Las
dos caras
de
La Habana
Iván García/Especial DLA
Muy cerca de La Palma,
localidad al sur de La Habana donde confluyen cuatro céntricas calzadas, en un
ranchón típico campesino con techo de guano, columnas de troncos de madera y
sin paredes laterales, se ha montado una exitosa cervecera particular.
En la carta, variados menús,
cervezas, tapas, vinos y el mejor surtido de whisky de la ciudad. En el techo
cuelgan camisas de peloteros de Industriales mezcladas con la azulgrana de Leo
Messi. El ambiente es agradable. Aunque es un sitio caro para el habanero
promedio, casi todas las noches se llena. Un “tubo” con 10 vasos de cerveza y
una ración de nuggets de pollo cuesta 16 cuc, el salario mensual de un obrero.
A menos de un kilómetro del lugar,
en la barriada marginal de Párraga, Lucía ya olvidó la última vez que el Estado
asfaltó las calles. Auténticos cráters
que se desbordan de agua los días lluviosos o debido a roturas en las cañerías.
El agua estancada es el embrión del mosquito trasmisor del dengue que asola la
capital.
Lucía ha oído hablar de la
cervecera de La Palma. Pero su bolsillo no puede sufragar tales gastos. Sus dos
hijos están presos por robo con fuerza en una bodega y el escaso dinero que
reúne vendiendo tamales, apenas alcanza para darle a comer a sus tres nietos y
cada 45 días llevarle a sus hijos a la cárcel, una jaba con azúcar prieta, pan
tostado y mayonesa casera.
“Soy yo sola. Mi marido es un
alcohólico a tiempo completo. Desde que se levanta está pegado a la botella de
'chispa' [ron infame]. Las madres de mis nietos son 'matadoras de jugadas'
[jineteras del montón]. Lo de ellas es hacer el amor, fumar marihuana y beber
cerveza, cuando reúnen unos pocos pesos convertibles. Apenas les importan sus
niños. Mi vida es llevar a los tres nietos al colegio, preparar y vender
tamales y en las noches ver en la tele la novela de turno”, cuenta Lucía,
sentada en un viejo taburete.
Mientras las nuevas aperturas
económicas crean un sector gastronómico y de pequeños negocios privados con
aire acondicionado, luces de neón, diseños elegantes y precios de Manhattan, la
otra parte de La Habana parece una zona de guerra. Esta Habana de dos rostros
acaba de cumplir 494 años de fundada.
Camine usted por barrios de
Centro Habana, Marianao o Cerro. Pregúntele a la gente de sus prioridades. El
90% le hará un extenso recuento de lo difícil y caro que les resulta llevar
cada día a la mesa dos platos calientes de comida. Muchas familias de las áreas
más pobres comen poco y mal. Lo que aparezca. Una pizza o un pan con croqueta,
que ni el gastronómico que las vende sabe decirle con qué se elaboran.
La mayoría de los barrios pide
a gritos una remodelación de envergadura. El 60% del fondo habitacional de la
ciudad está en regular o mal estado técnico. A bolina hace rato se fue aquel
Estado del Bienestar instaurado por Fidel Castro con la intención de crear una
sociedad igualitaria.
Su hermano Raúl Castro ha sido
el enterrador de ese Estado. Era incosteable e ineficiente. Trajo consigo la
pobreza socializada, corrupción rampante y un ejército de pillos y compadres
que visten guayaberas blancas y hablan en nombre de los desposeídos, pero hacen
opíparas cenas, andan en autos con gasolina estatal y residen en espléndidas
mansiones en antiguos repartos de la burguesía criolla.
En esta Habana otoñal, si
alguien vive como Dios manda, es la casta de empresarios verde olivo,
amanuenses disciplinados y coristas creativos. Entre los que también han
logrado dar un salto hacia delante en sus vidas, remodelar sus casas, tener un
iPhone y televisor de plasma, se encuentran artistas, músicos y deportistas. O
pequeños empresarios que han montado cafeterías y restaurantes exitosos; los
que se dedican a la prostitución o quienes en Miami tienen parientes que les
hagan préstamos.
El resto de la población se las
arregla como puede. Eulogio, dueño de una casa de juego ilegal, pasadas las 10
de la noche suele ir a beber dos “tubos” de cerveza y picar camarones al ajillo
en la cervecera de La Palma.
A esa misma hora, Lucía está
tostando pan viejo en una destartalada cocina de queroseno. Al día siguiente
tiene visita en el Combinado del Este. El viaje de ida y vuelta demora seis
horas. En sus hombros carga una jaba de 10 kilos, con lo que ha podido
prepararle a sus dos hijos presos.
La Habana con aire
acondicionado, diseños elegantes y luces de neón no existe para ella.
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