25 de junio de 2011

EL TEATRO CAMPOAMOR DE LA HABANA



Lo que queda del teatro
 Campoamor de La Habana


La siguiente crónica titulada Teatro Campoamor,
de Miguel Barnet, fue publicada en el libro Arquitectura cubana.
Metamorfosis, pensamiento y crítica (textos de varios autores).

En mi trono de la adolescencia vi desfilar por el teatro Campoamor a las cupletistas andaluzas engordadas con jamón de Jabugo y panes de ajo, a los tenores desafinados que cantaban Granada o Júrame con sacos de tres botones y pelos envaselinados, a las coloraturas que aullando hasta rajar el tímpano se empinaban para alcanzar el agudo de Soledad de Rodrigo Prats, al viejo Bringuier y Alicia Rico improvisando morcillas salidas del ingenio criollo para salvar aquellos sketches borrosos escritos por chupatintas que quedaron para siempre en el olvido. Al mago Mandrake con sus pantalones anchos y sus dientes de oro coruscantes y fríos. El mago Mandrake que un día desapareció para siempre en una calle de La Habana que hoy llamamos centro. La populosa calle Industria y el café de enfrente del teatro, donde mis tíos paternos se daban cita con las artistas argentinas llegadas en compañías de tango que se despedazaban a causa de repentinos amoríos tropicales.

En el Campoamor vi por primera vez a Rita Montaner cuando le espetaba un insulto irrepetible, acompañado de sendas bofetadas en pleno rostro, a un desconocido. Vi películas como Friné, la cortesana, y Nobleza baturra, de Imperio Argentina. ¡Échale guindas al pavo!, ¡Y oí a Lola Flores taconeando en el escenario, ¡Que viva el Campoamor¡

Pero ya en esos años que vagamente vienen a mi memoria el Campoamor no era ni la sombra de lo que había sido; un teatro tipo vienés, de herradura, para voces pequeñas y gastadas, para zarzuelas y operetas, engalardonado con orla doradas y lámparas de rococó donde lo más granado de La Habana se daba cita y las “chusmas diligentes” se apelotonaban en el gallinero para cazar un gallo, chiflar o tirar un huevo a un cantante a quien esa noche se le habían unido el cielo y la tierra.

El teatro Campoamor abrazó su cenit con las veladas afrocubanas organizadas por Fernando Ortiz y la Hispanocubana de Cultura, donde el antropólogo cubano llevó al escenario por primera vez los tambores batá de Pablo Roche en 1936. Ese mismo año Ortiz auspició por la Hispanocubana el Festival de Poesía que dirigió Juan Ramón Jiménez. Voces jóvenes se escucharon allí: Lezama, Cintio y Fina estuvieron presentes. Juan Ramón, pese a su carácter venático, le insufló mucho aliento a la poesía cubana. “¡Que exquisito bocado esta isla, y qué peligroso!”, exclamó el poeta andaluz en La Habana.

Figuras como Eusebia Cosme y Berta Singermann ilustraron lo más cálido y profundo y también lo más epidérmico y pintoresco de la poesía negra en boga, tantas y tantas cosas… Hoy las cáscaras del Campoamor son lo único que queda de aquel teatro donde con pantalones bombachos celebré mis nueve años de edad. Un lamentable tren de bicicletas y un nido de ratas se exhiben en aquella esquina de glorias remotas.

¡Teatro Campoamor, no dejes que lo que queda de ti caiga estrepitosamente al suelo! ¡Yérguete como lo que fuiste, un coloso de la comedia y el vodevil, de la zarzuela y la opereta, del vernáculo y de las ensaladillas humorísticas! ¡Que como en el pasaje de Elías del Antiguo Testamento surjas de tus huesos hoy secos, y de tus cenizas! Amén.

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