DE LA CARIDAD DEL COBRE
Ana Dolores García
Dos indios y un negrito esclavo. María, Madre de Cristo, no podía ser menos que su divino Hijo para escoger a sus amigos. Y los escogió humildes, sencillos, de entre esos que se quemaban la vida al sol sacándole sal al mar.
Se dice que fue alrededor del año 1612 según la palabra de Juan Moreno, un negro esclavo de 85 años que confesaba haber tenido diez cuando, siendo uno de aquellos tres buscadores de sal, encontraron una imagen flotando sobre las aguas de la cubana bahía de Nipe. Era la pequeña imagen de una Virgen que podía no tener nada de extraordinaria, porque quizá fuera sólo resto del naufragio de algún bergantín. Flotaba sobre una tabla, pero imagen y tabla se conservaban secas a merced de las olas.
Fue Rodrigo de Hoyos, uno de los indios, quien supo leer las letras de la tabla: "Yo soy la Virgen de la Caridad". Y como el hallazgo fue más importante que seguir cribando sal, llenos de contento se regresaron enseguida al Hato de Barajagua.
Allí tuvo Santa María de la Caridad su primer altar cubano, hecho de rústicas tablas en una ermita pequeña con techo de guano. No estuvo a su gusto y, ante el asombro de todos, desapareció tres veces con su divino Hijo en brazos, volviendo siempre mojada. La interpretación fue sencilla y entonces la llevaron en procesión hasta Santiago del Prado, bien al sur de Barajagua.
La colocaron en el altar mayor de la parroquia del pueblo pero, misteriosamente, la imagen desapareció de nuevo. Se dejó encontrar por una niña llamada Apolonia, que subía a la montaña donde trabajaba su madre en las minas de cobre. María de la Caridad, la Madre de Dios, quería ser también madre de los cubanos y velar por todos, y por ello decidió quedarse entre las montañas.
Desde entonces se convirtió en Nuestra Señora de la Caridad del Cobre y lleva ya con nosotros más de cuatrocientos años. Cuatro siglos para consolarnos y llenarnos de esperanza y compartir nuestra historia. Ya no está sólo en el Cobre, porque tiene también un altar en el corazón de cada cubano y más de ochenta altares en iglesias y capillas. No sólo en Cuba, sino varias decenas más de altares por el mundo.
Los esclavos creyeron en ella, la llamaron Ochún y la veneraron a su modo. Así la siguen venerando hoy en día no sólo sus descendientes de piel sepia y oscura, sino también no pocos hijos de aquellos mambises blancos a los que acompañó a la manigua y se hizo una de ellos. La Ochún del sincretismo, la Mambisa, la Cachita del cariño, María de la Caridad... no importa cómo la llamemos los cubanos, porque es la Madre de todos como ella siempre ha querido.
Hasta su altar en el Cobre llegaron un día Calixto García y sus hombres, apenas guardados los fusiles de la guerra en el propio 1898, para ofrecerle y agradecerle el triunfo y la independencia. Fue el primer acto oficial de Cuba libre. Treinta años antes, en 1868, Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, había subido hasta el Santuario a pedir su ayuda para el triunfo de la causa libertaria.
Hasta Roma llegó también el clamor de los mambises, ya en la República, que la querían Patrona de Cuba. Benedicto XV atendió el clamor y la procamó como tal en 1916.
Veinte años después, fray Valentín Subizarreta, obispo primado de Santiago de Cuba, la proclamó Reina y Señora de nuestro pueblo.
En 1954 se colocó una imagen suya en el Pico Turquino, la montaña más alta de nuestra Patria. Allí estuvo hasta 1960 en que desapareció, pero esta vez muy probablemente no por propia voluntad.
Las peregrinaciones al Cobre nunca han cesado y Santa María de la Caridad también ha peregrinado para visitar a su pueblo. Lo hizo en 1951 para saludar el entonces próximo cincuentenario de la República (1952).
Tampoco podía permanecer ajena a los acontecimientos que se produjeron en 1959. Nuestra joven nación se debatía entre confiadas esperanzas y temidos presagios, entre triunfalismo y sangre. Para orientar confusión y recelos, aclarar conceptos y definir la posición de la Iglesia cubana, se celebró en La Habana un Congreso Católico Nacional. La imagen de María de la Caridad recorrió Cuba ese año motivando la veneración y el cariño en todos los pueblos que visitaba a su paso hasta La Habana. Allí congregó a más de un millón de cubanos en el acto culminación del Congreso. Se dice que fue entonces cuando Fidel Castro se enfrentó por primera vez con su mayor enemiga: la fe del pueblo. Fe que ha sobrevivido a pesar de los muchos esfuerzos que han sido hechos por destruirla.
María de la Caridad del Cobre cumplió recientemente cuatrocientos años con nosotros y los ha celebrado a lo grande, llegando de nuevo a su pueblo, peregrinando por cuanta ciudad, poblado o caserío se levantan en territorio cubano. No fue la imagen aparecida en el mar de Nipe, sino una réplica, la que veneraban los mambises en una vieja iglesia de Santiago de Cuba y de la que se despedían cuando marchaban a la manigua.
También los cubanos de la diáspora le hemos hecho su santuario. En él, levantado en Miami, donde se encuentra la mayoría de los cubanos que viven fuera de Cuba, la hemos colocado delante de un mural que refleja toda nuestra historia y a las figuras de nuestros próceres. Como tantos otros cubanos, tuvo que salir de Cuba exiliada a través de una Embajada. Es también una réplica de la imagen original y nos acompaña desde 1961. La Caridad del Cobre también anda por los altares del mundo. En Madrid, en Sevilla, en Navelgas, en Nueva York... donde quiera que haya una comunidad de cubanos, su imagen está entre ellos, querida y venerada.
Juan Pablo II la visitó en su Santuario de El Cobre en 1998 y le colocó corona de reina. Y otro Papa, Benedicto XVI, hace apenas unos años se postró ante su imagen y le ofreció una rosa de las que no se marchitan, no porque sea de metal, sino porque representa el amor filial que todos profesamos a nuestra Madre en los cielos, la Madre de Dios.
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