Los Primitivos Sanjuanes
Por Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño.
Gaspar
Betancourt Cisneros, firmado con su seudónimo de “Camagüey”, dirigió a su amigo José Antonio Echeverría el
siguiente relato sobre cómo fueron los primeros “Sanjuanes” principeños. Hoy se
publica en esta Gaceta la primera parte, que corresponde a la descripción de
aquellos primitivos “Sanjuanes” del Príncipe. El relato completo fue publicado originalmente en el “Aguinaldo Habanero” en
1837, del cual el propio Gaspar Betancourt Cisneros y Ramón Palma eran
editores.
Creo que la diversión del “San
Juan” es tan antigua como el “Príncipe”, mas no tanto como el “Camagüey”, que
carecía de caballos. ¿Cuándo empezó y cuál fue su origen? No lo sé de cierto. En lo que me aseguro es
en que ha tenido dos épocas muy notables: la primera duró hasta principios de
este siglo (siglo XIX), la segunda es la época presente. Aquélla se reducía a
andar a caballo, ésta a andar a pie o en carruajes, con máscara o sin ellas.
La víspera y el día de “San
Juan Bautista” (el 23 y 24 de Junio) son los días consagrados a esta diversión.
Ignoro por qué se hizo extensiva a la víspera de “San Pedro”, y en qué se funda
esta dedicatoria festiva y popular a esos dos Apóstoles, cuando Santiago lo
merece más, a fuerza de jinete. Así es que en el siglo pasado, algo participaba
este Apóstol en los honores de la brega.
Sería curioso escudriñar bien a
fondo esta primera época. ¿No se encontrarían razones muy naturales y
consecuentes? Yo creo que sí, porque en el mes de junio es ya a mediados de la
estación lluviosa. Entonces nuestra gente campesina anda mucho a caballo: es el
tiempo oportuno de recoger los ganados, pastorearlos, conducirlos a los
corrales, amaestrarlos para el servicio de las fincas.
Júntanse los montunos de las
haciendas inmediatas y ayúdanse mutuamente en los trabajos de pastoreo,
recogida, encierro en los corrales, marcas de señal y letra de propiedad de los
ganados. He aquí, pues, formada una trullada (bulla, jarana, parranda) o pandilla que corren, vocean, cantan,
se provocan, se desafían, se alientan a la carrera, a la destreza y habilidad
ecuestre; y aquí el origen, para mí, del “San Juan” y la elección de la época.
Esto pasó del campo a las
inmediaciones y después a la ciudad misma, conservando algunas cosas las
huellas de su cuna, pues como luego lo verá usted, la imitación de las
operaciones del campo hacía parte de la diversión en la ciudad.
Como la provincia de Camagüey
era exclusivamente ganadera o pastora, contado sería el hombre que no tuviera un caballo o que no estuviese
acomodado en alguna hacienda cuyo dueño se lo prestara con suma libertad,
participando de la alegría y embullo general. Esta facilidad de los medios de
divertimiento enlazó los eslabones que ligan en la sociedad desde el más
humilde doméstico hasta el más opulento señor. Cada cual se esmeraba en que su
vaca fuera la más gorda, la más ligera y diestra, no dejando otra diferencia
que la mejora de las razas u ostentación de los arreos.
La mañana del 23 de junio se
anunciaba con un ruido extraño a manera de un fuego graneado, que el eco
repetía y multiplicaba en un lugar que entonces pudiera compararse a un
silencioso monasterio o panteón de respetables momias. Era éste el ruido del
fotuto, era le
réveil (el despertar) del pueblo; era la trompeta que llamaba a
los vivos al movimiento, que no al juicio.
Era todo uno saltar de la cama,
almorzar o no, ir a la pesebrera o patio, ensillar el caballo y salir a la
calle a dar carreras a gritos desaforados, provocar a los mirones, invitarlos,
llevárselos, burlarse de las viejas, decirse sendas claridades, al feo,
“feísimo”, al tonto, “tontísimo”, al plebeyo, “plebeyísimo”. La palabra más
repetida era: "Fuera, ¡fuera!": especie de interjección que no sé si
quiere decir: "Salgan, ¡salgan!", o "Apártense, ¡apártense!",
o ambas cosas, según el aditamento de partes de la oración que se le unían.
Lo cierto es que las frases
usuales y de estilo eran las más groseras, y a veces obscenas, y que nuestros
buenos abuelos y abuelitas las pronunciaban, oían y celebraban con chistes del
escudero de “Don Quijote”. Ni el grave magistrado, ni el respetable sacerdote,
ni el sexo modesto, ni la inocente infancia se escandalizaban de las groseras
expresiones y aun acciones de un mamarracho.
Y no crea usted que éste era algún “guajiro”: era
un caballero de primer rango, tiznado, pintado, emplumado, cubierto de petates,
yaguas, o cualquier otro andrajo que le pareciera lo más gracioso y exquisito
para llamar la atención.
Todo se hacía a caballo y en
carretas porque las volantas no eran muy comunes, y sí tan pesadas que recuerdo
haber oído a los mayores decir que el crédito de una buena mula era llevar y
traer una volanta a la plaza de “La Caridad”, cuyo viaje redondo no es más que
media legua o cien cordeles. Tales eran las diez o doce volantas de los más
opulentos señores del siglo pasado; circunstancia que puede servir de dato para
calcular la razón del progreso de la carpintería en el siglo pasado.
