El pasado se llamaba
Paracuellos
Por
Alfredo Semprún
La
Razón, Madrid
Santiago Carrillo siempre negó su
responsabilidad en las matanzas de presos ocurridas en Madrid durante los meses
de noviembre y diciembre de 1936. Un número aún por determinar (entre 2.500 y
7.000) de asesinados sin juicio, militares, religiosos, falangistas,
tradicionalistas, militantes de derechas, católicos sin adscripción,
intelectuales y políticos que estaban recluidos desde el comienzo de la
rebelión y habían escapado a los tempranos paseos de julio y a las sacas de
agosto.
Reconoce
los hechos, pero los atribuye a la existencia de «miles de incontrolados» que
interceptaban los autobuses y camiones que trasladaban a los detenidos
fascistas a las cárceles de retaguardia. Sus recuerdos de aquellos meses
dibujan una capital sumida en el caos, acosada por las tropas de Franco en el
Manzanares y por la «quinta columna» en el mismo corazón de la ciudad, que se
compadece mal con la vigorosa defensa, bien planteada, organizada y sostenida,
que llevaron a cabo las tropas republicanas y las Brigadas Internacionales.
Es
una constante en la historiografía sobre nuestra Guerra Civil la representación
de un «caos republicano» frente al orden franquista. Es, sin duda, una
caricatura, pero no inocente. En el «caos», las responsabilidades se diluyen y
la culpabilidad de unos actos verdaderamente execrables se descargan sobre el
amorfo concepto «del pueblo», como si todos los que lucharon por la República
fueran gentes patibularias de gatillo fácil.
No.
En Madrid, el 7 de noviembre de 1936, las cosas no iban bien, es cierto; el
Gobierno se había largado a toda prisa y había dejado al mando de la Junta de
Defensa a dos militares, Miaja y Rojo, considerados de simpatías fascistas,
para que se las vieran con los de Franco cuando tomaran la ciudad. En esa Junta
el responsable de Orden Público fue Carrillo, jefe de las Juventudes
Socialistas Unificadas, afiliado al Partido Comunista el día 6 de noviembre, y
uno de los pesos pesados en aquel remedo de Gobierno provisional. Con él, había
otros, no menos importantes: Mijail Kolstov y Nikloski Orlov, oficiales
soviéticos con experiencia sobrada en el asunto que nos entretiene…
Veamos la versión de Santiago Carrillo, tal y como la plasmó en sus memorias, editadas por Planeta en 1993. «En los alrededores de Madrid merodeaban miles de incontrolados. Con armas; muchos de ellos provenientes del territorio tomado por los franquistas, que habían perdido familiares y amigos por la represión y que se hallaban animados de un odio cerval».
Es
decir, que él, como delegado de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid,
se había limitado a llevar los presos a otras cárceles de la retaguardia, pero,
que en el camino «alguien» había interceptado los autobuses. Madrid tenía al
enemigo «ad portas», pero, al parecer, se permitía el lujo de prescindir de
miles de «incontrolados» armados que pululaban por la retaguardia. No, en la
retaguardia estaban los Comités de Vigilancia encargados de la represión. Y, se
mire como se mire, Carrillo era su jefe.
Muchos años después, Rafael Luca de Tena relataba al historiador Carlos Fernández sus recuerdos de aquellas noches del 36. Estaba preso en la cárcel de San Antón con su hermano Cayetano, Julián Cortés Cavanillas y Pedro Muñoz Seca. Era la noche del 27 de noviembre. Los milicianos llegaron al patio con una lista de doscientos presos. En la puerta esperaban autobuses de dos pisos. Hacía frío y Muñoz Seca iba sin abrigo. Le pidieron que se quedara cerca de ellos, pero los hados hicieron que se subiera a otro autobús.
En el camino, su transporte se despistó del convoy y se perdió. En un cruce, cerca de Barajas, se toparon con una patrulla del Comité de Vigilancia. «Traemos una cuadrilla de fascistas para fusilar». Pero en el control no sabían nada. Siguieron dando vueltas hasta dar con la carretera de Valencia.
–El Papa es un cabrón. Esa es la contraseña, dijo el chófer.
–Que el Papa es un cabrón, estamos de acuerdo, pero nosotros, de contraseña, no sabemos nada. Acercaos a la cárcel de Alcalá y preguntar.
El autobús llegó a Alcalá. Presos y milicianos se fueron a dormir. Amanecía y a unos kilómetros, el cadáver de Muñoz Seca, junto con otros doscientos «fascistas», era arrojado a una fosa común cuidadosamente preparada de antemano en Paracuellos del Jarama.
Carrillo siempre negó su responsabilidad. Pero él, y sus soviéticos consejeros, eran los que estaban al mando.
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