El
perro, el hombre viejo y el bosque
Orlando
González Esteva
No tengo memoria. Voluntaria, quiero
decir. Basta que me proponga recordar algo para que se me olvide, para que se
me escurra por el mismo sendero por el que asomó la nariz y por el que no
alcanzo a adentrarme en su búsqueda porque hasta el sendero mismo se desvanece.
Mientras algunos amigos exhuman
nombres, fechas, títulos, versos, párrafos, acontecimientos que parecen
aguardar por ellos para plantarse en medio de la conversación y reverdecer
laureles, yo permanezco mudo, avergonzado de mi ineptitud, y no es raro que al
tratar de emularles yerre, diga un disparate que esos amigos piadosos tratan de
rectificar disimulando la expresión de perplejidad que les contrae el rostro y
dulcificando una mirada en la que es lógico detectar, por un instante, un asomo
de ira: nada más intolerable para un memorioso que un desmemoriado que atenta
contra la perfección de su discurso suscitando un equívoco. No es que lo que
esos amigos convocan me resulte extraño, es que la facultad de traerlo a
colación con la puntualidad y el brillo que ellos lo hacen me ha sido denegada.
No todo, sin embargo, es adversidad: a
la pésima memoria voluntaria opongo una memoria involuntaria óptima. Nada
recuerdo con más nitidez que lo que presumía haber olvidado y que es, por
consecuencia, lo que jamás evoco de manera consciente. Lo que no recordaba
recordar me sale al paso como una mariposa monarca sale de la maleza donde
husmeaba, sólo que ahora la maleza, lejos de estar fuera de mí, soy yo, y la
mariposa puede desdoblarse en versos que de joven no creí memorizar y que de
repente me descubro susurrando, saboreando más bien, en los lugares más
diversos, desde la butaca de un cine hasta el asiento de mi todoterreno, donde
la soledad exhorta a la recitación sin tapujo, para inquietud de otros
conductores que me descubren hablando solo y que aun yéndoseme delante
continúan volteando la cabeza o asomándose al espejo retrovisor para observar
al chiflado que no cesa de hablar con nadie e incluso de entornar los ojos, de
puro deleite, en pleno tráfico.
El asalto de versos presuntamente
olvidados es cada vez más frecuente, ventaja de los muchos años, y no puede
menos que maravillarme constatar hasta qué punto atino a rememorar estrofas que
abarcan desde la Edad Media hasta finales del siglo XX, con cierta preferencia
por algunos autores del Siglo de Oro, algunos románticos cubanos, Martí y
aquellos poetas que marcaron mi juventud y me indujeron a probar suerte con el
verso, a imitarlos, en el sentido más noble y hasta ingenuo del verbo:
Pablo Neruda y los poetas de la llamada Generación del 27. El otro, el mismo,
también me ronda.*
Hay días que me despierto murmurando:
Hay días que me despierto murmurando:
Para
que tú me oigas /
mis
palabras /
se
adelgazan a veces /
como
las huellas de las gaviotas en las playas…
O que
deambulo entrediciendo:
Y dije:
quiera Amor, quiera mi suerte, /
que
nunca duerma yo si estoy despierto, /
y que
si duermo que jamás despierte.
Y hasta
medianoches que, con la boca llena de pasta dentífrica, asomado al espejo que
aureola el lavabo, me pongo a balbucear:
Creo en
el alba oír un atareado /
rumor
de multitudes que se alejan…
No los convoco, vuelven por sí mismos.
Si los convocara, ninguno comparecería: tan adentro están.
No es raro que su irrupción inesperada
me recuerde una transmisión de la Radio Pública Nacional de Estados Unidos que
escuché hace años donde la periodista conductora, luego de entrevistar a Ted
Kooser (1939), poeta laureado, decidió poner a disposición de la audiencia las
líneas telefónicas. Entre los testimonios de admiración y gratitud que se
escucharon aquella mañana estuvo el de un hombre de edad avanzada que, con
cierta torpeza para hilvanar las frases, comenzó por confesar el desdén que
desde su infancia había sentido hacia la poesía. Nunca comprendió por qué una
maestra de escuela primaria los había obligado a él y a sus condiscípulos a
memorizar versos, ni la utilidad de este género de escritura.
Su decisión de no volver a poner los
ojos sobre un poema sobrevino al final de aquel curso cuando la susodicha
exigió al niño memorizar uno de Robert Frost (1874-1963) y decirlo ante la
clase: Stopping by Woods on a Snowy Evening. El poema describe cómo un
hombre y su pequeño caballo se detienen junto a un bosque una noche de nieve, y
cómo el primero se siente tentado a permanecer indefinidamente allí, entre
tanta oscuridad y hermosura. El caballo, sorprendido, sacude los cascabeles del
arnés como preguntando a qué viene tanta demora e instando a su dueño a
reanudar el viaje, mientras éste permanece absorto, en medio de la lluvia de
copos y el sonido del viento. No sin volver a recrearse en el encanto y la
hondura del lugar, el viajero concede:
Este
bosque es hermoso, oscuro y hondo,
pero
tengo promesas que cumplir,
y un
largo trecho por andar antes de dormir,
y un
largo trecho por andar antes de dormir.
El
lector intuye que la distancia que ese hombre recorre es su vida.
El anciano radioescucha reveló que olvidar este poema y jamás volver a leer versos fue su forma de vengarse de aquella maestra antipática. Pero sólo para inmediatamente después relatar cómo hacía sólo unos días, al atardecer, paseando con su perro entre los árboles de un parque, había comenzado a nevar y aquel poema había aflorado a su memoria, y él había comenzado a decirlo con fluidez, sin explicarse cómo era posible que pudiera recordarlo con tanta precisión, y cómo de pronto, diciéndolo, se había echado a llorar.
El propósito de su llamada era,
terminó manifestando con voz entrecortada, exhortar a todas las maestras de
Estados Unidos a obligar a sus estudiantes a memorizar un poema.
*El
otro, el mismo, libro de versos de Jorge Luis Borges publicado en 1964.
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