sociales, es mal conocida, porque se ha escrito mucho sobre ella, pero
se ha escrito mal. Generalmente quienes tocan el tema se limitan a recoger el
corpus de artículos anteriores y repetir más o menos lo mismo una y otra vez
con escasas variaciones, y hasta se ha dado el caso de investigadores
destacados que le han añadido a la historia unos granillos de pimienta falsa
para volverla más grandiosa y conmovedora. Me parece que ya va siendo necesario
detener el desmande de ciertas fantasías y contar la mayor cantidad posible de
verdad sobre estos amantes.
Y digo la mayor cantidad posible de verdad porque
una investigación profunda sobre sus vidas resulta ahora extraordinariamente
difícil: primero, porque ya deben quedar muy pocos testigos directos de los
hechos, pues ha transcurrido demasiado tiempo y casi todas las personas que les
conocieron han muerto en Cuba o en el extranjero. Y segundo, porque Juan Pedro
Baró, quien luego de la muerte de su esposa, se radicó definitivamente en París
llevándose consigo todos los documentos y fotos de familia. Otra parte de este
legado se encontrará, sin duda, en manos de los herederos directos de Catalina,
quienes tampoco viven en la isla desde hace décadas.
Yo comencé a interesarme por el tema
después de ver un documental realizado en la Escuela Internacional de Cine de San
Antonio de los Baños. La imagen de Catalina cubierta por un velo negro danzando
en los interiores de su mansión me turbó para siempre, poblándome de demonios
que hasta la fecha no he podido exorcisar. Todo lo que el documental no
explicitaba, velando la información tras un silencio poético, me lanzó hacia
una vorágine de investigaciones que, si bien no han rendido hasta hoy todo el
fruto que yo hubiera deseado, me han permitido al menos acercarme más a estas
dos figuras que parecen evadirse constantemente, cual si desearan evitar que la
curiosidad ajena pasee su mirada por la intimidad que compartieron en vida.
JUAN PEDRO
Juan Pedro Baró, nacido el 16 de mayo
de 1861, era un riquísimo hacendado matancero propietario de varios
ingenios y otros negocios ajenos al mundo azucarero. Descendía de José Baró
Blanxard, ciudadano catalán radicado en la ciudad de Matanzas, quien llegó a
ser uno de los más importantes tratantes de esclavos en toda la isla, negocio
que dio origen a su inmensa fortuna. Aunque Baró Blanxard no era de noble cuna,
logró que la Corona le concediera dos títulos nobiliarios: Primer marqués de
Santa Rita y Primer vizconde de Canet de Mar, que heredaría su nieto Juan. Los
antecesores de Juan tuvieron una hermosa hacienda en los alrededores de
Matanzas, famosa porque en su construcción se emplearon materiales costosos y
soluciones novedosas. Al parecer, este hombre también fue protagonista de
una intensa historia de amor hacia su esposa.
Juan estudió en los mejores colegios
de la ciudad y también en escuelas de los Estados Unidos. El 2 de febrero de
1882, a los 19 años de edad, contrajo matrimonio con Rosa Varona y González del
Valle, de diecisiete, hija de una familia de hacendados de gran reputación.
Tuvo de ella dos vástagos, Concepción y John, y no cinco, como se ha escrito
tantas veces incorrectamente. Era un joven con la refinada
educación que los hacendados solían dar a sus hijos, pero tenía un defecto muy
propio de los hombres de su clase social: necesitaba una muy intensa y variada
vida sexual, y para satisfacerla acudía por igual a cortesanas,
prostitutas, esclavas y niñas del servicio de su propia casa. Esta
conducta inmoderada e irrefrenable puso en peligro su matrimonio muchas veces,
hasta que al fin, cuando sus hijos contaban once y siete años
respectivamente, doña Rosa abandonó el hogar conyugal y se trasladó a los
Estados Unidos para establecer una demanda de divorcio por infidelidad contra
su esposo. El periodista e investigador Oscar Ferrer Carbonell encontró el acta
de dicha demanda en el Archivo Nacional…
Para
quienes deseen conocer el final de esta historia, corrieron por aquellos días
rumores según los cuales la condesa de Jibacoa, encinta de Juan como consecuencia
de su romance, dio a luz una hija. El conde de Jibacoa, en un esfuerzo titánico
por evitar el escándalo, reconoció a la recién nacida y no se separó
oficialmente de su mujer, aunque se comentó que no volvieron a convivir
íntimamente. Tal vez la amaba, pues la condesa adúltera tenía fama de ser una
de las más radiantes bellezas de aquella alta sociedad. De cualquier modo las
relaciones entre los dos hombres no parecen haberse afectado mucho, pues
después del escándalo ambos mantuvieron aún negocios, como consta en documento
hallado en el Archivo Nacional, según el cual Baró compró al conde de Jibacoa
la finca Santa Rosa.
No puedo resistir la tentación de
comentar que desde el inicio mismo de su casamiento Juan tuvo para con su
esposa bien pocas consideraciones, pero quizás se trataba de un matrimonio
acordado entre familias por conveniencia de intereses, y no de una unión
impulsada por el amor. Eso explicaría la intranquilidad sexual del joven Baró,
así como el poco respeto por los sentimientos y la imagen pública de Rosa
Varona, su legítima esposa y madre de sus hijos, quien no murió entonces, como
se asegura en muchos artículos publicados por la prensa cubana sobre él y
Catalina, por lo que no era viudo, sino divorciado cuando conoció a su segunda mujer,
y en aquel momento, al no existir aún en Cuba la ley de divorcio, quizás la
separación de la primera no fuera válida en el territorio nacional.
CATALINA
La familia de Catalina no tenía un
estatus económico tan encumbrado como el de Baró, pero en cambio eran nobles
verdaderos mucho antes de que el primero de la estirpe pisara tierra cubana. La
casa Soler de Lasa aparece a principios del siglo XVII como natural de la villa
de Astigarreta, Guipúzcoa, País Vasco. Fueron declarados Hijosdalgo de la villa
de Zumárraga en 1792, y tenían un bonito escudo de armas, en el que aparecía en
sotuer la parte superior de oro con
lobo de sable, y a los lados, en campo de azur, una torre de oro.
