19 de septiembre de 2011

LA PROCESIÓN DE LA CARIDAD EN LA HABANA HACE 50 AÑOS: LA VERDAD HISTÓRICA

CINCUENTA AÑOS  

 P. ARNALDO BAZÁN

 El 17 de abril de 1961 un numeroso grupo de cubanos desembarcó en la Bahía de Cochinos con la intención de derrocar el gobierno revolucionario encabezado por Fidel Castro.

Por las razones que fuesen, el esfuerzo de esos valientes cubanos resultó en un fracaso, lo que lamentablemente fue determinante para que se afianzara una tiranía que ha durado más de cincuenta años, sin que todavía podamos ver el fin de la misma.  

Fidel Castro, que hasta ese momento había tratado de convencer, con mentiras, que su revolución no era comunista, se quitó definitivamente la careta, afirmando, el muy descarado, que había sido comunista y lo seguiría siendo.

Esto dio impulso a una constante represión que llevó al paredón, no sólo a los que pudieron ser acusados de crímenes y atropellos, sino incluso a muchos de los que combatieron la dictadura batistiana tanto en la Sierra Maestra como en las ciudades y pueblos del país.

Esta represión también alcanzó a la Iglesia, muchos de cuyos miembros se distinguieron en la lucha contra la dictadura, y que pronto tuvo que advertir al pueblo del rumbo que iba tomando la revolución, cada vez más en acuerdo con los postulados de Marx, Lenin y los demás líderes del sistema comunista.

Esto se hizo más notorio desde el mismo 17 de abril, en que la absoluta mayoría de los sacerdotes fueron encarcelados, y se dieron claras indicaciones de las verdaderas intenciones del gobierno de luchar por suprimir la religión como parte de la vida de los cubanos.

Nada más consolidar la victoria que destruyó las esperanzas de una buena parte de la población, cuando comenzaron las expropiaciones de todos los colegios católicos, amén de un sinnúmero de empresas que cayeron en manos de los supuestos revolucionarios.

Tuve la suerte de librarme de la cárcel el día de la invasión, ya que muy temprano tuve conocimiento de lo que estaba ocurriendo, logrando esconderme, hasta que pude viajar a La Habana y encontrar refugio en la parroquia de Nuestra Señora de la Caridad de la capital cubana.

Era su párroco el apreciado obispo auxiliar de la Arquidiócesis habanera, Monseñor Eduardo Boza Masvidal, que siempre tuvo abiertas las puertas para todo el que lo necesitara.

Allí encontramos refugio varios sacerdotes camagüeyanos, además de otros que habían tenido que abandonar su residencia por la persecución que se había desatado.

En esa parroquia pasaría los últimos cuatro meses de mi estancia en la tierra que me viera nacer, y de la que seria expulsado junto con otros ciento treinta y tres sacerdotes y Monseñor Boza Masvidal, a bordo del vapor español Covadonga.

Pese al deseo del gobierno fidelista de destruir la religión, sus asesores soviéticos lo habían aleccionado de que no convenía una persecución que ocasionara mártires, y que se debía dar la apariencia de que existía una total libertad de cultos, mientras se obstaculizara por todos los medios la asistencia del pueblo a las iglesias.

Por otro lado, la maquinaria propagandista del gobierno, que poco a poco fue controlando todos los medios de comunicación, hizo posible que muchos cubanos se dejaran engañar, abandonando toda práctica religiosa, fuese por miedo de ir a la cárcel o por el temor de perder ellos oportunidades en los trabajos o sus hijos verse limitados en sus estudios.

De esta manera las iglesias permanecerían abiertas, pero muy pocos asistirían a ellas, lo que ha sido una realidad hasta hace muy pocos años, cuando los cubanos comenzaron a perder el miedo, pues ya no tenían nada ni que conseguir ni que perder.

LA FIESTA DE LA CARIDAD

El 8 de Septiembre, fecha en que se celebra el nacimiento de la Virgen María, Madre de Jesús, fue la escogida para la fiesta en honor a María de la Caridad, patrona de Cuba. En 1961 todavía no había llegado el tiempo en que los cubanos dejaran de ir a la iglesia. Aunque el número de los asistentes había ido bajando, eran muchos los que seguían acudiendo.

