24 de marzo de 2016

Sermón de la Siete palabras con Sabor a Misericordia

  
Sermón de las Siete Palabras
con sabor a Misericordia

El Gólgota es la cuna que espera acoger el aparente final de la pasión y muerte de Jesús. Y, clavada en ese monte, la cruz es un micrófono abierto desde el que Cristo dirigirá las palabras que jamás ningún hombre se atrevió a pronunciar con tanto corazón, vértigo y paz.  En una situación crítica, Jesús, silabea palabras de perdón y de amor, de ternura y de comprensión.  Sigue uniendo al cielo con la tierra y a la tierra con el mismo Dios.  Las últimas siete palabras de Jesús en la cruz constituyen la firma de su propio testamento y, por lo tanto, la culminación de aquello que tantas veces había prometido: la fidelidad a Dios y a los hombres pasa por la negación de uno mismo.  Las últimas siete palabras de Jesús es la alocución con más pasión y con más desgarro realizada desde el púlpito de la cruz; el momento cumbre donde Jesús no cede un ápice dejando que todo se cumpla en aquel siervo doliente en la cruz.  

Siete palabras salidas de los labios de Cristo; siete palabras que nosotros estamos llamados a pronunciar y escuchar con emoción, con respeto, con fe y con esperanza, con contemplación y adoración. Siete palabras…. pero pudieran ser (en el interior de cada uno) miles de palabras más.  Siete palabras sostenidas en un pentagrama reducido a dos líneas, en una cruz, y con dos notas con común denominador: AMOR A DIOS Y AMOR AL HOMBRE.  Si la caridad es la viga que sostiene a la Iglesia (en labios del Papa Francisco) no menos cierto es que la cruz es la que sostiene en muchos momentos nuestros afanes, trabajos, sufrimientos, contradicciones, penas, traiciones, silencios, fe y esperanza.

Acerquémonos, en este Año de la Misericordia, a la fuente y exponente de la MISERICORDIA que es la cruz.

 
PALABRAS DE MISERICORDIA

  «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
De qué distinta manera, y con qué amplitud, se ve el horizonte del mundo desde tu cruz Señor: el hombre contra el hombre, el mundo contra el mundo. Caminamos sin sentido y haciéndonos las mismas preguntas que ayer. Ni pensamos lo que decimos ni, otras veces, decimos lo que pensamos. Somos los eternos inconstantes e inconscientes en nuestras decisiones y  luchas. Hoy y aquí, también Señor, seguimos clavando en abundantes maderos invisibles y visibles a muchos de nuestros hermanos que no han cometido otro crimen que no haya sido sino el  de vivir.

Errores y falta de visión, pequeñeces y limitaciones, ansia de poder e incapacidad de reconocimiento de culpas hacen que arriba y abajo, en miles de nuevos Gólgotas se alcen cruces que nos enseñan el valor del sacrificio, de la entrega, de la verdad… aunque tengan que ir firmadas y regadas con sangre. Hoy, desde el madero, no buscas perdón para los demás (como muchas veces pienso yo)… lo pides y lo buscas también para mí y por mí.

¿También podrás perdonarnos todo esto Señor?
Sabor a misericordia tiene tu perdón Señor.

 
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43)

Yo también, Señor, quisiera ser un buen ladrón al término de mis días. Poseer la habilidad de aquel que, con un «acuérdate de mí», ejerció magistral y profesionalmente su profesión (con más tacto y argucia que nunca) hasta en el mismo patíbulo de su vida: ser ladrón. Pero buen ladrón. ¡Acuérdate de mí! Y te robó tu reino, Señor. ¡Acuérdate de mí! y la humildad pudo más que todas las maldades que lo acompañaban hasta entonces. ¡Acuérdate de mí! y el cielo se le abrió como una posibilidad real y segura. ¡Acuérdate de mí! y, a dos ladrones gemelos en delitos pero con diferentes actitudes al final de sus vidas, se les ofreció un paraíso para encontrar en uno la burla y en el otro la fe como respuesta.