Pero el padre de Catalina no podía
usar este escudo ni tenerlo en el frontis de su puerta, porque él pertenecía a
la tercera línea de descendencia de la familia. José Miguel Lasa y Barbería se
casó con María Luisa del Río Noguerido y Sedano, hija de un capitán de navío de
la Real Armada, quien también fue Tesorero de la Real Lotería de la Isla de
Cuba.
José Miguel y María Luisa, padres de
Catalina, tuvieron en total nueve hijos, de los cuales ella fue la quinta.
Todas las hermanas Lasa del Río fueron célebres por su belleza, pero
Cati, nacida un 30 de abril de 1875 bajo el signo de Tauro, poseía, además,
otros dones: gracia, elegancia, distinción, ingenio, seducción y una despierta
inteligencia. Era cálida y vivaz como una llama, y la prensa de su época llegó
a llamarla la maga
halagadora. A lo largo de toda su vida demostró que también
disponía de un fuerte carácter y un inquebrantable poder de decisión.
Como tantas otras familias víctimas de
una época políticamente convulsa y peligrosa, los Lasa tuvieron que emigrar a
los Estados Unidos. La familia se radicó en Tampa entre los exiliados cubanos,
y fue en aquel suelo extranjero donde la bella joven conoció a Pedrito Estévez
Abreu, único hijo de la gran patriota Marta Abreu y Luis Estévez Romero, un
oscuro abogado habanero a quien siempre se ha querido acusar de haberse casado
con la riquísima villaclareña para ascender en fortuna y escala social, y que
fue elevado por sus propios méritos a la dignidad de Vicepresidente del primer
gabinete republicano. Marta poseía un caudal tan enorme que en una ocasión pudo
permitirse donar a la Tesorería del Partido Revolucionario Cubano 186 mil pesos
oro para financiar la compra de armas con miras a una intervención armada en la
isla. Se cree que ella sola financió la mitad del costo de esa guerra.
Por aquel entonces los padres de
Pedrito se encontraban exiliados en París, y fue en esa ciudad donde Marta Abreu
recibió carta de su hijo anunciándole que se había comprometido con Catalina y
deseaba casarse con ella de inmediato. Marta Abreu debió tomar informes sobre
la novia de su hijo, y habrá encontrado tal vez ciertas referencias a su
conducta que no le agradaron, porque se mostró reacia ante la noticia y
escribió a su hijo pidiéndole que aplazara la boda hasta que todos pudieran
reunirse en Cuba libre, pues ya era inminente el fin de la guerra. Pero Pedrito
no podía esperar, pues si se cotejan fechas, ya Cati debía de encontrarse
encinta de poco tiempo de su primer hijo. Los Estévez Abreu se apresuraron
entonces a viajar a Tampa para asistir a aquella boda que les disgustaba,
celebrada el 15 de junio de 1898.
EL PRIMER MATRIMONIO
Se ha llegado a decir en artículos
publicados por diversos órganos de prensa, y hasta en libros, que
el matrimonio de Catalina con Pedrito fue infeliz desde el comienzo porque
Marta le recordaba constantemente a la nuera sus orígenes más bien humildes. No
creo que existan ya personas capaces de testimoniar sobre la intimidad de La Venerable, como llamaban por ese
entonces a la digna dama, pero parece más lógico pensar que, habiéndose instalado
inicialmente el joven matrimonio en el mismo palacete del Paseo del Prado que
ocupaban los suegros, desde muy pronto tuvo Marta, austera, hogareña y
reflexiva, la posibilidad de observar con detalle el carácter díscolo y
bastante superficial de Catalina, entonces de 23 años.
Existe una correspondencia de Marta a
una amiga, donde se queja de que su joven nuera gusta en demasía de las fiestas
y el baile y de exhibirse en sociedad; y también de las joyas, los vestidos y
muchas otras aficiones que La Venerable
consideraba mundanas. Además de las diferencias generacionales que pudieran
separar a estas dos mujeres, no hay que olvidar que Marta era de índole muy
diferente a su nuera en personalidad y carácter.
Siendo una potentada que podía
permitirse cuantos criados se le antojara, sentía placer en zurcir con sus
propias manos la ropa interior de su marido y mejorar con sus agujas el trabajo
de las modistas en los trajes que se mandaba a hacer siguiendo los dictados de
la moda, no porque fuera coqueta o interesada en féferes, sino por la necesidad de presentarse
en sociedad en concordancia con su condición.
Patriota fervorosa que hizo de la
causa de la independencia el eje de su vida, debió sentir rechazo y
distanciamiento ante aquella mujercita radiante y joven que no servía a más
ideología que la de sus diversiones y complacencias; madre incondicionalmente
dedicada a su único retoño, debió de contemplar con disgusto la facilidad con
que Catalina se separaba constantemente de sus hijos para ir en pos de sus
banales aficiones. Las diferencias entre las dos mujeres debieron llegar tan
lejos que la pareja joven terminó por mudarse para otra casa de la misma
avenida.
También se ha sugerido que Pedrito no
era el compañero más indicado para la turbulenta Cati. Su propia madre se quejó
en muchas ocasiones de su debilidad de carácter y su pusilanimidad, y al
parecer, antes de casarse había sido un pequeño dandy con infulillas de
conquistador. En todo caso Marta pensaba que su hijo debería mostrarse más
firme y enérgico ante los caprichos y veleidades de su bella esposa, y esta
convicción debió exacerbarse cuando Catalina, ya toda una señora con tres
hijos, fue elegida en dos ocasiones triunfadora en un concurso de belleza
promovido por el diario El Fígaro. Es posible que La Venerable percibiera a su hijo como un juguete siempre moldeable
en manos de su esposa.
