El
origen más probable de este ratoncito y su identificación con un hada proviene de
un cuento francés del siglo XVIII de la baronesa d´Aulnoy: “El buen ratoncito”.
En
él se habla de un hada que se transforma en un
ratón para ayudar a derrotar a un malvado rey, ocultándose bajo la almohada del
mismo, tras lo cual se le caen todos los dientes.
Un cuento –y su tradición- prácticamente
universales aunque adopten formas diversas en distintas culturas. Se le
reconoce como "Ratoncito Pérez" en los países hispanohablantes,
aunque en México, Perú y Chile se le conoce como “El Ratón de los dientes”. En
Francia se le llama "Ratoncito",
en Italia "Topolino", "Topino o "Fatina", y en los países anglosajones este papel lo encarna el "Hada de los dientes".
Aunque a pesar de su existencia tradicional, en algunos lugares pese más la tradición
de tirar los dientes de los niños a los tejados de las casas.
Su introducción en lengua
española se debe al P. Luis Coloma, S.J. Y su origen no puede ser más ilustre
porque fue creado para un rey. En 1894,
desde el propio Palacio Real de España, pidieron a Coloma (Pequeñeces.
Jeromín), que escribiera un cuento cuando a Alfonso XIII, que
entonces tenía 8 años, se le cayó un diente. Coloma presenta un Ratón Pérez como
un bonachón personaje que muestra al rey Buby (apodo con que la reina María
Cristina llamaba a su hijo) las miserias
de los pobres, antes de depositar un toisón de oro en su ilustre lecho.
El ratón vivía con su familia
dentro de una gran caja de galletas, en el almacén de la entonces famosa
confitería Prast, en el número ocho de la calle del Arenal, en el corazón de
Madrid, a unos cien metros del Palacio Real. El pequeño roedor se escapaba
frecuentemente de su domicilio y, a través de las cañerías de la ciudad,
llegaba a las habitaciones del pequeño rey Buby I (Alfonso XIII) y las de otros
niños más pobres que habían perdido algún diente, a través de múltiples y
fantásticas peripecias despistando a los gatos que siempre estaban al acecho.
Años después este ilustre
personaje recibió un merecido reconocimiento tras estar años y años llenando de
ilusión los sueños de los más pequeños. El Ayuntamiento de Madrid rindió un homenaje a este ratoncito de
leyenda instalando una placa conmemorativa en la calle del Arenal Nº 8 de Madrid,
el mismo lugar donde el padre Coloma situó la vivienda del roedor. La placa
muestra el siguiente texto: “Aquí vivía, en una caja de galletas, Ratón Pérez,
según el cuento que el padre Coloma escribió para el niño Rey Alfonso XIII”.
El Ratón Pérez se convirtió de
este modo en el primer personaje ficticio al que el Ayuntamiento homenajeaba
con una placa del Plan “Memoria de Madrid”. Y es de los
pocos personajes de ficción que tiene residencia real conocida.
Ahora los niños le dirigen cartas
a su domicilio de la calle Arenal e incluso llegan a mandarle sus dientes por
correo, sin perder esa gran ilusión que este ratón muy pequeño, con sombrero de
paja, lentes de oro, zapatos de lienzo y una cartera roja, colocada a la
espalda, (según las ilustraciones de los libros) siempre les ha hecho sentir.
Quiso el Padre Coloma con este pequeño cuento
sembrar en el rey la idea de que todos los hombres somos hermanos: ricos y
pobres, buenos y malos. Bajo su título escribió estas palabras:
“Sembrad en los niños la idea, aunque no la
entiendan: los años se encargarán de descifrarla en su entendimiento y hacerla
florecer en su corazón”.
Para quienes quieran leer esta joya centenaria,
reproduzco la versión original, tal como fuera escrita por el Padre Coloma:
Cuento
original de Luis Coloma S.J.
Á SU ALTEZA REAL EL SERENISIMO
SEÑOR PRÍNCIPE DE ASTURIAS,
DON ALFONSO DE BORBÓN Y BATTENBERG.
SEÑOR PRÍNCIPE DE ASTURIAS,
DON ALFONSO DE BORBÓN Y BATTENBERG.