Yo también Señor, de verdad, quisiera aprender y ser un “divino ladrón” cuando desde mi personal cruz contemple la tierra como el paraíso que nunca fue, y el cielo como la realidad que me espera. Una por una, te lo pido Señor, no olvides mi nombre. Por cierto, Señor, a tres personas que esperaban (el buen ladrón, Juan y María) les dirigiste palabras de misericordia. En cambio, al mal ladrón que te insultaba, le ofreciste tu silencio.

¿Me hablas a mí, Señor? ¿Dónde me ves? ¿A qué lado de la cruz?
Tus palabras, Señor, tienen sabor a misericordia.

 
3ª «He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre» (Jn 19, 26)

 La cruz produce sufrimiento reclamando ayuda y solidaridad. Nos dejaste huérfanos, Señor. Por tres días pensábamos que la oscuridad se extendería como un manto negro y definitivo sobre  la luz. Pero fue entonces cuando la fidelidad y la esperanza sonó en tus labios con un nombre: MARÍA. Fue, Señor, a la segunda persona a la cual   tú hablabas. Ella, María, esperaba.  Nos la dejaste militante al pie del Misterio en la cruz y clavada como dulce espina en el corazón de todos los creyentes. Ni tan siquiera en esos últimos momentos la quisiste sólo para ti. Nos la ofreciste triste pero esperanzada. Mirando a la cruz pero con los brazos abrazando a la tierra. Con el corazón fundido a su Hijo, que moría injustamente, pero latiendo con los vivos deseos de ser Madre de todos.

Sí; tú, Señor, nos dejaste como Madre a María y hoy, muchos años después, te pedimos que le hagas sabedora de lo siguiente:  que, a pesar de los pesares, aquí sigue teniendo muchos hijos que le tienen como modelo, guía y referencia para la vida cristiana. En innumerables advocaciones (en montes y llanos, valles y plazas, ermitas y catedrales), Tú, Señor, nos dices: ¡pueblo aquí tienes a tu madre!

¿Siento a María cercana a mi fe?
María, Señor, tiene sabor a misericordia divina.

 
PALABRAS DE VERTIGO
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46)

Subir a la cruz es saber relativizar  la grandeza de un paisaje que se nos presenta espléndido pero engañoso. Es ver a la deriva  un hombre que sigue gritando con el grito del mismo Cristo: ¡DIOS POR QUÉ NOS HAS ABANDONADO!  Uno se acerca a la prensa de cada día y puede llegar a concluir que la ausencia de Dios produce tensiones y desgarros, muertes e injusticias, guerras fraticidas y desenfreno, mediocridad y vida que ya no es vida. En medio de todo eso, la cruz sigue destellando luz y poderío donde se agolpó la desesperanza. Sigue pidiendo a voz en grito, alzada y victoriosa,  hombres y  mujeres que quieran ser semilla de nuevos mundos y de nuevos modos, de nueva vida y de nuevas vidas, de renovada fe y de renovadas conciencias.

No; no es Dios quien ha abandonado al mundo, es éste quien (orgulloso y altanero, juez y dueño de sí mismo) dejó de usar el ascensor de la Fe para encontrar respuestas a su entorno y hallar en la cruz un disparadero de lo mejor de sus fondos humanos. Y en medio de todo ello….el silencio aparente de Dios. Cuántas veces sentimos que vives abandonado porque nosotros, Señor, te hemos dejado sólo.

¿Acompañas a Cristo en su pasión por el mundo?

Tu soledad, Señor, tiene sabor a misericordia.

 
5ª «Tengo sed» (Jn 19, 28)

Aquel que todo lo pudiera haber tenido, siente sed. Aquellos que todo no podemos ni a todo llegamos, apenas tenemos sed de nada o de muy pocas cosas. Hace tiempo, Señor, que nuestro paladar es insípido para las realidades que en verdad son importantes. Hace tiempo, Señor, que el gusto se nos perdió peregrinando y apurando  licores que nos envenenan y nos hacen dar por cierto lo que luego resulta ser falso. Hace tiempo, Señor, que tenemos sed de apariencia y de poder, de dinero y de comodidad. 