SE ENCUENTRAN LOS AMANTES
Así las cosas, aparece en escena Juan
Pedro Baró. ¿Cómo se conocieron él y Catalina? Nadie ha dado una respuesta
concreta a esta interrogante. Tan pronto se dice que fue en un sarao habanero
como que el encuentro ocurrió en París; a la salida de Notre Dame, apuntan
algunos. Ambas posibilidades pueden ser ciertas. Muchos hacendados cubanos
multimillonarios, o simplemente de sólida fortuna, mantenían casas en París y
otros lugares de Francia, Europa y los Estados Unidos, y en ocasiones hasta se
compraban castillos, como hicieron los opulentos Terry de Cienfuegos, los
más grandes industriales azucareros del mundo, quienes adquirieron por una suma
fantástica el antiguo castillo de Chenonceaux, en la ribera del Loira.
Marta Abreu tenía un hotelito en
París, en la calle Beaujon, y Baró otro en la Avenida del Bois de
Boulogne. Como ambos pertenecían a la colonia cubana de esa capital y
colaboraban con el Comité Cubano de París por la independencia de la isla, se
encontraban con frecuencia…
París es por entonces un punto de
expansión de la cultura mundial. Se va a La Ópera, los teatros, los cabarets,
las exposiciones artísticas. Es la época de gloria de Mallarmé, Zolá, Romain
Rolland, Anatole France. En la música despunta Debussy, en la
pintura Tolouse Lautrec, Cezanne, Degas, Renoir… El marco ideal para una joven
mujer como Catalina Lasa, quien desea mostrar su belleza y reinar en los
salones, pero sobre todo, vivir, vivir intensamente, vertiginosamente.
Pero también pudo haber sido en La
Habana, en los primeros años del matrimonio de Cati; por ejemplo, durante
la fiesta de presentación en sociedad de Lilita, hija de Rosalía Abreu,
hermana menor de Marta. Por entonces Rosalía ya había inaugurado su
palacete de Palatino, adornado con muebles y cortinas de damasco y oro, seis
frescos del pintor Menocal representando escenas de famosas batallas mambisas y
un sin fin de objetos de gran valor.
Un periodista, invitado para reseñar
la celebración, cuenta cómo en el salón lleno de espejos se bailó el cotillón,
y que el follaje del jardín estaba entreverado de brillantes bombillitas a
manera de guirnaldas, y había mesitas en la terraza para el bufete. Se
encontraba allí la crema y nata de la alta sociedad habanera, y por supuesto,
Marta Abreu, tía de la festejada, y Catalina
luciendo un precioso vestido Luis XV, se veía bellísima y su gentil
figurita destacaba. También estaban entre los presentes Juan
Pedro Baró y su hija Nina.
Después del cotillón —sigue comentando el cronista— todos los invitados fueron a dar un
paseo por el jardín. Cada caballero llevaba un farolito eléctrico muy bonito.
En parejas se trasladaron al lago rodeado de altos bambúes y farolitos chinos.
Por el lago circulaba una góndola donde iban varios cantando (…).
¡Cuántas cosas pudieron haber sucedido aquella noche en los vastos jardines que
rodean la quinta de Palatino! Aquella fiesta bien pudo ser el marco donde Juan
reparó en Catalina, o ella en él. Tal vez nunca lleguemos a saberlo con
certeza.
Lo que sí se conoce de cierto es
que Rosalía Abreu, poseída por alguna sospecha, contrató una agencia de
detectives privados y pronto descubrió el romance clandestino. Se cuenta que
cierta tarde en que Juan y Catalina se habían reunido ocultamente en la suitte que este último
siempre mantenía alquilada en el hotel Inglaterra, la pareja fue avisada por un
criado de la inminente llegada de unos hombres, presumiblemente los
investigadores. Catalina apenas si tuvo tiempo de huir, envuelta en una sábana,
hasta la esquina del hotel, donde la esperaba el coche de alquiler que la había
conducido hasta allí.
Pero ya nada puede seguir siendo
ocultado. La infidelidad es revelada y Marta, viendo fatalmente cumplidos sus
peores pronósticos, exige a su hijo que eche a la infiel del hogar.
Pedrito duda, pero es la propia Cati quien da por terminadas sus relaciones y
se marcha con Juan dejando sus tres hijos al cuidado de La Venerable. O quizás la familia Abreu le impidió que los llevara
consigo, prefiriendo conservar en su seno a los pequeños en lugar de
entregarlos a una madre que iniciaba una existencia sumamente incierta como
adúltera rechazada por la sociedad, junto a un hombre notoriamente conocido
como inescrupuloso seductor. Transcurre el año de 1906.
Según algunos materiales de
archivo, en los primeros tiempos de esta nueva relación que atrae sobre la
pareja las iras y el desprecio de toda la sociedad, Catalina se hospeda, entre
otros lugares, en el hotelito de Guillermo Lawton, gran amigo de Juan. En
aquellos días tiene lugar la célebre anécdota de la visita de los amantes al
Gran Teatro de La Habana, donde una compañía italiana ofrece una función de
ópera o teatro. En señal de protesta ante la presencia de los execrados, el
público se retira de la sala dejándolos solos en sus butacas. En un gesto que
pone de relieve la magnífica osadía de su carácter, Cati se despoja de sus
joyas y las arroja al escenario, donde los músicos y los actores continúan
tocando solo para ellos dos hasta el final de la función.
También ocurre por entonces una
historia menos conocida: Juan alquila solo para ellos dos el parque del Tivoli,
y la pareja pasa todo un día recreándose en medio de la hermosa vegetación, que
como un nuevo Paraíso, Juan obsequia a su enamorada.
Pero la atmósfera se vuelve
irrespirable, los desaires se suceden y el rencor de la familia Abreu los
persigue implacablemente. Juan decide trasladarse con Cati a París, pero la
ofendida familia Abreu los denuncia por bigamia ante la INTERPOL, o al menos
eso se ha asegurado. En uno de los tantos artículos que se han escrito desde
aquellos tiempos sobre Cati y Baró, se cuenta que la pareja perseguida tuvo que
huir disfrazada de Francia: ella de aldeana, oculta dentro de una carreta
de heno, y él como grumete, embarcándose en un barco que zarpaba del puerto de
Marsella. Esta misma fuente afirma que huyeron a través de tres continentes,
pero lo más seguro es que se hayan dirigido directamente a Italia. Una visita
al Vaticano los enfrenta al Papa Benedicto XV, quien escucha el alegato de la
pareja en favor de sus amores, y decide conceder la anulación del matrimonio de
Catalina con Pedrito Estévez Abreu.