Como era tradicional, por esos días en toda Cuba se organizaban procesiones, verbenas y fiestas en honor a la Patrona, sobre todo en los templos que llevaban su nombre, algo que era común no sólo en las capitales de provincia, sino también en otros pueblos y ciudades.

Monseñor Boza Masvidal, consciente de la situación que se estaba viviendo, supo con tiempo solicitar los permisos necesarios para la tradicional procesión en La Habana, que solía recorrer céntricas calles de la capital. Los permisos fueron otorgados. Esta procesión se realizaba tradicionalmente el domingo más cercano al 8 de Septiembre, para que la mayor cantidad de fieles pudiese participar. Ese año tocó el día 10.

El 8 de Septiembre se programaron varias Misas en la mañana, y una Paraliturgia a las ocho de la noche, en la que se tendrían lecturas bíblicas, oraciones, cantos y un sermón, todo presidido por Monseñor Boza Masvidal.

La mañana transcurrió con orden y una gran asistencia de fieles. En esos momentos, además del Padre Agnelio Blanco, que era el vicario parroquial, estábamos en la Caridad otros tres sacerdotes refugiados: los Padres Francisco Botey, escolapio, cuyo colegio había sido expropiado, Pedro Wong, sacerdote chino que ejercía su ministerio en la diócesis de Matanzas, pero antes había estado en la parroquia, y este servidor.

Cuando se acercaba la hora de la Paraliturgia notamos la ausencia de Monseñor Boza. Ninguno de nosotros sabía de su paradero, pero pudimos comprobar que no se encontraba en la parroquia. Esperamos un tiempo prudencial y decidimos realizar la celebración sin su presencia.

Fue alrededor de las diez de la noche que regresó Monseñor. Los cuatro sacerdotes estábamos esperándolo. El entonces nos contó lo que había ocurrido. Fue llamado de urgencia a presentarse en las oficinas del G2, que era el servicio de inteligencia del gobierno, para ser interrogado.

Como parece que ese día ocurrieron ciertos disturbios en algunas poblaciones, los esbirros comunistas se encargaron de hacer responsable de los mismos al que desde hace tiempo consideraban, sin hacerlo público, el "enemigo número 1 de la revolución". Hay que hacer constar que Monseñor Boza se distinguió por su apoyo a la revolución durante la lucha contra Batista, y también en los primeros días en que no se había todavía definido la condición comunista de la misma. Pero luego, cuando comenzaron los síntomas que hacían sospechar que Fidel estaba engañando al pueblo, haciéndole creer que lo suyo era una empresa patriótica y democrática, Monseñor Boza supo escribir varios artículos en los que alertaba a la ciudadanía a abrir los ojos ante lo que estaba ocurriendo.

Como colofón de la entrevista, los del G2 le advirtieron que la procesión quedaba prohibida tal como había sido aprobada, y que sólo podía tener lugar a las siete de la mañana por las calles aledañas a la iglesia parroquial.

¿Qué debíamos hacer?, fue la pregunta que nos hizo. Y todos le dimos nuestra opinión. No debíamos sacar la procesión en la mañana, pues sería una clara rendición ante el régimen, sino que anunciaríamos con carteles en las puertas de la iglesia y personalmente durante las Misas, lo que el gobierno había decidido. Sólo tendríamos el sábado, pues el 8 era viernes, para hacer frente a la nueva situación.

El padre Agnelio Blanco, que era el vicario parroquial, se había comprometido a atender los domingos la parroquia de Isla de Pinos, que era además su lugar natal y donde vivían sus padres y familiares, de modo que el sábado temprano emprendió el viaje que hacía prácticamente cada semana. Quedamos pues, junto a Monseñor Boza, los otros tres sacerdotes mencionados.

DOMINGO, 10 DE SEPTIEMBRE

Y el domingo llegó. Las Misas en la mañana transcurrieron normalmente. Hay que recordar que para ese entonces sólo había permiso para algunas Misas vespertinas. La parroquia tenía programada una a las cinco de la tarde, y ese día era yo el que debía celebrarla.

