26 de mayo de 2014

El perro, el hombre viejo y el bosque


El perro, el hombre viejo y el bosque


Orlando González Esteva


          No tengo memoria. Voluntaria, quiero decir. Basta que me proponga recordar algo para que se me olvide, para que se me escurra por el mismo sendero por el que asomó la nariz y por el que no alcanzo a adentrarme en su búsqueda porque hasta el sendero mismo se desvanece.

          Mientras algunos amigos exhuman nombres, fechas, títulos, versos, párrafos, acontecimientos que parecen aguardar por ellos para plantarse en medio de la conversación y reverdecer laureles, yo permanezco mudo, avergonzado de mi ineptitud, y no es raro que al tratar de emularles yerre, diga un disparate que esos amigos piadosos tratan de rectificar disimulando la expresión de perplejidad que les contrae el rostro y dulcificando una mirada en la que es lógico detectar, por un instante, un asomo de ira: nada más intolerable para un memorioso que un desmemoriado que atenta contra la perfección de su discurso suscitando un equívoco. No es que lo que esos amigos convocan me resulte extraño, es que la facultad de traerlo a colación con la puntualidad y el brillo que ellos lo hacen me ha sido denegada.

          No todo, sin embargo, es adversidad: a la pésima memoria voluntaria opongo una memoria involuntaria óptima. Nada recuerdo con más nitidez que lo que presumía haber olvidado y que es, por consecuencia, lo que jamás evoco de manera consciente. Lo que no recordaba recordar me sale al paso como una mariposa monarca sale de la maleza donde husmeaba, sólo que ahora la maleza, lejos de estar fuera de mí, soy yo, y la mariposa puede desdoblarse en versos que de joven no creí memorizar y que de repente me descubro susurrando, saboreando más bien, en los lugares más diversos, desde la butaca de un cine hasta el asiento de mi todoterreno, donde la soledad exhorta a la recitación sin tapujo, para inquietud de otros conductores que me descubren hablando solo y que aun yéndoseme delante continúan volteando la cabeza o asomándose al espejo retrovisor para observar al chiflado que no cesa de hablar con nadie e incluso de entornar los ojos, de puro deleite, en pleno tráfico.

          El asalto de versos presuntamente olvidados es cada vez más frecuente, ventaja de los muchos años, y no puede menos que maravillarme constatar hasta qué punto atino a rememorar estrofas que abarcan desde la Edad Media hasta finales del siglo XX, con cierta preferencia por algunos autores del Siglo de Oro, algunos románticos cubanos, Martí y aquellos poetas que marcaron mi juventud y me indujeron a probar suerte con el verso, a imitarlos, en el sentido más noble y hasta ingenuo del verbo: Pablo Neruda y los poetas de la llamada Generación del 27. El otro, el mismo, también me ronda.*
    Hay días que me despierto murmurando:

Para que tú me oigas /

mis palabras /

se adelgazan a veces /

como las huellas de las gaviotas en las playas



O que deambulo entrediciendo:

Y dije: quiera Amor, quiera mi suerte, /

que nunca duerma yo si estoy despierto, /

y que si duermo que jamás despierte.



Y hasta medianoches que, con la boca llena de pasta dentífrica, asomado al espejo que aureola el lavabo, me pongo a balbucear:

Creo en el alba oír un atareado /

rumor de multitudes que se alejan



          No los convoco, vuelven por sí mismos. Si los convocara, ninguno comparecería: tan adentro están.

          No es raro que su irrupción inesperada me recuerde una transmisión de la Radio Pública Nacional de Estados Unidos que escuché hace años donde la periodista conductora, luego de entrevistar a Ted Kooser (1939), poeta laureado, decidió poner a disposición de la audiencia las líneas telefónicas. Entre los testimonios de admiración y gratitud que se escucharon aquella mañana estuvo el de un hombre de edad avanzada que, con cierta torpeza para hilvanar las frases, comenzó por confesar el desdén que desde su infancia había sentido hacia la poesía. Nunca comprendió por qué una maestra de escuela primaria los había obligado a él y a sus condiscípulos a memorizar versos, ni la utilidad de este género de escritura.

          Su decisión de no volver a poner los ojos sobre un poema sobrevino al final de aquel curso cuando la susodicha exigió al niño memorizar uno de Robert Frost (1874-1963) y decirlo ante la clase: Stopping by Woods on a Snowy Evening. El poema describe cómo un hombre y su pequeño caballo se detienen junto a un bosque una noche de nieve, y cómo el primero se siente tentado a permanecer indefinidamente allí, entre tanta oscuridad y hermosura. El caballo, sorprendido, sacude los cascabeles del arnés como preguntando a qué viene tanta demora e instando a su dueño a reanudar el viaje, mientras éste permanece absorto, en medio de la lluvia de copos y el sonido del viento. No sin volver a recrearse en el encanto y la hondura del lugar, el viajero concede:
 

Este bosque es hermoso, oscuro y hondo,

pero tengo promesas que cumplir,

y un largo trecho por andar antes de dormir,

y un largo trecho por andar antes de dormir.



El lector intuye que la distancia que ese hombre recorre es su vida.


          El anciano radioescucha reveló que olvidar este poema y jamás volver a leer versos fue su forma de vengarse de aquella maestra antipática. Pero sólo para inmediatamente después relatar cómo hacía sólo unos días, al atardecer, paseando con su perro entre los árboles de un parque, había comenzado a nevar y aquel poema había aflorado a su memoria, y él había comenzado a decirlo con fluidez, sin explicarse cómo era posible que pudiera recordarlo con tanta precisión, y cómo de pronto, diciéndolo, se había echado a llorar.

          El propósito de su llamada era, terminó manifestando con voz entrecortada, exhortar a todas las maestras de Estados Unidos a obligar a sus estudiantes a memorizar un poema.


*El otro, el mismo, libro de versos de Jorge Luis Borges publicado en 1964.

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