Se ha escrito innumerables veces
que el Papa actuó con tanta liberalidad porque se sintió sumamente conmovido
ante el espectáculo de esos amores contrariados, pero en una página de Internet
encontré una lista de miembros honoríficos del Hexarcado de La Habana, entre
los cuales aparecían los nombres de Juan y Cati. Estos títulos eran otorgados a
determinadas personalidades por sus méritos o por algún tipo de contribución en
favor de la Iglesia, lo cual permite suponer que quizás Juan Pedro Baró hizo
algún cuantioso donativo a dicha institución en agradecimiento a la
condescendencia papal. ¿O tal vez lo había prometido a Benedicto XV cuando fue
recibido en audiencia ante él? Son meras especulaciones.
A raíz de la deserción de
Catalina, los Estévez Abréu marchan a París en compañía de Pedrito y sus tres
pequeños hijos. En carta a su ya mencionada corresponsal, Marta Abreu cuenta
que los niños han enfermado gravemente por el frío y que extrañan mucho a la
madre. Poco después el viejo padecimiento gástrico de Marta se convierte en una
apendicitis. Operada de urgencia por el doctor Albarrán en su clínica
parisiense, La Venerable muere en
1909. Su esposo inicia una viudez desgarradora, y obsesionado por la ausencia
de la mujer con quien había compartido su vida, se suicida de un pistoletazo en
el cementerio al pie de su tumba, demostrando así que mucho había amado a la
cubana insigne. Imagino cuánto esta orgullosa familia habrá maldecido a
Catalina, causante, por demás, de muchos de sus más dolorosos
sufrimientos y humillaciones.
Una vez liberados oficialmente de su
culpa por obra y gracia de la dispensa papal, Catalina y Juan regresan a París
y contraen matrimonio de acuerdo con las leyes francesas. A partir de entonces
residirán permanentemente en la capital francesa, haciendo constantes viajes de
placer y negocios por Europa y los Estados Unidos. En 1918 el presidente
Menocal, gran amigo de Baró, declara vigente la ley que legaliza el divorcio en
la isla.
El retorno del flamante
matrimonio Baró-Lasa ocurre en medio de una ostentosa cena que Menocal ofrece
en el Palacio Presidencial. Bajo la fina servilleta de Marianita Seva, Primera
Dama del país, Baró coloca discretamente un estuche con valiosos diamantes en
agradecimiento por la ayuda que él y su mujer están recibiendo para insertarse
de nuevo dignamente en la vida social habanera.
A pesar del apoyo que les presta
el matrimonio presidencial, de la inmensa fortuna de Baró y de la solidaridad
de la familia Lasa del Río, la alta sociedad habanera no traga fácilmente la
dorada píldora, y son pocas las personas que aceptan tratar con quienes se han
atrevido a pasar por encima de todas las normas y convencionalismos
establecidos por la moral de la época, diseñada especialmente para proteger la
unidad familiar.
Testimonios de amigos muy allegados a
la pareja Baró-Lasa, como el doctor Panchón Domínguez, miembro de la colonia
cubana en París, demuestran que a pesar de hallarse junto al hombre que amaba,
Catalina no se sentía completamente feliz. Panchón contaba a sus descendientes
cómo cada vez que los intereses económicos de Juan en la isla obligaban a
la pareja a viajar a La Habana, en el momento en que el barco iba haciendo su
entrada en la bahía, Catalina dejaba escapar exclamaciones de admiración y
nostalgia por las bellezas de su tierra. Sin embargo, al ser incluida por el
Fígaro en una entrevista realizada a varias damas habaneras de alta alcurnia,
el periodista le preguntó dónde le gustaría residir, y Catalina respondió: “En
París, y haber tenido allí, como es natural a mi familia y afecciones”. Es
posible que se refiriera a sus hijos, y en general a toda su familia.
CÓMO ERAN LOS AMANTES
En 1918 Catalina tenía cuarenta y dos
años y Juan cincuenta y seis. Aquella diosa que en su juventud había sido una
de las mujeres más bellas y elegantes de La Habana, conservaba intactos su
gracia y su porte de reina. Sus ojos verdes, impregnados quizás de una cierta
tristeza, continuaban irradiando seducción en su blanco rostro de perfil
griego, pero tenía una ligera tendencia a engordar que le causaba gran
preocupación y la hacía pasar varios meses al año en los más distinguidos
balnearios y centros de descanso de Europa, sometiéndose a draconianas curas de
adelgazamiento. Sin embargo, aún arrancaba a quienes la conocían expresiones de
entusiasta admiración. Panchón Domínguez, al recordarla, exclamaba: ¡Qué mujer, qué gracia, era capaz de
llenar un salón ella sola!
Ha quedado consignado en
artículos de la época que Juan Pedro era un hombre alto, delgado y atlético,
aunque enjuto y nervudo, que hablaba a la perfección el inglés y el francés.
Una crónica lo describe como:
(…) hombre de sociedad exquisito,
ilustrado, con extraordinario don de gentes, respetado y querido en el mundo de
los negocios tanto como en el mundo social más exclusivo. Patriota amante
de la causa emancipadora, contribuyó siempre con su peculio a impulsar la
causa separatista del país. Espíritu ilustrado, buscó en los viajes
satisfacciones que creía incompatibles con los negocios. Para viajar liquidó
todas sus posesiones agrícolas y se quitó de encima todas las preocupaciones.
No es verdad que fuera un patriota muy
entusiasta y generoso. Paul Estrade asegura que cumplía a regañadientes, muy a
regañadientes con las recaudaciones que pedía el Comité Cubano en París, liderado
por el doctor Betances. Como tantos otros cubanos acaudalados que no querían
verse perjudicados o que la Metrópoli les confiscara sus
propiedades en la isla, se ocultaba para colaborar bajo el seudónimo de Pidal,
Durante años la pareja residió
en París, en su espléndida mansión de la avenida del Bois de Boulogne, donde
recibían a sus amigos cubanos y a hombres y mujeres de todas las
nacionalidades, siendo su salón uno de los más brillantes de la sociedad
parisina.