Señor:
Hace cerca de veinte años que escribí estas
páginas para S. M. el Rey D. Alfonso XIII, vuestro augusto padre. Permitidme,
Señor, que, al reimprimirlas hoy, las dedique á V. A., deseoso de que arraigue
en vuestra alma, tan honda y fructuosamente como arraigó en vuestro padre, la
sencilla y sublime idea de la verdadera fraternidad humana.
Que Dios bendiga á V. A. como de todo corazón lo
pide diariamente, su affmo. en Cristo,
Luis Coloma, S. J.
Sembrad en los niños la idea, aunque no la
entiendan: los años se encargarán de descifrarla en su entendimiento y hacerla
florecer en su corazón.
Entre la
muerte del rey que rabió y el advenimiento al trono de la reina Mari-Castaña
existe un largo y obscuro período en las crónicas, de que quedan pocas
memorias. Consta, sin embargo, que floreció en aquella época un rey Buby I,
grande amigo de los niños pobres y protector decidido de los ratones.
Fundó una fábrica de muñecos
y caballos de cartón para los primeros, y sábese de cierto, que de esta fábrica
procedían los tres caballitos cuatralbos, que regaló el rey D. Bermudo el
Diácono á los niños de Hissén I, después de la batalla de Bureva.
Consta también que el rey Buby prohibió
severamente el uso de ratoneras y dictó muy discretas leyes para encerrar en
los límites de la defensa propia los instintos cazadores de los gatos: lo cual
resulta probado, por los graves disturbios que hubo entre la reina doña Goto ó
Gotona, viuda de D. Sancho Ordóñez, rey de Galicia, y la Merindad de Ribas de
Sil, á causa de haberse querido aplicar en ésta las leyes del rey Buby al gato
del Monasterio de Pombeyro, donde aquella Reina vivía retirada.
El caso fué grave y sus memorias muy duraderas, por más que unos autores digan que el gato en cuestión se
llamaba Russaf Mateo, y otros le llamen simplemente Minini. De todos modos el
hecho resulta probado, aunque nada diga sobre ello Vaseo, ni tampoco lo
mencione el Cronicón Iriense, y el bueno de D. Lucas de Tuy haga como que se
olvida del caso, quizá, quizá, por razones de conveniencia.
Consta también que el rey Buby comenzó á reinar á
los seis años bajo la tutela de su madre, señora muy prudente y cristiana, que
guiaba sus pasos y velaba á su lado, como hace con todos los niños buenos el
ángel de su guarda.
Era entonces el rey Buby un verdadero encanto, y
cuando en los días de gala le ponían su corona de oro y su real manto bordado,
no era el oro de su corona más brillante que el de sus cabellos, ni más suaves los armiños de su
manto que la piel de sus mejillas y sus manos. Parecía un muñequito de Sévres,
que en vez de colocarlo sobre la chimenea, lo hubieran puesto sentadito en el
trono.
Pues sucedió, que comiendo un día el Rey unas
sopitas, se le comenzó á menear un diente. Alarmóse la corte entera, y
llegaron, uno en pos de otro, los médicos de Cámara. El caso era grave, pues
todo indicaba que había llegado para S. M. la hora de mudar los dientes.
Reunióse en consulta toda la Facultad;
telegrafióse á Charcot, por si venía complicación nerviosa, y decretóse al cabo
sacar á S. M. el diente. Los médicos quisieron cloroformizarle, y el Presidente
del Consejo sostuvo porfiadamente esta opinión, por ser él tan impresionable,
que nunca dejaba de hacerlo cada vez que se cortaba el pelo.
Pero el rey Buby era animoso y valiente, y empeñóse en arrostrar el peligro cara á cara. Quiso, sin
embargo, confesarse antes, porque faena hecha no ocupa lugar, y después de
todo, lo mismo puede escaparse el alma por la herida de una lanza, que por la
mella de un diente.
Atáronle, pues, al suyo una hebra de seda
encarnada, y el médico más anciano comenzó á tirar con tanto pulso y acierto,
que á la mitad del empuje hizo el Rey un pucherito, y saltó el diente tan
blanco, tan limpio y tan precioso como una perlita sin engaste.
