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Pastor y profeta
- Por:
María C. Campistrous Pérez
El que sufre por su patria y vive para Dios,
en éste u otros mundos tiene verdadera gloria.
José Martí
Santiago de Cuba, 27 de
julio de 2011 - Estas líneas no quieren ser una crónica de
acontecimientos pasados ni recientes, y mucho menos pretenden hacer un
anecdotario arzobispal.
Si escribo hoy es
por la imperiosa necesidad de decir lo que siento a impulsos del corazón, sin
pensarlo, sin rebuscar hechos, porque estoy convencida de que no se puede
silenciar lo que ha sido –que es silenciar la historia–, y también porque lo
siento como deber de gratitud y afecto al que gracias al Señor tuvimos como
Pastor, al obispo hechura del gigante que le sirvió de modelo.
Ahora, desgranados a como salgan, van
mis recuerdos de otros tiempos, amalgamados, queridos, quizá escondidos allá en
lo recóndito del alma y hasta salpicados por ese invento de Dios que son las
lágrimas y contra las que tanto he batallado, como si no fuera de humanos
sentir y conmoverse, por lo grande y por lo sencillo, por lo que nos toca por
dentro.
Era aún un joven sacerdote recién
ordenado cuando le conocí: “Perucho”, aún a pesar de la época un tanto barroca
para títulos y dignidades eclesiásticas. Era el cura sencillo con la misma
sencillez que colmó su episcopado, doctorados aparte. ¿Cómo podía ser de otra
forma quien se formaba con un Pérez Serantes por maestro, digo más, como padre
espiritual cercano y cariñoso a su forma siempre franca. Y dicho sea ya de paso,
si algo admiré en él, si por algo le quise, es por ese recuerdo vivo y fundante
–lleno también de ternura– que le colmaba hacia quien fue para él obispo,
padre, maestro y amigo.
Echo el tiempo a correr, en marcha atrás, y justo lo detengo al filo de comenzar la etapa que marcó mi vida para siempre: mi ingreso en la Acción Católica Cubana que por vueltas de la vida me llevó muy pronto al Consejo Diocesano en una etapa crucial de nuestra historia. En ese entonces conocí de Perucho, primero de oídas y luego al verle en el Arzobispado cuando iba a “tirar” algunos “ditos”; más adelante ya iba a ver al Arzobispo y conocía de su labor como consiliario. Mas, cuando de verdad empecé a sentirlo como alguien cercano fue a través de otro federado con quien le unió una amistad muchas veces, o mejor digo siempre, redentora. Ese federado llegó a ser mi esposo, y en nuestro matrimonio fue puente, amigo, hermano y pastor, también compadre. Eso no lo olvidaré nunca.
Sabemos bien que para aquilatar de
verdad el valor de una persona es mejor mirar los tiempos duros, ésos que
decimos que prueban el temple de un ser humano, yo agregaría que lo que prueba
es la calidad de su seguimiento al Señor de la Historia, su lectura coherente a
los signos de los tiempos. Y en estos más de 50 años de sacerdocio vivido según
el Evangelio, es obvio que la inmensa mayoría fueron de prueba, miremos si no
la historia patria tan imbricada en cada instante –a Dios gracias– con la
eclesial; porque ello nos habla de una Iglesia encarnada, nunca ajena al sentir
y sufrir de su pueblo. Así empieza a hacerse grande, mírese como se mire y
desde cualquier bando que se mire, la figura de este obispo.
De un lado aplaudido, del otro causando
ronchas, por todas partes recibiendo “palos porque boga y palos porque no
boga”, como buen discípulo de Cristo que no puede ser más que su Maestro,
porque sólo hace la voluntad del Padre sin buscar agradar a unos o dejar de
molestar a otros, por eso le admiraba. La expresión justa, dicha a tiempo, sin
ambages, con fuerza, y ¿por qué no decirlo, si bien me agradaba?, con algún que
otro puñetazo bien dado sobre el ambón.
¿Sabe? Padre, creo que ha sido usted
“siervo inútil” (así decía a veces) con la misma inutilidad del Profeta, siendo
profeta para los suyos en la tierra que le vio nacer, y sacerdote del Altísimo
a la usanza Antigua y Nueva dejándose mover sólo por Él.
Sin ordenar recuerdos, pienso ahora en
el día de su ordenación episcopal, allí junto a la Madre, en la Casa de todos.
Aquél fue en verdad día de fiesta para nuestra Iglesia cubana y no sólo de la
arquidiócesis oriental –aún no convertida, con la división que multiplica, en
cuatro diócesis–.
