Segunda etapa
de los Sanjuanes principeños
Por Gaspar Betancourt Cisneros
(2ª parte de su
relato sobre los Sanjuanes del Príncipe.
El “Carnaval” de Europa, en diferente estación, es
ahora el “San Juan” en “Puerto Príncipe”. No parece sino que de intento hemos
elegido el sol de Cáncer para ponernos una máscara de cartón, y un dominó o
disfraz particular, para bailar, cantar, alborotar, correr, sofocarnos y
enloquecernos de mil modos. Subdividamos ha diversión en dos partes que son:
“enmascarados diurnos” y ”ensabanados nocturnos”. Así nos entenderemos mejor.
Las mañanas del 23 y 24 de junio empiezan con
mucho juicio y orden. Salen las señoras en magníficos carruajes, adornadas de
cuanto bello y exquisito nos envía libremente la Francia modista. Las calles
reales que son las más frecuentadas y casi exclusivas en este paseo, presentan
un cordón de volantas y quitrines que si se ordenaran en una misma dirección
cerrarían el círculo perfectamente.
¡Qué diferencia de 30 años antes! Este paseo
excita una emulación grande entre has mujeres; y no se conseguiría el
importante de rivalizarse en el buen gusto, en la belleza, en el lujo de los
atavíos mujeriles, si no se encontrasen en dirección opuesta, para registrarse
de una sola mirada de pies a cabeza, y servir después de modelo o de blanco en
las tertulias, donde cada una censura, o celebra si es generosa e imparcial, a
su competidora. Cada casa dispone en toda su extensión de calle, y debajo de
los toldos y enramadas, asientos para los amigos que vienen a ser espectadores,
formando así una línea desde un cabo a otro de mirones.
Poco a poco, a lenti
passi, se va alterando esta seriedad cortesana, y las ceremonias de
etiqueta ceden el puesto a una familiaridad decorosa. Los jóvenes parientes,
amigos y enamorados de las señoritas, que casi todos son muy buenos jinetes,
hacen desmontar a los caleseros y pajes, cuyo oficios desempeñan a la
perfección, y la escena va tomando calor hasta que todo es algazara, gritería,
viveza y regocijo.
El más remilgado lechuguino suelta la casaca, el
corbatín elástico, y el sombrero de
castor, que trueca por el ligero yarey. La bullanga y la alegría se ayudan con
dulces flautas, guitarras y otros instrumentos músicos para acompañar a las
complacientes cantarinas. Apenas habrá guajiro que se atreva a interrumpir un
aria de “Rossini” con un destemplado fotuto. A las groseras patochadas que
acompañaban aquel “¡Fuera! ¡Fuera!” se las han sustituido expresiones jocosas,
chistes oportunos, burlas tolerables o agudezas picantes. Esto dura hasta las
l0 u 11 de la mañana en que se retiran las señoras del paseo, y ocupan su lugar
las gentes de menos tono, incluso los muchachos; pero con igual decoro, ya
vayan o no enmascarados.
La hora después de comer, es decir, la siesta, es
la más provocativa en tales días. En otra parte yo le echaría la culpa al vino;
pero afortunadamente, la templanza es virtud característica de mis compatriotas,
y resplandece sin excepción en el bello sexo. La siesta, pues, convida a la
bullanga, tanto que ni aun las copiosas lluvias de la estación impiden que la
gente salga a divertirse. Nada, empero, de caballos, sino quitrines, volantas,
carretas, armaduras desvencijadas de toda clase de carros, transformadas
repentinamente en palanquines, en que van montados cuantos pueden, siendo a
veces admirable que haya caballos capaces de sostener tan desproporcionado
peso. Cada carro es un teatro ambulante de caricaturas, las más ridículas y
estrafalarias.
No alborotan más en las frondosas palmas de los
campos de Cuba las bandadas de caos y cotorras que las muchachas y mozos de
“San Juan” en sus carretones; y cada uno lleva un juguete más o menos ingenioso
para llamar la atención de los mirones, o jugarles alguna pieza. No hay año en
que las máscaras no cojan algún estribillo o retintín, v.g. ¡agacha!,
¡agacha!, o este otro: ¡a
ése!, ¡a ése! Cualquiera dirá que no
tiene doble intención, y se engaña, porque siempre es precedida de
alguna circunstancia ridícula o jocosa, que hace agradable el recuerdo y
extiende su publicidad. Pero a nadie se insulta, como erróneamente le han
informado a usted. Son muy raros los casos de una palabra descomedida, o una
acción descompuesta que ofendan la delicadeza o el pudor.
