Asciende
y entra, Rey y Señor, a Jerusalén,
porque si
no lo haces, tampoco nosotros
podremos
ascender a la gloria que nos prometes.
Déjate
aclamar,
aunque
suenen a hueco y flameen estériles
muchos de
nuestros ramos y palmas.
Adéntrate
camino de la Pasión, porque sin ella
estaríamos
descorazonados.
No mires,
Señor,
a la
tiniebla que mañana te espera,
pues
necesitamos de Ti
para que
la nuestra no sea eterna.
Te esperábamos,
Señor,
aunque
hoy te digamos ¡viva!
y mañana
gritemos ¡muera!
Hoy nos
adherimos a Ti, Señor,
para
luego aun siendo los mismos
decir no
conocerte.
Sube
humildemente, Rey, amigo y Señor,
y si te
escandaliza este triunfo
cuando
tanta sangre espera,
perdónanos,
Señor.
Somos
así, incluso los que te queremos,
los que
en la intimidad
mas hemos
convivido contigo:
No
entendemos esta entrada
en
humillante pollino, no comprendemos
el por
qué una cruz al mejor hombre,
nos
resistimos al triunfo
si ha de
pasar primero por la muerte.
¡Cómo no bendecir
tu nombre, Señor!
Si eres
Palabra cumplida al detalle.
Esperanza
de los profetas.
Manos apropiadas
y valientes para el madero.
Cena que,
en Jueves Santo, esperamos gustar.
Frases
que, en Viernes Santo,
estremecerán
todavía más nuestro llanto.
¡Cómo no exaltar
tu nombre, Señor!
Cuando
sabemos que al final,
después
de las espinas y del dolor,
del
vértigo y de la muerte,
gritaremos
lo que Tú tantas veces nos repetiste:
hay que
morir para dar abundante fruto.
Javier Leoz, betania.es
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