Como se había decidido, en todas las Misas matutinas se explicó a los fieles lo que el gobierno había decretado sobre la procesión. Todos pensábamos que la tarde transcurriría sin ningún problema.

Sin embargo, en un programa de televisión, al mediodía, que se llamaba según creo recordar, "La Universidad del Aire", se dijo que el clero estaba preparando una manifestación contrarrevolucionaria, por lo que se alertaba al pueblo por lo que pudiera ocurrir. Esto nos preparó para lo peor.

Como todos los domingos, la iglesia parroquial se cerraba después de la última Misa matinal, y se volvía a abrir a las dos p.m., en que comenzaban los bautismos, que se hacían por entonces en forma individual. 

En uno de los lados de la iglesia, en la parte de atrás, había varias capillas que se usaban para la celebración de dicho sacramento. Los tres sacerdotes que estábamos allí refugiados nos encargamos de irlos realizando.

En un momento dado alguien enviado por Monseñor Boza se me acercó para decirme que, cuando terminara el que estaba celebrando, fuera a la sacristía. Mi sorpresa fue grande al encontrar la misma repleta de personas que gritaban, pues al parecer exigían que la procesión se sacara de todas maneras.

Monseñor, sabiendo que yo poseía una fuerte voz, me pidió que arengara a todos los que allí estaban, diciéndoles que ya estaba decidido que no habría procesión, y que había que evitar a toda costa que las cosas se nos fueran de las manos y pudiera ocurrir una matanza.

Después de que a gritos les transmití el mensaje la gente se fue calmando, pero mientras seguían llegando más y más personas con el ánimo de participar en la procesión, ya que no hubo ningún medio que transmitiera que la procesión había sido suspendida.

Yo no podía ver lo que estaba ocurriendo en las calles, pero aunque los simpatizantes del gobierno, en general, no se atrevieron a enfrentarse en masa a aquel gran número de fieles, la sacristía de la parroquia se convirtió en una sala de socorros improvisada, pues fueron muchos los que llegaron con golpes, magulladuras y hasta heridas. Existía un verdadero enfrentamiento no sólo verbal, sino también corporal. Alguien, por ejemplo, le arrebató a un miliciano o soldado un fusil, y entró a la iglesia y me lo entregó. Yo le dije que lo tirara a la calle, pues la iglesia no era lugar para armas de fuego.

Serían más o menos las cuatro de la tarde cuando alguien me dijo que habían llegado dos oficiales del G2. Como yo era el único sacerdote cubano, aparte de Monseñor Boza, que estaba presente, salí a su encuentro, en medio de la multitud que ya abarrotaba la iglesia y las calles aledañas. Les aseguré que aunque ellos vinieran a echar marcha atrás, la procesión no saldría. Ellos me dijeron que sólo querían hablar con Monseñor Boza. Alguien me dijo después que uno de ellos era Ramiro Valdés, uno de los hombres fuertes de la tiranía incluso en estos días. 

Los acompañé y me quedé en la oficina, pues no quise abandonar a Monseñor en aquellos momentos. Por entonces ya la multitud coreaba consignas en contra del gobierno, y gritaba: "Boza, seguro, a los comunistas dale duro" y otras cosas por el estilo.

Ellos hacían responsable de todo lo que allí pasara a Monseñor. Yo les rebatí que allí había miles de personas y que la mayoría de ellos no pertenecían a la parroquia, por lo que él no podía ser responsable de nada.

En un momento uno de ellos le pidió a Monseñor que me callara, pero él le respondió que yo estaba hablando muy bien. Así era Monseñor Boza, un hombre a toda prueba. 

Por fin llegó la hora de la Misa. Habíamos pensado que era mejor que no la suprimiéramos, de modo de seguir con el programa habitual. Puedo asegurar que fue una Eucaristía muy especial, ya que todo aquel gentío que llenaba la iglesia mantenía un silencio respetuoso, mientras en las calles muchos miles, que alguien calculé en unos cincuenta mil, gritaban a pleno pulmón consignas contra el comunismo y el gobierno castrista.

Se leyeron las lecturas y los altoparlantes estaban funcionando, pero nadie pudo oír nada de lo que se decía. Sólo quisimos seguir el ritual y nada más.