En un artículo que aparece en una Bohemia de la época, se
dice que la pareja se paseaba por los salones más aristocráticos de la vieja
Europa; que su mansión parisina era un importante punto de la vida social de
esa ciudad; que Catalina ofrecía cenas con menú de comida criolla donde los
manteles eran de encajes de Bruselas y se levantaban las copas de murano para
brindar por Cuba; Baró discutía sobre nuestro comercio e industria con figuras
prominentes del mundo extranjero y ambos pasaban largas temporadas entre Europa
y New York, donde Juan tenía importantes negocios, acrecentando una fortuna que
no conocía momento alguno de inercia.
Tanto era así que el enamorado
caballero se permitió regalar a su esposa el castillo de Santa Ana, en el sur
de Francia, propiedad célebre por su belleza y su valor arquitectónico, por la
nada despreciable suma de un millón de francos oro.
Por herederos del doctor Panchón
Domínguez pude conocer que los días de Juan y Catalina transcurrían de modo muy
semejante a los de sus iguales de la alta sociedad: él asistía a sus oficinas,
desde donde atendía sus asuntos; luego almorzaba con sus amigos (era un
inveterado comedor de carne roja) y asistía a su club. Ella recibía en sus
habitaciones a masajistas y peinadoras, iba de compras o disfrutaba una velada
con sus amigas.
Por las noches la pareja se reunía
para cenar en la intimidad o con amigos, y más tarde iban a la ópera o a
algún otro importante centro cultural, o a las múltiples y espléndidas
fiestas donde compartían con la cremme
de la alta sociedad parisiense del farboroug
Saint Honoré, el cuerpo diplomático internacional y los más grandes
artistas del momento. Se sabe que Catalina era una entusiasta de los ballets
rusos que por entonces arrasaban París con sus pintorescas y novedosas
propuestas estéticas.
Ella fue una especie de corresponsal
voluntaria de El Fígaro,
diario habanero al que suministraba información sobre la vida cultural de París
y la marcha de la moda. Cuando llegaba el verano ella y Juan abandonaban la
capital rumbo a algún centro elegante de recreo, y así sus vidas transcurrían
en una dorada monotonía donde el placer ocupaba todo el tiempo de una amable
existencia.
EL REGRESO A LA PATRIA
La pareja decidió instalarse
definitivamente en La Habana, y lo hacen originalmente en una casa ubicada en
una de las cuatro esquinas de las calles H Y 13, sin que hasta ahora yo haya
conseguido identificar en cuál de esas mansiones habitaron. Mientras, Juan
Pedro inició de forma anónima la construcción de una residencia monumental en
el número diecisiete de la calle Paseo, en la barriada del Vedado, entonces en
plena expansión.
Los curiosos acudían diariamente a
contemplar las obras, que duraron aproximadamente dos años, sin que jamás
trascendiera la información de quiénes eran los dueños que se instalarían en el
inmueble cuando éste estuviese terminado. Tampoco Catalina estaba al corriente
de la edificación de la que iba a ser su nueva residencia. Cuando al fin él la
condujo de la mano al interior del edificio ya decorado, ella estalló en
llanto.
Quince días antes de la inauguración
de la casa, el secreto tan celosamente guardado dejó de serlo cuando Baró envió
invitaciones a todo lo que valía y brillaba en la sociedad habanera para que
asistieran a la deslumbrante celebración que ofrecería a en honor de Catalina,
esposa y propietaria.
LA CASA DEL AMOR
La residencia de la calle Paseo fue
diseñada por la importante firma de arquitectos Govantes y Cavarroca, quienes
la concibieron como una mezcla de los estilos Renacimiento Florentino y Art
Déco, este último lanzado apenas dos años antes en la Exposición de París y
último grito de la moda en Europa.
La nueva morada fue inaugurada
en 1926. Hubo tulipas de importación en la entrada principal y champaña en los
jardines; y una asistencia muy nutrida de las altas personalidades y figuras de
sociedad, pues la pareja había acompañado astutamente las invitaciones con
regalos que en algunas versiones fueron pinturas de reconocidos artistas
cubanos, y en otras, joyas diseñadas por el gran cristalero y joyero francés
René Lalique, de quien Baró era generoso mecenas. No hubo invitaciones
devueltas y finalmente, tras muchos años de rechazo y desprecio, la pareja tuvo
su momento de apoteosis pública.
Se cree que fue justamente esa noche
cuando Juan Pedro entregó a Catalina por primera vez la famosa rosa amarilla
que él había concebido como homenaje a su belleza.
Sobre su origen corren diversas
versiones: se dice que fue el famoso arquitecto francés Forestier, diseñador de
los jardines de la casa, quien la creó a base de injertos; pero también que fue
encargada por Baró al jardín El Fénix, elegante floristería habanera de la
época. Al parecer se trató de un regalo de cumpleaños. La rosa, de
pétalos anchos y puntiagudos que alternan el rosa tenue con el amarillo vivaz,
color preferido de Catalina, no tardó en convertirse en novedad y durante muchos
años fue costumbre habanera que las novias llevaran esta flor en su ramo o corsage, en homenaje a la
mujer que había inspirado tan grandes amores.
La casa resultó algo definitivamente
innovador en la arquitectura cubana, y punto de referencia en cuanto a lujo
insuperado se refiere…
Tras la pareja de leones que aún hoy
recibe al visitante en la entrada de la mansión, decoraban la puerta de entrada
dos grandes columnas de terracota con capiteles dóricos. En el piso de mármol
del vestíbulo imperaba un diseño de pirámides truncas y rectángulos con
cuadrados negros, y estuvo adornado por dos enormes huevos de mármol sobre
pedestales, los cuales se encuentran actualmente en los fondos del Museo de
Artes Decorativas. El recibidor tiene puertas de caoba que comunican a la
izquierda con la biblioteca, y a la derecha con el comedor. Para
complacer los gustos de Catalina, que amaba los espejos donde podía ver
reflejada su belleza, Baró hizo llenar la casa de ellos.