Fue también día de reencuentro entre
federados, nos volvíamos a ver después de años, a veces pensando “ya ése se
fue”. Día hermoso y lleno de emociones. Después fue el ir y venir de cartas que
demoraban siglos contando lo ocurrido, lo vivido, lo sentido hasta los
tuétanos. De diáspora nada, por aquellos tiempos el que se iba al exilio lo
hacía para siempre, no se permitían visitas en ningún sentido, pero ellos, los
de allende el mar, estuvieron presentes con sus oraciones y en el recuerdo y el
cariño de los que aquí permanecíamos, algunos hasta hoy, otros esperando…
Sempiterna realidad del cubano de las
últimas décadas… Bien vivida, reflexionada y sufrida por Mons. Pedro por
partida doble: como pastor, y además como hijo, hermano, tío, amigo… Realidad
que marcó también su talante episcopal, pues se sabía y sentía pastor de los de
aquí y de los de allá. Y eso requiere un corazón grande y sereno.
Pensando en esto, comprendo ahora el
camino recto que el Señor traza a su manera. En un principio, me dolía que
hubiese muerto junto a otras riberas. Pero el mar se hizo abrazo para unir los
sentimientos patrios, porque, como dijo él en su recto, preciso y valiente
saludo al Papa en la plaza santiaguera: “Somos un único pueblo que, navegando a
trancos sobre todos los mares, seguimos buscando la unidad que no será nunca
fruto de la uniformidad sino de un alma común y compartida a partir de la
diversidad”. Su funeral en Miami lo leo como un signo de los tiempos, como
puerta propicia a la reconciliación que tanto anhelaba y fue un deseo expresado
en sus palabras al concluir la última Eucaristía como Arzobispo de Santiago de
Cuba. Como verdadero Pastor que ama, cuida y reúne a sus ovejas, su cuerpo ya
yerto irradia luz de aurora que ilumina el reencuentro.
Otro día viene presto a mi memoria, el
día inolvidable del sepelio de Pérez Serantes, la Catedral repleta, el pueblo
manifestando su cariño y agradecimiento al Prelado con mayúscula, la procesión
sentida hasta el cementerio, miles de personas que caminaban cantando y
rezando…, aún a pesar de los tiempos que corrían y las implicaciones que podría
acarrear la manifestación. Son cosas que se guardan para siempre, en
intrincados vericuetos que a veces se enderezan para dejarnos ver clara la
hondura del recuerdo. Algo me tocó a fondo, el obispo auxiliar de Santiago
lloraba, como sólo pueden hacerlo los hombres que saben serlo siendo fieles.
Y tal vez por eso ahora sólo recuerde
las cosas que me impactaron por dentro. Pasan los años, y me veo en el
Santuario de El Cobre, lleno de coloridos humanos, de alegría, el Cardenal
Gantin haría la consagración como Basílica Menor. Cantamos el Himno de Bayamo,
la emoción subía de tono, y el entonces Arzobispo de la diócesis primada
lloraba, la gente, entre otras cosas, aplaudía a reventar, cámara en mano, en
el presbiterio, yo hacía lo mismo que los demás, un codazo a tiempo me saca del
ensueño y me recuerda, “estás aquí para retratar”, aún era tiempo de
inmortalizar el instante.
Sigo sin orden, obedezco al sentimiento
que es mucho más poderoso que la razón. Revivo la visita de Juan Pablo II. La
Plaza santiaguera desbordada, el pueblo había dado riendas sueltas a su amor
por la Virgen... Saludos al Papa... Y entonces ocurre lo que nadie esperaba.
El obispo primado da la bienvenida al
vicario de Cristo, como es de rigor, y sus palabras son la expresión valiente
del sentimiento de su pueblo, la voz del que no puede alzarla. Coincido con él
en que nació para ese día; pero he de agregar que no sólo para “ése”, fue el
momento, la presencia de los medios de comunicación que llevaron sus palabras
al mundo entero, lo que permitió que sus palabras recorrieran el orbe. Los que
le conocíamos, sabíamos que eran las de siempre, las del profeta que vive la
realidad de su pueblo. De esto no hay que comentar, mucho se ha hecho, sólo
añadir que para el “resto fiel” sí hubo gran alegría, pero no asombro ni
extrañeza, estábamos acostumbrados a su decir, a su valor, ¿no era acaso el
obispo de Oriente, donde la tierra tiembla pero los hombres no? ¡Qué día para
reunir emociones! Cuando le oí pensé en Pérez Serantes, y estoy segura que ese
día, desde arriba, gozando de la presencia del Padre que ya los ha reunido,
nuestro viejo Pastor se alegraba y nos bendecía.
Como dice mi hija Poppy, su ahijada:
Padre de los Santiagueros y de Santiago será el nuevo santo de Cuba, obra le
sobra.
“Actuamos, como lo hemos hecho siempre,
totalmente libres de extrañas influencias, consagrados al exclusivo servicio de
Dios y de la patria”, escribió en una pastoral Mons. Serantes. Pienso que estas
palabras resumen bien el actuar de su sucesor.
Oigo
tañer las campanas de la Catedral primada, doblan por su arzobispo emérito. Con
ellas me duelo y me regocijo, y doy gracias al Señor de la Historia por el
regalo de este Pastor que supo ser profeta y hacer historia.
Termino diciendo: GRACIAS PADRE MEURICE,
por su vida ejemplar de entrega sin reservas.
Reproducido
de: http://www.iglesiacubana.net
(Página oficial de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba)
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