Los cambios que pide Francisco
José Luis Restán,
director
editorial de la Cadena Cope, Madrid
Hace unos días,
durante su homilía en la misa matutina en la capilla de la casa Santa Marta, el
Papa Francisco hablaba de la novedad que significa siempre el Evangelio, y
pedía no tener miedo de cambiar las cosas según la ley del Evangelio. “La
Iglesia nos pide, a todos nosotros, algunos cambios. Nos pide que dejemos de
lado las estructuras caducas: ¡no sirven! Y que tomemos odres nuevos, los del
Evangelio”.
En realidad
Francisco estaba describiendo un dinamismo que ha estado siempre presente
durante veinte siglos de historia de la Iglesia: ésta debe cambiar
continuamente para ser fiel a su origen, debe purificarse de las gangas y
adherencias de la historia para que reaparezca siempre el rostro de su Señor
ante el mundo. En vísperas de la apertura del V Centenario del Nacimiento de
Santa Teresa de Jesús, podemos evocar la gran epopeya de la reformadora del
Carmelo para ilustrar todo esto, pero habría ejemplos para no acabar.
Lo curioso es que
estas palabras del Papa hayan sembrado, a diestro y siniestro, inquietud e
irritación en unos casos, y un sospechoso entusiasmo en otros. La inquietud y
el enfado provienen de quienes esperan tras cada esquina una confirmación de
que Francisco es un Papa de ruptura, dispuesto a malbaratar la Tradición de la
Iglesia. Mientras, en otra orilla, se produce un entusiasmo fundado exactamente
en la misma presunción, según la cual estaríamos en la antesala de una suerte
de revolución, la que algunos llevan años pergeñando en sus sueños y en sus
publicaciones. El asunto es serio, pero a veces es mejor esbozar una mueca
irónica: a unos y otros habría que pedirles más atención a lo que hace y dice
realmente un Papa forjado en el manantial de San Ignacio de Loyola, que suplica
como Teresa de Jesús la gracia de morir en la Iglesia, que insiste en que ésta
no es una ONG sino la presencia de la salvación de Cristo en la historia, y que
se refiere a los mártires como la garantía de una fe que no se adapta a las
modas de los tiempos y que acepta recorrer el necesario camino de la cruz. Pero
no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Dejar de lado
estructuras caducas no es, desde luego, un principio revolucionario en la vida
de la Iglesia, sino un principio genético de su desarrollo en la historia, por
decirlo con palabras que quizás hubiesen gustado al beato John Henry Newman.
Pero si hay alguien que ha sostenido y explicado ese principio genialmente en
los últimos tiempos, ese ha sido Benedicto XVI. Cuando todavía era un joven y
prometedor teólogo, Joseph Ratzinger respondió a la pregunta sobre qué aspecto
tendría la Iglesia en el año 2000. A los enfadados y a los interesadamente
entusiasmados con la homilía de Francisco, les vendría bien releer estos
pasajes escritos en la década de los 60 del pasado siglo.
“…De la crisis de
hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho; se hará pequeña, tendrá
que empezar todo desde el principio… Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus
privilegios en la sociedad… Conocerá también nuevas formas ministeriales y
ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión: en
muchas comunidades más pequeñas y en grupos sociales homogéneos la pastoral se
ejercerá normalmente de este modo. Junto a estas formas seguirá siendo
indispensable el sacerdote dedicado por entero al ejercicio del ministerio como
hasta ahora. Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará
de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que
siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo
de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. El proceso
de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas
preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El
proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez
de miras sectaria como el voluntarismo envalentonado. Se puede prever que todo
esto requerirá tiempo”.
Ya en 1977, el
cardenal Ratzinger volvía sobre este tema en su diálogo con Peter Seewald
titulado “La sal de la tierra”, al afirmar que “en el cristianismo siempre nos
hallamos ante un nuevo comienzo” y prevé que surgirán de la libertad del
Espíritu “nuevas culturas de la fe”, que a su vez darán pie a nuevas
estructuras. Así ha sido y así será mientras la Iglesia peregrine por este
mundo. Si recordáramos que la Iglesia sólo es de Dios, que la guía a través de
hombres que Él elige, nos ahorraríamos irritaciones destructivas y pretensiones
de llevar el agua a nuestro Molino.
También hace
pocos días, en su catequesis de los miércoles, Francisco hablaba de la Iglesia
con su acento más original para decir que no se llega a ser cristianos por uno
mismo ni tampoco en un laboratorio, sino que somos engendrados y alimentados en
la fe en el seno de ese gran cuerpo que es la Iglesia, que es verdaderamente
madre. Una madre que “sabe defender a sus propios hijos de los peligros que
derivan de la presencia de Satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro con
Jesús”, exhortándolos también a la vigilancia contra el engaño y la seducción
del maligno. Y no lo digo yo, es el Papa quien dice llanamente que no seamos
ingenuos, porque desde luego anda suelto.
Reproducido de ecclesia.org
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