En la biblioteca, Baró recibía a sus
socios y realizaba negocios, además de fumar los finos habanos que solía
degustar tranquilamente en solitario rodeado de un elegante mobiliario de cuero
negro y caoba.
El comedor, amplísimo y
ventilado, tenía estanterías empotradas para la vajilla y un juego de mesa para
doce comensales diseñado por el hijo mayor de Catalina en el más puro estilo
Art Deco; el nivel superior del piso fue recubierto por pastillas de mármol
intercaladas con finas láminas de oro que ya no existen, y en las
ventanas se colocaron láminas de nácar. Una doble puerta corrediza de cristal
da paso a una terraza que se abre sobre el jardín veneciano.
Una inmensa escalera helicoidal con
pasamano laminado de plata nacía a un costado del vestíbulo, y exactamente a la
mitad de la misma se alzaba un gran vitral de cristal francés, diseñado por la
casa Billancourt de París, con los escudos de armas del doble título nobiliario
ostentado por los Baró.
También en la planta baja está el
famoso Portal del Sol, pequeña estancia abierta al aire libre y rodeada de
vegetación, que se usaba como sala de estar; en su centro brotaba una bella
fuente de mármol gris con piso de cerámica vitrificada, cuyo motivo se repetía
en la lámpara. Las paredes estaban recubiertas de tabloncillos hasta la bóveda
del techo, y mientras los dueños habitaron la casa, este tabloncillo
sirvió de soporte a una lujuriante enredadera.
En el piso alto se encontraban los
dormitorios de Juan y Catalina, comunicados por un pasillo muy íntimo. El de
ella en suaves tonos rosa y pisos de mármol gris, y el de él con piso de mármol
alternando cuadros blancos y negros y paredes revestidas de caoba.
Catalina tenía un vestidor recubierto
de espejos empotrados en marcos de plata. Todas las piezas del baño eran de
mármol rosa, y digo eran
porque actualmente esta pieza ha sido convertida en almacén de la tienda shoping que ocupa el dormitorio de la
dueña de casa, y no queda allí nada que permita imaginar su antigua y lujosa
elegancia.
Los jardines tenían estilos bien
diferenciados y aún puede apreciarse en ellos las escaleras de mármol rosado,
los caminos de arena, los árboles frutales, los parterres floridos y las
fuentes y estatuas, estas últimas representaban bellos cuerpos de mujer
desnudos o recubiertos con un velo. No ha faltado alguna mente especulativa que
arriesgue la hipótesis de que la propia Catalina sirvió de modelo para las
esculturas. No puede comprobarse. Pero se sabe, en cambio, que a Catalina le
gustaba mucho la naturaleza, lo verde; le gustaba arrellanarse en los mullidos
butacones de la terraza a contemplar sus jardines, y desde allí permanecía
horas enteras sumergida en aquel mirar errático y silencioso.
Fernando López fue el arquitecto
que dirigió la remodelación realizada en el inmueble después de la Revolución.
No sabe con exactitud a cuánto ascendió el costo de la propiedad, porque en
aquella época las propiedades se inscribían en Amillaramiento, pero los dueños,
para pagar menos impuestos, declaraban un valor muy inferior a su costo real.
Aún así, Fernando piensa que fueron cinco millones de pesos, lo que hoy equivaldría
a unos sesenta millones de dólares.
Magdalena y Jesús, empleados actuales
del inmueble entrevistados mí, aseguran que han pensado mucho en Catalina Lasa
y la imaginan como una mujer de carácter dominante, fuerte, de convicciones
profundas; alguien que sabía muy bien lo que quería de la vida.
Magdalena incluso piensa que no era
una mujer sufrida, que ni siquiera sufrió demasiado por el rechazo con que la
sociedad castigó su transgresión, sino que supo gozar de la vida y se la
pasó estupendamente, como parece demostrar, entre otras, esta anécdota:
María Luisa Gómez Mena, condesa consorte de Revilla de Camargo, y
Catalina, eran rivales en sociedad. Se cuenta que una noche ambas asistieron a
un sarao, y que para asistir, la condesa había invertido una gran suma en la
compra de un modelo exclusivo a un modisto francés muy reputado. Catalina
sobornó a una mucama del servicio de María Luisa para que le entregara una
copia del modelo y la noche del sarao se presentó con idéntico atuendo. La
Revilla se retiró de la fiesta, quizás con un ataque de histeria; pero Catalina
continuó muy oronda y se divirtió a sus anchas sin que nada enturbiara su buen
humor.
Baró, a estas
alturas, ya no poseía ingenios ni haciendas azucareras. Se había desecho de
estas propiedades y tenía otros negocios. Puso oficinas en el banco Nueva
Scotia y repartía su tiempo entre sus nuevos negocios —presumiblemente de
bienes raíces y capitales—, y la vida social, que a pesar de todos los
esfuerzos realizados por él y de su poderoso y siempre creciente caudal, nunca
llegó a ser muy amplia, pues el matrimonio no consiguió recuperar jamás
la aceptación de toda la alta sociedad habanera. Su casa, por muy espléndida
que resultara en cuanto a arquitectura, se nota evidentemente concebida para
pequeñas reuniones, y no para eventos sociales de carácter magno como el
palacio de los condes de Revilla de Camargo. Definitivamente, para los
Baró-Lasa el ansia mayor era el goce de su amorosa intimidad.
LA MUERTE ABRE SUS ALAS
La feliz pareja disfrutó poco tiempo
del espléndido nido de sus amores. Apenas dos años después de construida la
grandiosa mansión, Catalina enfermó y Baró la llevó a París para ser tratada
por los mejores especialistas. Poco después ella moría en la capital francesa,
en brazos de su marido desesperado y asistida por Panchón Domínguez, reputado
especialista cubano y médico personal de casi todos los cubanos pudientes que
conformaban la colonia cubana en París. Junto a la agonizante se encontraban
también sus hijos y algunos de sus hermanos.