Hace tiempo, Señor, que soberbios y ensimismados nos cuesta pedir lo que necesitamos, solicitar aquello que carecemos y, cuando llaman a nuestra puerta, también nosotros bajamos al fondo de nuestro corazón ofreciendo altas dosis de vinagre despejando  de hermanos los senderos por los que discurrimos. Hace tiempo, Señor, que el mundo perdió la sed por aquello que merecía la pena.

¿Qué hacer para tener esa sed tuya Señor?

Tu sed de nosotros tiene sabor a misericordia.


PALABRAS DE PAZ
6ª «Todo está consumado» (Jn 19,30) 

No hace mucho tiempo, Señor, que recorría las orillas de un sembrado. Salió el propietario y me dijo: «ya ves…todo ha acabado». Por supuesto que no, contesté, ahora es cuando comienza a tener potencia lo    que en apariencia es fracaso y cansancio, hastío y absurdo. Ahora es cuando vendrá la fuerza de lo alto y, después de un letargo, se disparará airosa y pletórica la semilla que con pena y sacrificio se echó al surco de la tierra. Así es tu muerte Señor.
 
Semilla que se consumirá por nosotros hasta el último aliento. Pero no temas, Señor, la tierra no tendrá su última palabra. La humillación y el desgarro habrá merecido la pena. La sangre será abono y riego sin medida. Tus lágrimas respuesta al hombre que salvación quería y no la encontraba.

A muchos cristianos acomplejados, por lo que sea, les ha entrado en la vena una sensación: “todo ha terminado” “no hay nada que hacer”. 
Tu consumación, Señor, tiene sabor a misericordia.

 
7ª «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)
Es la hora del silencio. La cabeza se inclina. El cuerpo se estremece. Los ojos se cierran.
 
El velo se rompe en dos. La gente se lamenta por lo que pudo y no quiso o no supo hacer. El amigo que sigue llorando por la triple negación profesada y amargamente llorada a pie de calle. Y, allá al fondo, un árbol sostiene la figura de aquel otro que mucho vendió por el ruin tintineo de treinta monedas, creyendo que su pecado era mas grande que la misericordia divina.  Tan sólo, al pie de la cruz, permanece silenciosa e intacta, virginal y dolorosa la que mantiene abierta la esperanza y el inicio de la Iglesia: María, recostada en el pecho de aquel que tuvo el suyo en el de Cristo cuando compartía la última cena… Allá al fondo, Señor, ¿no lo oyes..? se escucha el clamor de  la ciudad, de este mundo. Las innumerables cuestas y calvarios del nuevo Gólgota que te clava y te humilla, te margina y te olvida.

Allá al fondo, Señor, ¿no lo oyes? Son las risas de los eternamente insatisfechos que condenan al que pregona la verdad.y no perdonan, que mortifican al justo que defendió la justicia, y amordaza 

Allá al fondo, Señor, ¿no la oyes?... es la voz nítida pero convencida de los muchos creyentes que seguimos entregando nuestras vidas al soplo del Espíritu que habita en nosotros.

Allá al fondo ¿no los oyes? los que blasfeman, profanan o ridiculizan la fe cristiana.

Los refugiados atenazados por un mundo indiferente.

Los cristianos masacrados ante el silencio vergonzoso de Occidente. Los nuevos Herodes que quieren sustituir navidades por semanas blancas o la Pascua por los días de primavera.

Los nuevos Herodes que utilizan la espada de su lengua y leyes afiladas para cortar todo lo que suene a vida divina, trascendencia o presencia pública del cristianismo a pie de calle.

Encomendarse a Ti, Señor, es saber que nunca nos faltará la fuerza que viene de lo alto. Nunca, Señor.
Tu último aliento, Señor, tiene sabor a misericordia del Padre.
 
Javier Leoz
 

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