La tregua del medio día la
causaba el sol de junio que se dejaba sentir a pesar de las enramadas que se
formaban, y aún se forman, del follaje de las palmas que ocupan toda la
extensión que hay de una casa a la opuesta acera, a la altura más o menos de la
techumbre.
Las horas de la siesta eran
preciosas para cada diversión. Después de comer, otra vez nuestra gente a
caballo. Era muy común montarse las mujeres en un mismo caballo delante de los
hombres, cual con su marido, cual con su hermano, cual con su amante o con su
amigo. Apenas puede creerse que la costumbre autorizara semejantes desórdenes y
los perpetuara hasta nuestros días... Pero aún eran peores las palabras, los
vestidos, y los desahogos personales. Luego verá usted que ésta fue la causa de
la supresión del “San Juan” a caballo.
Toda esta escena de rusticidad
y grosería variaba por la tarde, desde las cuatro hasta el anochecer. Entonces
era un famoso paseo ecuestre, a discreción, desordenado, de señoras y
caballeros fastuosamente adornados con todas las galas que la especuladora moda
y el sórdido monopolio de aquellos tiempos lograba introducir en un lugar
mediterráneo de la Isla de Cuba. Puede usted estar cierto de que nuestras damas
del siglo pasado eran unas hermosas amazonas en las tardes del “San Juan”, que
montadas sobre briosos alazanes, desafiaban y no pocas veces vencían a nuestros
caballeros, porque regularmente se les cedían los mejores caballos, que ellas
sujetaban con mano maestra.
Observe usted de paso, que
cuando en Europa se hace un punto de educación el ejercicio ecuestre de las
señoras, entre nosotros cada día va en decadencia. Sin embargo, todavía suelen
señoritas del “Príncipe” salir a caballo en las noches de luna a pasear por las
calles, y sería muy conveniente fomentar esta diversión tan útil a la salud y
agilidad corporal. No vacilaré en sostener que las camagüeyanas son las más
diestras a caballo de la Isla de Cuba; y muchas, sin más reglas de equitación
que la sola práctica, pueden domeñar al más quisquilloso corcel de un picadero
europeo.
A esta lujosa escena, a este
tercer acto de la diversión, le seguía el cuarto: la noche. Iluminábanse para
ello las calles con cuabas (voz cubana, árbol silvestre, su
madera se utiliza para la fabricación de antorchas, por la luz viva que
despide), especie de antorchas de una
madera muy resinosa que se llama jiquí. De este modo se sustituye la luz del
sol, pues la de la luna, aunque la hubiera, sería casi nula en los parajes
cubiertos de enramadas.
Ejércitos en combate o espantosa fuga; enjambres
de cigarras cazando mosquitos en las costas de nuestra Isla; la hojarasca de un
bosque arrebatada por el huracán, no son comparables al desorden y confuso
tropel de una noche de “San Juan” a caballo. ¡Oh! esto es indescriptible, es
pretender pintar en un lienzo las aguas despeñadas del Tequendama**, o el horror sublime de una tempestad.
He indicado antes que esta
diversión nació en el campo, y me fundo en que se representaban en la ciudad
algunas operaciones campestres que constituían la habilidad, la sal y chiste de
la diversión. Una de las más comunes era matar
un verraco. Describiré rápidamente la pantomima. Unos hacían de “monteros”;
otros de “verraco”; otros de “perros”; era una comparsa de animali parlanti. Los primeros vestían de petates, yaguas, hojas
secas de plátanos, y se armaban de rejones, lanzas, desjarretaderas, machetes y
cuchillos de palo o de cartón. El segundo tomaba la apariencia del animal,
vistiéndose de su piel y de sus mandíbulas. Los terceros llevaban tramojos
atados e imitaban el ladrido de los perros. Representábanse al vivo los ataques,
las defensas, y demás circunstancias que ocurren en la caza del jabalí; y
concluía la tragedia en sacrificar la fiera en presencia de alguna Dulcinea a
quien el montero quería ofrecerle en holocausto, indicio nada equívoco de una
declaración o expresión amorosa. Ni se omitía la operación quirúrgica que el
diestro montero hacía, y se regalaban las mejores postas del animal.
También era común inflar de
viento una vejiga, que atada por una cuerda a la extremidad de un palo, servía
para darle vejigazos desde el caballo a los espectadores; lo que no pocas veces
acarreó muy fuertes garrotazos en cambio. Por este tenor eran las demás
operaciones y ésta es la diversión
que se ha pretendido revivir en un pueblo que ha abierto los ojos y conoce ya
lo que es compatible con la civilización.
No me atreveré a referir por
menor la causa que influyó en la supresión del “San Juan”. Baste saber que
provino de los insultos que un caballero prodigó a una señora respetable.
Verdad es que otras muchas habían sido insultadas; pero circunstancias
particulares, y sobre todo los progresos de la educación y de mejores modales
en estos últimos veinte años, no podían sufrir ya tamañas groserías. El
Gobierno cortó de un golpe la diversión del “San Juan”, y quedó suprimida hasta
la segunda época.
** Se refiere a un colosal
salto de agua del río Tequendama, en Colombia.
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