Sobre la causa de su deceso se
ha especulado muchísimo. Algunas versiones aseguran que Catalina arrastraba una
larga y penosa enfermedad contraída durante los últimos tiempos que pasó en su
nueva vivienda habanera, por lo cual ya no se mostraba en público, y ante los
empleados y sirvientes sólo lo hacía con el rostro semicubierto por un velo
negro. El certificado de su muerte, archivado entre los legajos del cementerio
de Colón, habla de una intoxicación producida por ingesta de pescado. También
se ha manejado la posibilidad de fallo del corazón causado por una cura de
adelgazamiento conducida con exceso, hipótesis que se sostiene sólidamente por
el hecho de encontrarse Catalina en Carlsbad, famoso balneario del este de
Europa, en el momento en que enfermó. También se ha especulado sobre la
posibilidad de una neumonía, cáncer de pecho, envenenamiento por ingestión de
setas venenosas (¿o envenenadas?) y otras dolencias, sin que de cierto se sepa
la verdad. En la biografía de Panchón Domínguez escrita por su hija, esta solo
narra que su padre fue llamado con suma urgencia en medio de la noche al petit hotel de los
Baró-Lasa, donde encontró a Catalina agonizante en su lecho. El célebre médico
nada pudo hacer por salvarla y ella expiró en los brazos de su marido, rodeada
de algunos miembros de su familia. Ocurrió en la noche del 3 de noviembre de
1930. Tenía cincuenta y cinco años. Por una de esas extrañas coincidencias de
la vida, la fecha elegida por Catalina para abandonar este mundo fue la misma
que vio partir en el último viaje a su sempiterna enemiga Rosalía Abreu.
Como era costumbre en aquellos
tiempos entre las clases pudientes, Baró hizo embalsamar el cuerpo de su mujer
en la agencia parisina de St Honoré de Eybaud y dispuso que el vapor francés
Meñique trajera a La Habana el cadáver en capilla ardiente a través del
Atlántico; se ha dicho que pagó para que cada día, durante toda la travesía, un
avión arrojara sobre el barco una lluvia de rosas amarillas.
El cadáver llegó a La Habana el 2 de
enero de 1931, y tuvo su primer enterramiento en una finca particular, pues el
panteón familiar que Baró había comenzado a construir un año antes al costo de
medio millón de pesos oro, aún no había sido terminado. Dos años más tarde sus
restos fueron definitivamente trasladados a la que es hoy una de las más
bellas, valiosas y arquitectónicamente representativas capillas del cementerio
de Colón.
LA TUMBA
La capilla de estilo Art Deco que
guarda para la Eternidad los restos de Catalina Lasa, Pedro Baró y doña
Concepción, madre de este último, fue construida en mármol blanco (¿de Bérgamo,
de Carrara?) con puertas de ónix o de granito negro; pero según el historiador
Antonio Medina, especialista en monumentos fúnebres de la necrópolis de Colón,
se trataría en realidad de un bastidor corredizo de bronce grumoso recubierto
de un fino cristal negro trabajado en relieve por el propio René Lalique, y
traído de Francia expresamente para la decoración de la tumba. (Lalique
fabricaba ya entonces un cristal llamado Claro de Luna, con textura
lechosa de gran belleza, cuya fórmula se llevó al silencio de la muerte).
La puerta tiene grabada en su mitad
superior una cruz que se dice fue pedida por Catalina para que custodiara su
última morada. La cruz está orlada por cenefa de rosas e irradia de sí muchos
rayos, los cuales van a derramarse en la mitad inferior sobre los cuerpos de
dos querubines arrodillados. Dibujados de acuerdo con la ley de frontalidad,
estos ángeles muestran un cierto sabor egipcio. Con su única mano bendicen
hacia el suelo una columna vertical de rosas encadenadas.
El ábside de la capilla es una media
cúpula en forma de vaina decorada con cristales de Lalique, cada uno de los
cuales ostentaba una rosa amarilla Catalina Lasa sobre fondo púrpura, que al
ser traspasada por los rayos del sol proyectaba la imagen colorida de la flor
sobre las lápidas en el interior.
Cuando visité el Cementerio con
la esperanza de entrar a la capilla, tuve la decepción de saber que nadie ha
franqueado su umbral desde hace por lo menos cinco décadas, pues la llave fue
extraviada en circunstancias misteriosas. Tuve que conformarme con dar la
vuelta y subirme sobre el cemento de otra tumba trasera para poder espiar a
través de los cristales. Por suerte, en un intento de robo perpetrado contra el
monumento durante el Período Especial, uno de tales bloques fue fracturado,
siendo sustituido rápidamente por otro transparente a través del cual es
posible captar algunos detalles del interior de la capilla.
Así alcancé a distinguir tres tumbas
colocadas en semicírculo, detrás de las cuales se divisa una cruz de cristal
amarillo, en realidad una mampara tras el altar que está detrás de la tumba de
Catalina. Este altar aparece vacío, aunque Medina asegura que antaño hubo allí
dos candelabros. Ante cada una de las tumbas hay una mampara de cristal de
cuarzo transparente con cenefas de cuadros, y en cada cuadro una rosa tallada.
Hacia la derecha, y casi fuera del marco de la visión, hay algo parecido a una
capillita, altar o nicho al que evidentemente le falta la puerta, pues se puede
ver perfectamente el marco.
En el interior de aquel recinto
sepulcral reina una paz tan absoluta que llega a estremecer, pero tiene cierta
semejanza con la última sonrisa de alguien que, a pesar de todo, ganó las dos
grandes batallas del Hombre: la de la vida y la de la muerte.
DESPUÉS…
Cuando Catalina murió, Baró no quiso
habitar más la casa; pero tampoco venderla, y la alquiló a un canadiense. A su
muerte, ocurrida diez años después, parece ser que la hija de éste, quien vivía
en París, prestó o arrendó el inmueble al Consulado francés hasta 1957, año en
que pasó a sus últimos ocupantes, una institución de boy scouts o algo semejante. Luego del triunfo revolucionario
terminó convertida en la Casa de la Amistad Cubano-Soviética, y hoy es
simplemente la Casa de La Amistad, donde cualquiera puede sentarse a disfrutar
de los bellos jardines donde Catalina y Juan se amaron, y comprar un refrigerio
o un almuerzo en divisas, tomando este último en el impresionante comedor que
por lo general, permanece completamente vacío.