Cuando llegó la hora de la comunión, en la que sólo yo participaría, pues no había condiciones para otra cosa, todo cambió. Apenas había yo comulgado cuando se oyeron ráfagas de ametralladora y entonces sí que todos los que estaban dentro perdieron la compostura y gritaron con desesperación, pensando que allí iba a ocurrir una carnicería.

Yo aproveché el momento para retirarme a la sacristía, y luego subiendo a la azotea desde donde pude mirar algo de lo que estaba ocurriendo en la calle. Entre otras cosas pude ver un carro de la compañía de teléfonos volcado, y jóvenes que luchaban con los policías. Mientras, uno de los sacerdotes que estaban en la parroquia aprovechó para dar la comunión al grupo que se encontraba ayudando en la sacristía. Esta siguió recibiendo víctimas de la refriega aunque ninguna, gracias a Dios, con pronóstico grave.

Mientras yo estaba en la sacristía, un sacerdote escolapio, el padre Foix, que se encontraba en la iglesia, trató de calmar a la gente con palabras persuasivas, pero la situación se había hecho bastante difícil.

LA PROCESIÓN DE ARNALDO SOCORRO

Toda aquella situación duró hasta poco más o menos las ocho de la noche, en que un joven miembro de la Juventud Obrera Católica (JOC), enarboló una imagen de la Virgen de la Caridad que no sabemos cómo consiguió, e invitó a los presentes a salir detrás de él. 

Aquel gesto le costaría la vida, pues los esbirros de la tiranía aprovecharon la ocasión para cebarse en aquella multitud de fieles, que sólo quería mostrar su amor por aquella que acompaño a nuestros mambises en las guerras de Independencia. Fueron precisamente aquellos héroes los que pidieron al Papa que nombrase a la Virgen de la Caridad patrona de Cuba.

Pero estos otros no eran héroes ni patriotas, sino canallas dispuestos a secundar una de las tiranías más largas que ha padecido el mundo, dejando chiquitas las atrocidades cometidas por los famosos "voluntarios", defensores de España a pesar de haber nacido en Cuba. Siempre hay gente con vocación de esclavos.

Arnaldo Socorro cayó abatido por balas asesinas, mientras los que lo siguieron fueron atacados por una horda de forajidos, que cual animales salvajes, arremetieron contra ellos causando, si no muertes, sí muchos heridos.

La iglesia se llenó nuevamente, pero esta vez de soldados y "nuevos voluntarios", es decir, los milicianos, mientras un grupo se dedicó a realizar un registro minucioso de la Casa parroquial.

Yo me les uní, para evitar que causaran daños o nos pusieran algo con lo que luego acusarnos. 

Venían con ínfulas superiores, dando patadas a las puertas. Les dije claramente que no se los iba a permitir, ya que yo les abriría las puertas y les enseñaría todo lo que quisieran ver. Como les hablé con autoridad me obedecieron, y así fuimos habitación por habitación, sin que lograran encontrar nada que al les sirviera para una acusación.

Al llegar a la habitación de Monseñor Boza pude comprobar, cuando ellos levantaron las sábanas que cubrían su cama, que dormía sobre el alambre del bastidor, quizás para hacer penitencia por la libertad de la Patria esclavizada. Estoy seguro que los esbirros no se enteraron de nada.

No recuerdo realmente el tiempo que había pasado cuando oí una voz fuerte que gritaba algo así como "Esto parece un saqueo al templo. Esto no puede ser. Yo vengo en nombre del Comandante Fidel Castro, y todos tienen que salir de aquí inmediatamente".

Fidel, siempre lanzando la piedra y escondiendo la mano, quiso evitar que lo acusaran de ser el responsable, por lo que mandó a un oficial, no supe nunca su nombre, que transmitió dichas órdenes y fue obedecido sin chistar. Yo me acerqué a él y le dije que si también nosotros tendríamos que salir. Me refería a los sacerdotes. El me dijo que no, que sólo los que habían entrado a hacer el registro.