Recogiólo en un azafate de oro el gentilhombre
Grande de guardia, y fué á presentarlo á S. M. la Reina. Convocó ésta al punto
el Consejo de Ministros, y dividiéronse las opiniones.
Querían unos engarzar en oro el dientecito y guardarlo en el tesoro de la Corona; y proponían
otros colocarlo en el centro de una rica joya, y regalarlo á la imagen de la
Virgen, patrona del Reino. Pareceres ambos en que descubrían aquellos ministros
cortesanos, más bien el deseo de halagar á la madre, que el de servir á la Reina.
Mas esta Señora, que como mujer lista no fiaba de
aduladores y era muy prudente y amiga de la tradición, resolvió que el rey Buby escribiese á Ratón Pérez una atenta carta, y
pusiese aquella misma noche el diente debajo de su almohada, como ha sido y es
uso común y constante de todos los niños, desde que el mundo es mundo, sin que
haya memoria de que nunca dejase Ratón Pérez de venir á recoger el diente y á
dejar en cambio un espléndido regalo.
Así lo hizo ya el justo Abel en su tiempo, y
hasta el grandísimo pícaro de Caín puso su primer diente, amarillo y apestoso
como uno de ajo, escondido entre la piel de perro negro que le servía de
cabecera. De Adán y Eva no se sabe nada: lo cual á nadie extraña, porque como
nacieron grandecitos, claro está que no mudaron los dientes.
Apuradillo se vió el rey Buby para escribir la
carta; pero consiguiólo al cabo, y no sin grande suerte, pues tan sólo llegó á
mancharse de tinta los cinco dedos de cada mano, la
punta de la nariz, la oreja izquierda, un poco del borceguí derecho y todo el
babero de encajes desde arriba hasta abajo.
Acostóse aquella noche más temprano que de
costumbre, y mandó que dejasen encendidos en la alcoba todos los candelabros y
arañas. Puso con mucho primor debajo de la almohada la
carta con el diente dentro, y sentóse encima dispuesto á esperar á Ratón Pérez,
aunque fuese necesario velar hasta el alba.
Ratón
Pérez tardaba, y el Reyecito se entretuvo en pensar el discurso que había de
pronunciarle. Á poco abría Buby mucho los ojitos, luchando contra el sueño que
se los cerraba: cerróselos al fin del todo, y el cuerpecillo resbaló buscando
el calor de las mantas, y la cabecita quedó sobre la almohada, escondida tras
un brazo, como esconden los pajaritos la suya debajo del ala.
De pronto, sintió una cosa suave que le rozaba la
frente. Incorporóse de un brinco, sobresaltado, y vió delante de sí, de pie
sobre la almohada, un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro,
zapatos de lienzo crudo y una cartera roja, terciada á la espalda.
Miróle el rey Buby muy espantado, y Ratón Pérez,
al verle despierto, quitóse el sombrero hasta los pies, inclinó la cabeza según
el ceremonial de corte, y en esta actitud reverente esperó á que Su Majestad
hablase.
Pero S. M. no dijo nada, porque el discurso se le
olvidó de pronto, y después de pensarlo mucho, tan sólo acertó á decir algún
tanto azorado:
—Buenas noches...
Á lo cual respondió Ratón Pérez profundamente
conmovido:
Y con estas corteses razones, quedaron Buby y
Ratón Pérez los mejores amigos del mundo. Conocíase á la legua que era éste un
ratón muy de mundo, acostumbrado á pisar alfombras y al trato social de
personas distinguidas.
Su conversación era variada é instructiva y su
erudición pasmosa. Había viajado por todas las cañerías y sótanos de la corte,
y anidado en todos los archivos y bibliotecas: sólo en la Real Academia
Española se comió en menos de una semana tres manuscritos inéditos que había
depositado allí cierto autor ilustre.