El cadáver de Baró fue
trasladado a La habana desde París en octubre de 1940 y sepultado junto a la
que en vida fue su gran amor. Pero aquí hay un detalle que considero
imprescindible esclarecer. Según me han informado especialistas en arte
funerario, estudiosos de monumentos, y Teresita Aloy, historiadora del
cementerio de Colón, es absolutamente falso que Baró se haya hecho enterrar de
pie a la cabecera de Catalina para rendir eterno homenaje a quien fue para él
la mujer más perfecta y más amada del planeta. Simplemente duerme junto a
ella en la tradicional postura yacente del mundo occidental.
Sin embargo, sí es un hecho real
que cuando enterró a su esposa Juan ordenó fundir sobre el féretro varios
metros de concreto, para impedir que futuros violadores y saqueadores de tumbas
osaran profanar su belleza y perturbar su descanso eterno. La leyenda de estos
amores asegura que por deseo de su marido, el cuerpo embalsamado de Catalina
fue enterrado con todas sus joyas, como una auténtica momia de faraón. Otra
versión asegura que solo se trataba de un pectoral donde las piedras preciosas
engastadas en oro conformaban un diseño de rosas.
Los trabajadores del Cementerio creen
que ese fue otro de los motivos que tuvo Baró para tomar la disposición de
convertir la fosa en poco menos que un bunker. He preguntado a muchos de ellos
si las joyas de Catalina pudieran continuar aún hoy sobre su pecho, pero nadie
ha sabido darme una respuesta rotunda, y no ha faltado quien, considerando la
falta de escrúpulos y la avidez de riquezas tradicionales en los
gobernantes de la República, dude de que semejante tesoro repose todavía
entre los senos de la diosa sepultada.
FANTASMAS
Mientras entrevistaba a los actuales
empleados de la Casa de la Amistad se me ocurrió preguntarles si existe alguna
leyenda sobre la presencia de fantasmas en el inmueble. Se cruzaron
miradas entre ellos y de repente temí que irrumpieran en una sonora
carcajada de burla ante la ingenuidad de mi pregunta, pero para mi sorpresa
permanecieron graves y comenzaron a narrarme extrañas historias.
No solo actualmente, sino desde
que la casa fue abandonada por sus propietarios originales, los empleados,
sirvientes, jardineros y limpiadoras han referido haber visto fantasmas errando
por las escaleras, los cuartos, los jardines y hasta la biblioteca de Baró
(hoy tienda de tabaco de la Casa), donde se asegura que en ciertas
ocasiones puede verse el humo de un habano flotando en el aire de la
habitación.
Magdalena Ramos habla del sonido de
una invisible bola de cristal que rueda por las escaleras y estalla contra el
piso. También me refirió que una noche de huracán en la que los
trabajadores fueron convocados para montar guardia y proteger el inmueble, ella
se encontraba en su pequeña oficina intentando trabajar en la computadora. Un
sopor momentáneo la invadió, y al intentar mantener los ojos abiertos creyó
distinguir la imagen borrosa de una mujer ataviada con una larga túnica color
amarillo pálido y un velo del mismo color. Tras el tejido leve y transparente
creyó reconocer los rasgos de Catalina.
Una empleada que trabajó durante
dieciséis años en la Casa y ahora labora en el Instituto Cubano de Amistad con
los Pueblos, me comentó tímidamente que mientras estuvo allí escuchó en varias
ocasiones el llanto de un niño al que buscó por todas partes y jamás encontró.
Ella también juró haber visto una única vez el espectro de Catalina
vestida de blanco descendiendo por la escalera, y ese fue el motivo por el cual
solicitó su traslado al ICAP. Las puertas del ático se abren y cierran solas, y
un antiguo jardinero que había trabajado cuidando las rosas de Catalina,
contaba siempre a sus descendientes que en más de una ocasión, al alzar la
mirada hacia la ventana de la que había sido alcoba de la señora, percibió el
rostro de una mujer que asomada tras el cristal le saludaba gentilmente con su
mano.
Roldán, el subdirector, me contó de un
tiket de venta que cuando salió de la caja pagadora a manos del cliente, en
lugar de decir: “Vuelva a la Casa de la Amistad”, rezaba de manera
incomprensible: “Vuelve a Lasa de la Amistad”.
En otra parte de la ciudad una persona
a quien entrevisté, y cuyo nombre me pidió mantener en el anonimato, me relató
lo siguiente: su padre, conocido historiador e investigador habanero, comenzó
años atrás una pesquisa sobre Catalina Lasa y Juan Pedro Baró. Trabajó en el
Archivo de la Oficina del Historiador, en el Archivo Nacional y varias
bibliotecas, y reunió una considerable documentación sobre sus vidas. De
repente, una tarde, mientras se encontraba reunida su familia esperándolo para
cenar, el investigador abrió de un tirón la puerta de su despacho y se
precipitó en la sala con el aspecto de un hombre aterrorizado. Apenas conseguía
hablar, y cuando al fin pudo hacerlo dijo entrecortadamente que Juan Pedro Baró
estaba dentro de la estancia desordenándole violentamente los papeles de la
investigación. A partir de ese día sus facultades mentales comenzaron a
declinar aceleradamente y hoy se encuentra internado en una institución,
aquejado de una irreversible demencia senil.
¿Debe el lector prestar crédito a
todas estas historias? No puedo pronunciarme al respecto, pero por mi parte, si
cediera a la tentación de interpretarlas, diría que estas presencias
evanescentes nos hablan de un amor tan intenso que se niega a morir, porque no
alcanzó a agotar en vida la savia terrenal que lo hizo nacer y lo alimentó por
tantos años.
No creo que Catalina Lasa y Juan Pedro
Baró deseen oraciones por el descanso eterno de sus almas. Me parece más bien
que aún del otro lado del Umbral continúan recorriendo sin cesar los escenarios
de su pasión, porque eso los hace muy felices y tal vez les consuele de su
actual condición inmaterial. Como si se dijeran una y otra vez mirándose a sus
ojos de espectros: Recordar
es volver a vivir.
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La Historia de un Gran Amor
ResponderEliminarUna historia fascinante.
ResponderEliminarQué romance!
EliminarMaritza