Bajé con ellos y entramos en la iglesia. Pude ver a un guardia al que se le había encasquillado el fusil, y estaba temeroso de que se disparara y que el gentío volviera y los atacara. Al fin todos se fueron y yo pude cerrar la puerta principal de la iglesia.

Monseñor y los sacerdotes nos reunimos para dar gracias a Dios, todavía sin saber lo que había ocurrido en la calle. La muerte de Arnaldo Socorro, y la suerte que corrieron muchos de los fieles, la vinimos a conocer al día siguiente.

LUNES, 11 DE SEPTIEMBRE: EL ENTIERRO

El Padre Agnelio regresó en la tarde. Por precaución nos mantuvimos en la parroquia, previendo cualquier acción. La multitud que se había congregado convenció al gobierno de que todavía le quedaba a la Iglesia un gran poder de convocatoria, por lo que se podía temer cualquier represalia.

 Pese a que Arnaldo era un militante jocista (Juventud Obrera Católica), el gobierno se hizo cargo de su cadáver, para que apareciera como un revolucionario que había sido muerto por los católicos contrarrevolucionarios.

Es más, en un periódico salió la noticia de que el asesino era el padre Agnelio Blanco, que había disparado desde la torre de la parroquia de la Caridad. Como ya se dijo, el padre Agnelio se encontraba en ese momento en Isla de Pinos, por lo que era una mentira manifiesta.

Pero ¿es que se puede confiar en un régimen que se ha valido constantemente de la mentira para mantener sometido a todo un pueblo?

Lo cierto es que se dedicaron el lunes 11 a preparar el funeral del "camarada Socorro", cuyo entierro convertirían en un mitin político, en el que los discursos iban dirigidos sobre todo a amenazar a la Iglesia Católica.

Se dijo que la madre de Arnaldo, en la funeraria, gritaba a los sicarios llamándolos asesinos de su hijo.

La pobre mujer tuvo que sufrir la afrenta de que tomaran a su hijo muerto como un mártir de la revolución, pero poco podía hacer ella frente al poder de la tiranía.

Cuando en la parroquia oímos los discursos incendiarios que se hacían en el cementerio, antes de dar sepultura al cadáver de Socorro, comprendimos que el gobierno estaba tramando algo grande en contra de nosotros. De modo que para evitar profanaciones, pues pensamos que en cualquier momento nos atacarían, fuimos al sagrario y consumimos todas las hostias consagradas.

Ellos, con todo, tomaron su tiempo.

MARTES, 12 DE SEPTIEMBRE

Monseñor Boza quiso ir ese martes a informar al Arzobispo, Monseñor Evelio Díaz, y a la Nunciatura, de lo que había ocurrido en la parroquia el domingo anterior. Para pasar desapercibido pidió a un hermano suyo que le prestara su carro. Pudo llegar al Arzobispado y hablar con Monseñor Evelio, pero cuando se disponía a entrar en la Nunciatura unos esbirros se lo impidieron, ya que lo detuvieron y lo llevaron a una cárcel provisional que tenía el G2 en Quinta y Catorce de Miramar.

Mientras, otros agentes se personaron en la parroquia, exigiendo la entrega del carro de Monseñor, que estaba en un garaje. Esto nos confirmó que a él lo habían cogido preso, aunque sin tener información alguna de su paradero.

Decidimos que siendo el padre Agnelio y yo los únicos cubanos de entre los sacerdotes que estaban en la parroquia, fuéramos los dos a hablar con Monseñor Evelio para informarle de nuestras sospechas.

Cuando estábamos conversando con el Arzobispo se presentó el entonces encargado de la Nunciatura, Monseñor Zacki, quien nos dijo que, efectivamente, a Monseñor Boza lo habían detenido cuando intentaba entrar en la misma.

Nosotros les preguntamos qué tendríamos que hacer, y el Arzobispo nos dijo que nos quedáramos tranquilos y que si ellos querían algo ya nos enteraríamos.

Volvimos a la parroquia e informamos a los otros dos sacerdotes y algunos laicos de lo que habíamos averiguado. La tarde y la noche continuó sin ningún otro incidente, aunque seguíamos ignorantes de la suerte de Monseñor.

