De la funeraria al cementerio
Por Mons. Willy Pino
Aunque el tema que voy a tratar es serio, no me resisto a mencionar los
distintos usos que le damos a la palabra “caja”. Así hablamos de las cajas fuertes, las cajas de música, las
cajas de ahorro, las cajas de cambios de los automóviles, las cajas de
caudales, las cajas negras de los aviones, las cajas registradoras de las “chopin”
y la caja del pan (el estómago, según algunos).
También hablamos de “cuadrar la
caja” y de “entrar en caja”
(ponerlo todo en buena forma). Esta última frase me sirve como introducción de
esta opinión personal: ¿Será posible que “entren
en caja” los servicios funerarios, incluyendo las cajas de muertos? Un
sacerdote, por razones de su labor pastoral, tiene que visitar muchas veces las
funerarias y los cementerios. Trataré de poner por escrito las críticas que he
oído decir en esos lugares en voz baja y, a veces, no tan baja, para que
busquemos soluciones.
Empecemos por los carros fúnebres. Agonizan como enfermos desahuciados:
en ocasiones, los dolientes tienen que empujar el carro porque se apagó y no
quiere arrancar; algunos han perdido la paciencia y se han llevado la caja en
hombros calle Bembeta abajo. A estos heroicos carros les faltan cristales,
espejos, faroles y pintura. La puerta trasera, por donde entran y salen los
cadáveres, hay que aguantarla con un palo. En resumen, que no sé cómo pasan el
“somatón”.
Claro que a esos carros fúnebres y a sus choferes hay que darles una
medalla, además de uniformes más bonitos, porque no paran. Lo mismo hay que ir
a Nuevitas que a Florida… que a donde la familia quiera enterrar a su difunto.
¡Y todo gratis! (¡No todo es malo!).
Dicho sea de paso, de Italia llegaron unos carros con cruces en el
techo, las que, rápidamente, fueron eliminadas, al igual que los crucifijos y
luego las cruces de madera que había en cada capilla de la funeraria. (Todavía
me asombro de que les siga llamando “capillas”).
Esto de los carros de aquí para allá provoca otro problema: avisas a la
Funeraria que murió alguien y podrán pasar horas para que vengan a prestarte
sus servicios… “porque un carro está para
Najasa y otro para Guáimaro, pero el primero que llegue va para allá” (es
lo que buenamente dicen si insistes por teléfono). Cuando, por fin, ya el
familiar fallecido está en su capilla, caes agotado en aquellos ¡balances! (¡no todo es malo!)… pero también caes
en la cuenta de los feos detalles de la caja. Pero eso merece párrafo aparte.
Algunas cajas ya vienen de la fábrica con un olor raro, no agradable,
que supongo es la madera (¿verde?) que se utiliza. Están hechas con poca
gracia: la tela de afuera es sólo por arriba y por los lados, y la de adentro
ha sido, en ocasiones, hasta la cintura. El cristal, otras veces, es la mitad
del tradicional. Y algunas cajas parece que se hicieron en un maratón para ver
quien hacía más cantidad.
Otro tema son las sillas de la funeraria de La Caridad, obligadas a quererse
a la fuerza. Son mellizas, trillizas, quintillizas y, a la vez, siamesas unidas
por las piernas, o mejor, por las patas. De suerte que hay que hablar con el
cuello virado, o hablar con el de al lado mirando al de enfrente, quien podría
pensar que hablamos sobre él.
Una cuestión para el debate serían las coronas, a veces normadas a
tantas por difunto. Estoy a punto de decir que he oído a muchos: “que el día
que yo me muera, el dinero que se van a gastar en coronas… ¡que me lo den ahora!” Lo menos que se puede decir de ellas es que
son feas. Y ya eso es para preocuparse y tratar de renovar.
No quiero hablar de los servicios sanitarios. La basura llama a la
basura y el desorden invita al desorden. Y si nada más que funciona una sola
taza par hombres y mujeres, ¡a unos deseos normales se une otro de… morirse!
El horario del entierro, salvo contratiempos, es puntual (¡no todo es malo!). Al llegar al cementerio
entramos por la calle principal hasta llegar a la intersección. Antes había
allí una especie de carrito con ruedas que ha desaparecido.
El hecho es que hay
que cargar la caja entre seis hombres, cuando los hay (porque me ha tocado ir a entierros con pocos familiares y cuatro hemos
tenido que hacer esa labor y llegar con la lengua afuera por la distancia
recorrida)…
Lo de las bóvedas
colectivas me confunde. Resuelven un problema, pero crean otros. Eso de ir
colocando en cada bóveda una caja sobre otra caja, hasta ser cuatro o cinco, y
entonces poner la tapa, suena raro. Es
como obligarte a convivir, por el resto de tu muerte, con gente desconocida.
Espectáculo desagradable (que prefiero no contar) es a la hora de sacar los restos,
presentes las cuatro o cinco familias.
Nunca he recibido un mal trato de los trabajadores de la funeraria (¡no todo es malo!)… En el cementerio
han tomado medidas (¡no todo es malo!) para evitar robos, destrucción y profanaciones
de tumbas, pero ellos solos no pueden arreglar el entuerto. ¡Ojalá que cada uno
de nosotros ponga su granito de arena, su inteligencia, su capacidad creadora,
o incluso algún dinerito si hubiese que hacer alguna inversión para resolver
esta situación.
Conviene que los muertos
descansen en paz… ¡pero también convendría que los vivos podamos vivir y morir en paz!
Publicado en el Boletín Diocesano de Camagüey Nº 75.
Por entonces Mons. Willy era párroco en Camagüey, hoy en día es el obispo de la
diócesis Guantánamo-Baracoa.
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