Habló también de su familia, que no era muy
numerosa: dos hijas, ya casaderas, Adelaida y Elvira, y un hijo adolescente,
Adolfo, que seguía la carrera diplomática, en el cajón mismo en que el Ministro
de Estado guardaba sus notas secretas. De su mujer habló
poco y como de paso, por lo cual sospechó el Reyecito que habría allí alguna messa
allianza, ó quizá disensiones matrimoniales.
Oíale todo esto el rey Buby embobado, extendiendo
de cuándo en cuándo maquinalmente la manita, para cogerle por el rabo. Mas
Ratón Pérez, con una oscilación rápida y ceremoniosa, ponía el rabo de la otra
parte, burlando así el intento del niño, sin faltar en nada al respeto debido
al Monarca.
Era ya tarde, y como el rey Buby no pensaba en
despedirle, Ratón Pérez insinuó hábilmente, sin faltar á la etiqueta, que le
era forzoso acudir aquella misma noche á la calle de Jacometrezo, número 64,
para recoger el diente de otro niño muy pobre, que se llamaba Gilito. Era el
camino áspero y hasta cierto punto peligroso, porque había en la vecindad un
gato muy mal intencionado, que llamaban D. Gaiferos.
Antojósele al rey Buby acompañarle en aquella
expedición, y así se lo pidió á Ratón Pérez con el mayor ahinco. Quedóse éste
pensativo, atusándose el bigote: la responsabilidad era muy grande, y érale
forzoso además detenerse en su propia casa para recoger el regalo que había de
llevar á Gilito en cambio de su diente.
Á esto respondió el rey Buby que él se tendría
por muy honrado con descansar un momento en casa tan respetable.
La vanidad venció á Ratón Pérez, y apresuróse á
ofrecer al rey Buby una taza de té, á trueque de conquistar el derecho de poner
cadenas en la puerta de su casa, como se hacía en aquellos tiempos en todas las
que conseguían el honor de hospedar á un monarca.
Vivía Ratón Pérez en la calle del Arenal, núm. 8,
en los sótanos de Carlos Prats[A], frente por frente de una gran pila de quesos
de Gruyère, que ofrecían á la familia de Pérez, próxima y abastada despensa.
Fuera de sí de contento, tiróse el rey Buby de la
cama, y comenzó á ponerse su blusita. Mas Ratón Pérez saltó de repente sobre su
hombro, y le metió por la nariz la punta del rabo: estornudó estrepitosamente
el Reyecito, y por un prodigio maravilloso, que nadie hasta el día de hoy ha
podido explicarse, quedó convertido, por el mismo esfuerzo del estornudo, en el
ratón más lindo y primoroso que imaginaciones de hadas pudieran soñar.
Era todo él brillante como el oro, y suave como
la seda, y tenía los ojitos verdes y relucientes como dos esmeraldas cabochon.
Tomóle de la mano Ratón Pérez, sin usar ya tantas
ceremonias, y entróse con él, disparado como una bala, por un agujero que
debajo de la cama y oculto por la alfombra había.
Era su carrera desatinada, obscuro el camino,
húmedo y hasta pegajoso, y cruzábanse á cada paso con bandadas de diminutas
alimañas, que á tientas les pinchaban y mordían.
Á veces deteníase Ratón Pérez en alguna
encrucijada, y exploraba el terreno antes de seguir adelante: todo lo cual puso
al rey Buby un poco nervioso y de mal humor, porque llegó á sentir desde el
hociquito hasta la punta del rabo ciertos ligeros escalofríos que le parecieron
señales de miedo. Acordóse, sin embargo, de que
El miedo es natural en el prudente
y el saberlo vencer es ser valiente.
y se venció y fué valiente por razón, que es en
lo que el verdadero valor consiste. Tan sólo una vez, al sentir un estrépito
espantoso sobre su cabeza, que no parecía sino que pasaban por encima diez docenas de Ripers-Oliva,
preguntó muy bajito á Ratón Pérez si era allí donde vivía D. Gaiferos.
Contestóle Ratón Pérez haciendo con el rabo un ademán negativo, y siguieron
adelante.
Á poco entraron en una suave explanada, que venía
á desembocar en un sótano ancho y muy bien embaldosado, donde se respiraba una
atmósfera tibia, perfumada de queso. Doblaron una enorme pila de éstos, y
encontráronse frente á frente de una gran caja de galletas de Huntley.