MIÉRCOLES, 13 DE SEPTIEMBRE

Ese día llegué a pensar que sería el último de mi vida. La mañana había transcurrido sin nada aparente, aunque las nubes se iban formando poco a poco, para caer como un vendaval.

Cerradas la iglesia y la oficina, como era costumbre al mediodía, nos dispusimos a almorzar. Cuando ya estábamos casi terminando, las señoras que trabajaban en la cocina nos alertaron de que, frente a la puerta de la oficina se estaba reuniendo un grupo de hombres con algo escondido en las manos.

Me asomé por la ventana y pude ver que, efectivamente, había alrededor de una docena o más de hombres que portaban, envueltas en papel periódico, algo parecido a unas cabillas de las que se usan en la construcción.

No voy a negar que lo que había comido se me atragantó, y sólo pude pensar que aquellos hombres tramaban romper la puerta de la oficina, llegar hasta nosotros y matarnos a golpes, apareciendo después que se trataba de la venganza del pueblo en contra de sacerdotes fascistas y contrarrevolucionarios.

Me fui a la habitación y me arrodillé, entregándome a la voluntad del Señor. Fue el único momento en mi vida en que pensé que me había llegado la hora de ser mártir.

Pero Dios no lo quiso así. Parece que los del gobierno cambiaban sus planes de acuerdo a las conveniencias, de manera que apareció una "perseguidora" y los policías que venían en ella dispersaron a los hombres que se habían reunido. Pudimos respirar. Pero nos esperaba otra sorpresa.

Como a las cuatro de la tarde se presentaron en la parroquia unos policías del G2 y nos apresaron a los cuatro. Nos llevaron a la prisión de Quinta y Catorce de Miramar. No se sabe si por equivocación, pero el hecho fue que nos pusieron en el mismo saloncito donde se encontraba Monseñor Boza, del que no sabíamos nada desde su desaparición. Ahí fue donde nos enteramos del lugar donde lo tenían.

Apenas nos dieron tiempo para saludarlo, pues enseguida nos llevaron a los cuatro a un gran salón, dividido en celdillas abiertas, en que había sólo un asiento de mampostería. No podría decir cuántas eran las celdillas, pero el salón era grande y tenía muchos aparatos de aire acondicionado para mantener el lugar con un frio que hacía temblar.

Se suponía que estuviéramos en silencio, pero como yo estaba todavía convaleciente de una operación de la espalda, me acosté en el suelo y me pude a cantar. No sé si fue por eso, pero no pasó mucho tiempo en que nos llevaron a otro salón más pequeño donde nos sacaron fotografías con el número de presidiario. De ahí nos llevaron a otro lugar, pasando por delante de las seis celdas que se habían construido, supongo que en el patio de la mansión que habían "heredado" de alguna familia pudiente que se había ido de Cuba.

Cuando los presos nos vieron pasar, todavía vestidos con la sotana, algunos exclamaron: "¡Carne fresca!"

Era lo habitual, según supimos después, cuando llegaban nuevos presos.

Antes de llevarnos a cada uno a una celda diferente, nos hicieron quitar la sotana y nos dieron una camisa azul, que era como el uniforme de los presos. A mí me tocó la número 3, que como las demás, estaba abarrotada, pues las camas dobles que allí había no alcanzaban ni para la mitad. 

Algo que me impresionó sobremanera fue que, después de haberse cerrado el portón de la celda, se oyó una voz que dijo: "Recemos tres padrenuestros por el Padre que acaba de llegar", lo que hicieron prácticamente todos con devoción. Y luego otra voz dijo: "Y ahora, sigamos con el show". Se había hecho costumbre, algo que no sé hasta cuándo duró, que cada noche se rezara el rosario y luego se hac¡a una especie de show improvisado, más o menos durante una hora, en que se cantaba, se hacían chistes y se recitaba, aparte de algunos pequeños discursos. Me asombró que todo iba dirigido a criticar y denostar al régimen, lo que suponía una gran valentía.

Casi a la media noche me llamaron para llevarme a un saloncito donde me encontré con los tres compañeros. Allí nos hicieron "la prueba de la parafina", para descubrir quién había sido el asesino de Arnaldo Socorro. ¡Vaya descaro!