A
las extravagancias de la fiesta, se enlaza por grados hasta confundirse entre
la turba multa, la ostentación asiática de las comparsas. Esto es lo más
hermoso de la diversión. Días antes del “San Juan” ya se han concertado varias
comparsas y ensayado algún baile, ora serio, ora jocoso, que ejecutan
representando algún pasaje tornado de la fábula, o de la historia de naciones
antiguas y modernas.
Por
una calle asoman las “Gracias y las Musas”; por otra las “Romanas y Sabinas”;
allí vienen los “Horacio y Curicios”; acá las 26 “Gitanas”, más allá las
“Indias”, marineros, guajiros o
cualquier otro grupo, uniformados todos, con sus músicas competentes, y
dispuestos a bailar en las casas de amistad, donde son celebrados y obsequiados
con la más afable cordialidad.
En
cuanto a los caracteres aislados, cada uno toma el que se le antoja,
sobresaliendo algunos por lo ingenioso de la imitación, principalmente si es de
algún animal de otra especie, o retrato de algún idiota o loco del pueblo, de
donde resulta una escena tan variada como la libre fantasía de un pueblo
entero.
La entrada de la noche deja una pequeña tregua al
descanso. Casi todos se retiran a mudarse de vestidos y prepararse como ensabanados
nocturnos. Voy a darle una idea más aproximada y verídica que la que le
han sugerido a usted de esta clase de mojiganga. He oído hablar con variedad
sobre el origen de los “ensabanados”, pero lo más probable es lo que referiré.
Temeroso el Gobiemo de que el disfraz de
“máscaras” por la noche pudiera perjudicar al orden público, a acarrear algunas
desgracias, prohibió enmascararse. El pueblo, nunca bastante saciado de su
diversión y acostumbrado a usar de su “San Juan” de noche, buscó un medio
ingenioso de eludir la prohibición, y la encontró en las sábanas, manteles,
cortinas y cuantos lienzos le vinieron a las manos. La sábana o colcha de una
cama es un mueble con el cual puede uno cubrirse de pies a cabezas; es mueble quitadizo,
mueble que de un golpe se presenta colgando al brazo como una toalla que se
lleva al río, o a casa de la lavandera, quedando la persona en traje casero y
burlada la prohibición graciosamente. Éste es el origen más natural de los ensabanados; y el Gobierno, lejos de
sentir esta infracción, se ha hecho sabiamente de la vista gorda, de lo cual
debemos estarle muy reconocidos porque, a la verdad, los ensabanados son los más alegres, los más alborotosos,
impertinentes, majaderos y graciosos; la petulancia de un ensabanado no cesa mientras no le conocen.
Personas de categoría, las más respetables y
tranquilas, pierden los estribos en estas noches, y salen a desquitarse del
papel de mirones que hicieron de día, ya por lo molesto de las máscaras, ya por
lo costoso de los vestidos. Las familias enteras se unen para salir ensabanados. La madre cincuentona no
puede resistirse al incansable clamoreo de las hijas; el marido Argos tiene que
capitular y salir del brazo con su envidiada mitad.
Llénanse las calles de lienzos flotantes que no
dejan ver el horizonte; las casas que se tupen de gente ensabanada que alborotan, gritan, bailan, cantan, mienten sin
medida, comen sin tasa cuanto les dan o encuentran, y se retiran a otra parte a
hacer lo mismo. Las mujeres que tienen gracia particular para convertir en
adorno cualquier friolera han sacado partido hasta de las sábanas. Algunas
muchachas se las visten de tal modo, que se me figura ver en unas a las
“vestales romanas”, y en otras las “brujas hechiceras” que el buen Shakespeare
sacaba en sus dramas.
Difícilmente podrá usted persuadirse de que pueda
haber orden en medio de este desorden. Es preciso visitar el país, ser testigo
ocular de una noche de éstas, y conocer la índole de nuestro pueblo para no
prevenirse contra esta clase de diversiones. Cada familia se cuida, se conoce,
se mantiene escrupulosamente unida, para lo cual se sirven de una palabra como
el Santo de una patrulla: bruja, mariposa, azucena, o cualquier
otra palabra convenida es un quiénvive para el grupo a que corresponde.
Figúrese usted ahora que es usted uno de tantos a
quien la mujer, las hermanas y amigas comprometen a tomar la sábana y le
arrastran velis nolis a la calle.