Allí era donde vivía la familia de Ratón Pérez,
bajo el pabellón de Carlos Prats, tan á sus anchas y con tanta holgura, como
pudo vivir la rata legendaria de la fábula, en el queso de Holanda.
Ratón Pérez presentó el rey Buby á su familia
como un touriste extranjero que visitaba la
corte, y las ratonas le acogieron con esa elegante aisance de las damas
acostumbradas á mucho trato. Las señoritas hacían labor con su aya Miss
Old-Cheese, ratona inglesa muy ilustrada, y la señora de Pérez bordaba para su marido
un precioso gorro griego al calor de una chimenea en que ardía alegre fuego de
rabitos de pasas.
Agradó mucho al rey Buby aquel plácido interior
de familia burguesa, que revelaba en todos sus detalles esa aurea
mediocritas (dorada medianía) de que habla el poeta
como del estado más apto para hallar paz y felicidad en esta vida.
Sirvieron el té Adelaida y Elvira en primorosas
tazas de cáscaras de alubias, y luego se hizo un poco de música.
Adelaida cantó al arpa el aria de Desdémona, assisa al pie d'un salice,
con un gusto y afinación que encantaron al rey Buby.
No era Adelaida bonita, pero tenía modales muy
distinguidos, y hacía oscilar su rabo con cierta melancólica coquetería, que
revelaba, sin duda, alguna pena secreta.
Elvira, por el contrario, era vivaracha y hasta
un poco ordinaria; pero la energía de su alma le rebosaba por los ojos, y el
rey Buby creyó ver delante de sí una espartana repitiendo el himno de las
Termópilas, cuando cantó al piano con trágica entonación y enérgicos rencores
de raza:
En el Hospital del Rey
hay un retón con tercianas,
y una gatita morisca
le está encomendando el alma.
Entró en esto Adolfo, que venía del Jockey-Club,
donde con harto sentimiento de sus padres perdía tiempo y dinero jugando al Pocker
con los ratones agregados á la Embajada alemana.
El roce continuo con estos diplomáticos le había
engreído y extranjerizado, y no tenía otros tópicos de conversación que el Polo
y el Lawn-Tennis.
Con gusto hubiera prolongado el rey Buby la
velada, pero Ratón Pérez, que se había ausentado un momento, volvió con su
cartera terciada á la espalda, y al parecer bien repleta, y le manifestó
respetuosamente que ya era hora de partir.
Hizo, pues, el rey Buby, con mucha gracia, sus
corteses ofrecimientos de despedida, y la Ratona Pérez, en un
arranque de cordialidad un poco burguesa, plantóle en cada mejilla un sonoro
beso. Adelaida le tendió una pata con cierto aire sentimental, que parecía
decir:
—¡Hasta el cielo!
Elvira le dió un apretón de manos á la inglesa, y
Miss Old-Cheese le hizo una ceremoniosa cortesía á lo reina Ana Stuard, y le
enfiló su lorgnon de concha hasta que le perdió de vista.
Adolfo estuvo también muy expresivo: acompañóles
hasta la entrada de la cañería, y allí reiteró á Buby su ofrecimiento de
presentarlo en el Polo-Club, y le recomendó por tercera vez el uso de las
raquetas J. Tate del núm. 12, ó á lo más del 12½. Las del 13 resultaban ya,
para manos ratoniles, algo pesadas.
Agradecióselo mucho el Reyecito, y se despidió
pensando que Adolfo podría ser en verdad muy elegante, pero que sin duda tenía
los sesos de picatoste.
Comenzaron de nuevo su desatinada carrera Buby y Ratón Pérez, con un lujo de precauciones
que sobresaltaron al Reyecito.
Caminaba delante un grueso pelotón de fornidos
ratones, gente toda de guerra, cuyas aceradas bayonetas de finas agujas
relumbraban á veces en la obscuridad. Detrás venía otro pelotón no menos
numeroso, armados también hasta los dientes.