Eso fue lo que dijeron los compañeros de la celda 3 cuando les dije el motivo por el que me habían llamado. Como si ellos no supieran que el asesino era uno de sus sicarios. Nunca se nos dijo que la prueba había dado algún resultado.

Algo que también me enteré es que el salón grande lo usaban para tener a los presos recién llegados incluso por toda una noche o más, de modo que se "ablandasen" con el intenso frio que allí había. Una táctica sicológica como otras tantas que se aplicaban.

JUEVES, 14 DE SEPTIEMBRE

Aunque los presos allí hacinados mantenían un buen ánimo, gracias a la gran camaradería que allí reinaba, pues todos éramos presos por razones políticas, las condiciones de las celdas dejaban mucho que desear.

Las necesidades corporales había que hacerlas delante de todos, sin ningún tipo de privacidad, y los baños y servicios eran escasos. Los que tenían camas se habían sacrificado dejando las colchonetas a aquellos que tenían que dormir en el suelo. La solidaridad era excelente.

Aquel día, al atardecer, tuvimos la sorpresa de que fui escogido, junto a varios de la celda, para inaugurar una nueva, la número 7, que estaría en una habitación grande que era parte de la casa confiscada, con un solo baño.

La generosidad de los compañeros permitió que llevásemos algunas colchonetas, pues la habitación, aunque era grande, estaba totalmente vacía. No había camas. Teníamos que dormir en el suelo.

En esta nueva celda nos juntamos los padres Botey, Wong y yo. Al padre Agnelio lo dejaron en la que estaba. 

Cuando ya estaba completo el número de los que allí estaríamos, decidimos entre todos hacer lo mismo que se hacía en las otras, es decir, rezar el rosario y tener nuestro show. No hubo problemas, pues todos estábamos unidos por los mismos sentimientos.

VIERNES, 15 DE SEPTIEMBRE

El día transcurrió sin problemas. Nada especial que señalar. Pero tarde en la noche fuimos llamados los sacerdotes, uno por uno, a un interrogatorio. A los padres Botey y Wong, que eran extranjeros, se les dijo que, a las cinco de la mañana del sábado, se les llevaría a la parroquia para que preparasen su equipaje, pues serían deportados a España. Ellos me lo informaron enseguida.
 
Luego me tocó a mí. Me llevaron a una habitación donde había un frio enorme, o al menos así lo sentía yo, que fui despertado pasada la media noche, sólo vistiendo el pantalón y la camisa azul. El interrogador, con gesto adusto, me mantuvo esperando, sin siquiera dirigirme la mirada, por más de quince minutos. Me di cuenta de que se trataba de la táctica usada en el primer gran salón, que era ablandarme antes de ser interrogado. 

No les di el gusto, pues me puse a mirar para todos los lados, hasta que el oficial se dignó dirigirme la palabra y empezó a preguntarme por una serie de personas, que si las conocía, que si sabía esto o aquello. Yo, como no era habanero, me escabullía diciendo que mi presencia en la capital se debía a la operación que me habían hecho apenas un mes antes. Al final, nada me dijo de irme de Cuba, de modo que volví a la celda convencido de que allí me quedaría por tiempo indefinido.

SÁBADO, 16 DE SEPTIEMBRE

A las cinco de la mañana, como se les había dicho, los padres Botey y Wong se fueron. Me quedé tranquilo, compartiendo con los compañeros de celda.

Serían como las cinco de la tarde, poco más o menos, cuando alguien entró a la celda y llamó por mi nombre, agregando: "Con todo". Esto, en el lenguaje de aquella prisión preventiva, significaba que uno sería trasladado a otra cárcel, y así lo pensé.

Me reunieron con el padre Agnelio y nos invitaron a abordar un automóvil. Partimos hacia un lugar desconocido, que sospeché sería la prisión de la Cabaña, donde sabíamos había gran cantidad de presos políticos. Cuando enfilamos la Avenida del Puerto, divisando a los lejos la masiva construcción de la fortaleza española, le susurré al padre Agnelio: "Mira nuestra nueva casa". Pero me equivoqué.

Nos llevaron al puerto, donde se encontraba el barco español "Covadonga".

