Es
la guerra santa, idiotas
Arturo Pérez Reverte
Pinchos
morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi
interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y
sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y
estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi
amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra.
Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una
pistola debajo de la almohada. «Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la
espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo
al enemigo».
Mientras
escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues
durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de
ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la
Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas.
Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos
de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del
libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado
ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas
profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que
son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia,
conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en
frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo
administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos,
fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo,
entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el
siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no
se detienen en general ante nada».
Porque
es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo
en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí.
Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la
tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y
fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes
a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al
Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan
sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo
mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos
teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en
Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte
al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante
musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos
vuestra democracia para destruir vuestra democracia».
A
Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la
que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te
quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen
puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra
nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida:
combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los
jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático
dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En
términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la
libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven,
valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy
puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al
contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el
terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser
pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del
todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que eso se
soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa
gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos
a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla
sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del
televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo
escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y
hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo
aplaudir a los bárbaros.
Reproducido
del blog www.perezreverte.com
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