¿Qué haría usted?. Nada más que complacerlas, cuidarlas, llevarlas a las casas
de su amistad, embromar y sufrir bromas como cualquier otro. Esto, pues, es lo
que hace un pueblo entero. El afán general de divertirse, y apenas se ocupa el
entendimiento de otra idea.
No negaré yo que haya habido personas groseras que
han abusado de la ocasión con alguna palabra o acción descompuesta; pero esto
no es tan común como se ha dicho, y de día en día, a medida que se gana en la
cultura y buenos modales, se hace más
público el sonrojo y el castigo del que se atreva a desmandarse en algo. ¿Y de
qué cosa no abusarán los hombres decentes y sin educación? En un baile, en un
teatro, en la concurrencia más culta, un hombre atrevido y desvergonzado tiene
cabida; pero esto, como dice muy bien Moratín, no desacredita la mercancía.
Estoy muy distante de ser el apologista de las
máscaras y disfraces sea cual fuere el motivo, el lugar o el objeto de tales
diversiones. Yo deseo progresen las artes, la cultura y el trabajo para que
desaparezcan las diversiones de esta calaña. Pero confieso que como buen
camagüeyano no pierdo la chaveta en tales noches, y tomo la sábana para
embromar y poner en confusión a mis amigos. Nuestros nietos conocerán otras
diversiones más conformes a su educación y costumbres; y no faltará otro “yo” que
le refiera a otros “usted” las escenas de los ensabanados, como las subsecuentes a la del verraco. La autoridad, de acuerdo con la justicia y la razón, debe hacer la reforma de las
costumbres por medio de la educación pública, y ésta será la que influirá en
las diversiones populares con seguro tino.
Sobre esta diversión ha habido ya altercados
ruidosos, que no debo pasar en silencio, y que pueden servir a usted de datos,
a falta de otros que mi posición no me permite recoger. No ha mucho que un
magistrado celoso y aprensivo, representó contra la diversión del “San Juan”.
El Gobernador y el Ayuntamiento del pueblo, no menos celosos pero más
despreocupados, representaron a favor y defendieron la opinión moral del pueblo
camagüeyano. Para abreviar: se elevó a la Corte este negocio, y nuestro
Procurador de Provincia obtuvo de S.M. el permiso para que se anduviera el “San
Juan” a caballo, en volanta, con máscaras o sin ellas; o en otras palabras, que
no se privase al pueblo de su diversión, sino que se tomasen las precauciones
suficientes para evitar el desorden.
El año pasado tuvimos una demostración palpable de
la máxima que antes he sentado; que la educación pública desterrará por sí sola
todas las costumbres añejas que no están en consonancia con la civilización del
pueblo. No pasarían de seis las señoritas que salieron a caballo por la tarde;
y éstas se vieron rodeadas de una chusma gruesa que empañaba su belleza y
deslucía la elegancia de sus vestidos. El “San Juan” a caballo quedará reducido
a la hez del pueblo, los muchachos y los negros, porque las señoritas y
caballeros de tono desertarán del puesto, so pena de retrogradar a tiempos más
bárbaros. Otro inconveniente de gran importancia se ofrece, y es que como la
población se ha triplicado y el número de carruajes es ya considerable, se ha
aumentado una de las causas de peligro; las calles son las mismas de antaño y
el mayor número de ocupantes las hace más estrechas de lo que son
relativamente.
No dudo yo que el Gobierno local adoptará otras
medidas para que todos quedemos contentos sin faltar en nada a lo dispuesto por
S.M. La diversión del “San Juan” está radicada en el pueblo, identificada con
los habitantes de todas las clases y sexos. Puede gozarse en toda su amplitud
prescribiendo horas en que pueda andarse a caballo, en volante, a pie, con
máscaras o sin ellas, o bien señalar calles y lugares en que pueda usarse una y
otra cosa.
En fin, amigo mío: nuestro pueblo carece de
teatros, de museos, de academias, de jardines, de paseos, de sociedades
literarias, filarmónicas y demás recursos de distracción. ¿Hemos de trabajar
siempre? Ojalá que así fuera; pero no siendo esto posible, el pueblo busca
otras diversiones, y las nacionales son las más simpáticas, las más agradables,
las más consoladoras en todos los pueblos de la tierra.
Soy de usted su afectísimo amigo, que S.M.B.—
“Camagüey”.
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