Antes de bajar uno de los oficiales nos preguntó: "¿Son cubanos ustedes?" Aunque contestamos afirmativamente, no hubo ninguna otra palabra de su parte. Nos hicieron bajar y nos presentamos ante uno que tenía una lista en sus manos. Agregaron nuestros nombres a ella, lo que nos confirmó que nuestra deportación se había decidido a última hora. No querían sacerdotes presos, aunque en esos momentos había en la cárcel varios que, más tarde, también serian expulsados.

Un miliciano nos acompañó hasta la escalerilla del barco, y nos despidió con un "¡Buen viaje!".
Tanto Agnelio como yo pensamos que nos encontraríamos con los padres Botey y Wong, aparte de los pasajeros, pero al llegar a cubierta tuvimos la sorpresa de que eran muchos los sacerdotes que ya se encontraban allí. En total seriamos ciento treinta y cuatro.

Cuando el gobierno avisó a la Compañía Naviera que debía dejar en tierra a un igual número de pasajeros, ésta se negó, diciendo que no podía hacer eso a los que habían comprado su pasaje. Se comprometió a albergarnos lo mejor posible, pero sin dejar a nadie en tierra.

Como el buque era de carga y pasaje, y en esos momentos las bodegas estaban vacías, improvisaron dormitorios en las mismas. Allí nos acomodaron a muchos, aunque a otros los distribuyeron en todos los espacios disponibles. La tripulación se comportó admirablemente.

DOMINGO, 17 DE SEPTIEMBRE

Ya todo estaba listo para la partida. Llegó la hora de levantar el ancla, cuando alguien se encargó de llevar un aviso: "Falta un pasajero". Enseguida pensamos en Monseñor Boza. Y efectivamente, fue llevado en un automóvil hasta la misma escalerilla, mientras todos los que estábamos en el barco aplaudíamos calurosamente.

Luego la tristeza de abandonar la Patria, aunque a decir verdad, todos, desde el día anterior, comentábamos que eso sería por unos meses nada más. Qué lejos estábamos de pensar que los meses se convertirían en largos años.

Desde el buque veíamos desfilar los carros por el Malecón, y algunas personas que se habían enterado de nuestra partida se habían reunido en grupos y nos despedían haciendo señales con los brazos.

Detrás quedaba Cuba convertida en una cárcel donde los cubanos tendrían que sufrir todo tipo de calamidades, por la ambición y los locos sueños de un falso líder en el que tantos pusimos nuestra confianza, pensando que su revolución seria en verdad verde como las palmas.

Tengo que hacer constar, en honor a la verdad, que la suerte que corrimos los sacerdotes, con ser terrible la experiencia de abandonar la Patria, no fue tan mala como la de un numeroso grupo de laicos católicos, algunos pertenecientes a la Acción Católica de la parroquia de la Caridad. Estos, después de nuestra expulsión, fueron detenidos y acusados falsamente de conspirar contra el régimen, formándoseles un expediente por el que tuvieron que enfrentar un tribunal totalmente arbitrario y deshonesto, siendo condenados a diversas penas de cárcel. 

Muchos cubanos fueron condenados a muerte por querer una patria libre, como la soñó Martí y por la que lucharon nuestros mambises en los campos de batalla. 

La Iglesia cubana ha tenido también mártires que con valentía enfrentaron la muerte con el grito de "¡Viva Cristo Rey!" en sus labios. Sus nombres están junto a aquellos que, en otros tiempos y lugares, recibieron la palma del martirio. 

Han pasado cincuenta años de los hechos aquí narrados. Cuántos más tendrán que pasar para que Cuba pueda ser libre, no lo sabemos.

En los planes inescrutables de Dios Cuba no ha sido olvidada. Por alguna razón oculta a nuestro entendimiento el Señor lo ha permitido. Pero como diría el papa Pio XII: "Está escrito: No prevalecerán. 

Y pasarán como pasan esos turbiones de vuestro suelo, aunque deje detrás de sí una estela de destrucción y muerte". 

Quiera Dios que esto ocurra lo más pronto posible, porque los cubanos, ciertamente, no aguantan más.
Recibido de Delsa Durán

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