Confesó entonces Ratón Pérez que no se había
determinado á emprender aquella expedición, sin garantir suficientemente con
aquella aguerrida escolta de Cazadores ligeros la persona del joven monarca que
con tanta nobleza se le confiaba.
De repente vió el rey Buby que desaparecía la
vanguardia entera por un estrecho agujero, que dejaba escapar reflejos de tenue
luz.
Había llegado el momento del peligro, y Ratón
Pérez, despacito, haciendo vibrar suavemente la punta del rabo, asomó poquito á
poco el hocico por aquel temeroso boquete: observó un segundo, retrocedió dos
pasos, tornó á avanzar lentamente, y de improviso, agarrando al rey Buby por la
mano, lanzóse con la rapidez de una flecha por el agujero, atravesó como una
exhalación una extensa cocina, y desapareció por otro agujero que frente por
frente había, detrás del fogón.
Con la rapidez con que se ven en el día de hoy
desfilar los palos del telégrafo por las ventanillas de un tren, así vió pasar
el rey Buby ante sus ojos, en su veloz carrera, el pavoroso cuadro de aquella
cocina... Al calorcito de la lumbre oculta bajo el rescoldo dormía el temido D. Gaiferos, gatazo enorme, cartujano, cuyos
erizados bigotes subían y bajaban al compás de su pausada respiración...
La guardia ratonil, inmóvil, silenciosa,
preparada, mordiendo ya casi el cartucho, protegía el paso del rey Buby,
formando desde el dormido D. Gaiferos hasta los dos agujeros de entrada y de
salida el formidable triángulo romano de la batalla de Ecnoma...
Era aquello imponente y aterrador...
Cesó el peligro una vez franqueado el agujero de
salida, y faltaba ya tan sólo subir á la última buhardilla de aquella misma
casa, que era donde Gilito vivía. Todo era entrada en aquella miserable
habitación abierta á todos los vientos, y los ratones la invadieron por
rendijas, grietas y agujeros, como se invade una ciudad ya desmantelada.
Encaramóse el rey Buby en el palo de una silla
sin asiento, única que había, y desde allí pudo abarcar todo aquel cuadro de
horrible miseria, que nunca hubiera podido ni aun
siquiera imaginar.
Era aquello un cuchitril infecto, en que el techo
y el suelo se unían por un lado, y no se separaban lo bastante por el otro para
dejar cabida á la estatura de un hombre. Entraba por las innumerables rendijas
el viento helado del alba, que ya clareaba, y veíanse por debajo de la tejavana
del techo grandes cuajarones de hielo.
No había allí más muebles que la silla que servía
de observatorio al rey Buby, un cesto de pan vacío, colgado del techo á la
altura de la mano, y en el rincón menos expuesto á la intemperie, una cama de
pajas y de trapos, en que dormían abrazados Gilito y su madre.
Acercóse Ratón Pérez, llevando al rey Buby de la
mano, y al ver éste de cerca al pobre Gilito, asomando las yertas manecitas por los trapos miserables que le cubrían, y pegada la preciosa
carita al seno de su madre, para buscar allí un poco de calor, angustiósele el
corazón de pena y de asombro, y rompió á llorar amargamente.
¡Pero si él nunca había visto eso!... ¿Cómo era
posible que no hubiese él sabido hasta entonces que
había niños pobres que tenían hambre y frío y se morían de miseria y de
tristeza en un horrible camaranchón?... ¡Ni mantas quería él ya tener en su
cama, mientras hubiese en su reino un solo niño que no tuviera por lo menos
tres calzones de bayeta y un vestidito de bombasí!...
Conmovido también Ratón Pérez, se enjugó á
hurtadillas una lágrima con la pata, y procuró calmar el dolor del rey Buby,
enseñándole la brillante monedita de oro que iba á poner bajo la almohada de
Gilito, en cambio de su primer diente.
Despertó
en esto la madre de Gilito, é incorporóse en el lecho, contemplando al niño
dormido. Amanecía ya, y érale forzoso levantarse para ganar un mísero jornal,
lavando en el río. Cogió á Gilito en sus brazos, y le puso de rodillas, medio
dormido, delante de una estampita del Niño Jesús de
Praga que había pegada en la pared, sobre la misma cama.
El rey Buby y Ratón Pérez se pusieron de rodillas
con el mayor respeto, y hasta los cazadores ligeros se arrodillaron también,
dentro del canasto vacío en que merodeaban silenciosos.
El niño comenzó á rezar:
—¡Padre nuestro, que estás en los cielos!...
Hizo el rey Buby un gesto de inmensa sorpresa al
oirle, y se quedó mirando á Ratón Pérez con la boca abierta.
Comprendió éste su estupor y fijó en el Reyecito
sus penetrantes ojos; mas no dijo una sola palabra, esperando sin duda que otro
las dijese.
Emprendieron el viaje de vuelta silenciosos y
preocupados, y media hora después entraba el rey Buby en
su alcoba con Ratón Pérez.
Tornó allí éste á meter en la nariz del Rey la
punta de su rabo; estornudó de nuevo Buby estrepitosamente, y encontróse
acostadito en su cama, en los brazos de la Reina, que le despertaba, como todos
los días, con un cariñoso beso de madre.
Creyó, por el pronto, que todo había sido sueño;
mas levantó prontamente la almohada, buscando la carta para Ratón Pérez que
había puesto allí la noche antes, y la carta había desaparecido.
En su lugar había un precioso estuche con la
insignia del Toisón de Oro, toda cuajada de brillantes, regalo magnífico que le
hacía el generoso Ratón Pérez, en cambio de su primer diente.
Dejólo caer, sin embargo, el Reyecito sobre la
rica colcha, sin mirarlo casi, y quedóse largo tiempo pensativo, con el codo
apoyado en la almohada. De pronto dijo, con esa expresión seria y meditabunda
que toman á veces los niños, cuando reflexionan ó sufren:
—Mamá... ¿Por qué los niños pobres rezan lo mismo
que yo, Padre nuestro, que estás en los cielos?...
La Reina le respondió:
—Porque Dios es padre de ellos, lo mismo que lo
es tuyo.
—Entonces—replicó Buby aun más pensativo—seremos
hermanos...
—Sí, hijo mío; son tus hermanos.
Los ojitos de Buby rebosaron entonces admiración
profunda, y con la voz empañada por las lágrimas y trémulo
el pechito por el temblor de un sollozo, preguntó:
—¿Y por qué soy yo Rey, y tengo de todo, y ellos
son pobres y no tienen de nada?
Apretóle la Reina contra su corazón con amor
inmenso, y besándole en la frente, le dijo:
—Porque tú eres el hermano mayor, que eso
es ser Rey... ¿Lo entiendes, Buby?... Y Dios te ha dado de todo, para que
cuides en lo posible de que tus hermanos menores no carezcan de nada.
—Yo no sabía eso—dijo Buby, meneando con pena la
cabecita.
Y sin acordarse más del Toisón de Oro, púsose á
rezar, como todos los días, sus oraciones de la mañana. Y á medida que rezaba,
parecíale que todos los Gilitos pobres y desvalidos del reino se agrupaban en
torno suyo, alzando también á Dios sus manitas, y que él decía, llevando, como
hermano mayor, la voz de todos:
—¡Padre nuestro, que estás en los cielos!...
Y cuando el rey Buby fué ya un hombre y un gran
guerrero, y tuvo que pedir á Dios auxilio en los trabajos, y darle gracias en
las alegrías, siempre dijo, llevando la voz de todos sus súbditos, pobres y
ricos, buenos y malos:
—¡Padre nuestro, que estás en los cielos!...
Y cuando murió el rey Buby, ya muy ancianito, y
llegó su buena alma á las puertas del cielo, allí se
arrodilló y dijo como siempre:
—¡Padre nuestro, que estás en los cielos!...
Y en
cuanto esto dijo, le abrieron las puertas de par en par miles y miles de pobres
Gilitos, de que había sido Rey, es decir, hermano mayor, acá en la
tierra...
Congratulaciones y gratitud por un articulo con un tema tan sugerente y original . Los cuentos infantiles nos ensenan mas allá de lo esperado. La explicación tan pormenorizada un regalo a los sentidos. Gracias de nuevo, Marlene M
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