31 de julio de 2011

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 Pastor y profeta

 - Por: María C. Campistrous Pérez  

El que sufre por su patria y vive para Dios,
en éste u otros mundos tiene verdadera gloria.
José Martí


Santiago de Cuba, 27 de julio de 2011 - Estas líneas no quieren ser una crónica de acontecimientos pasados ni recientes, y mucho menos pretenden hacer un anecdotario arzobispal.

 Si escribo hoy es por la imperiosa necesidad de decir lo que siento a impulsos del corazón, sin pensarlo, sin rebuscar hechos, porque estoy convencida de que no se puede silenciar lo que ha sido –que es silenciar la historia–, y también porque lo siento como deber de gratitud y afecto al que gracias al Señor tuvimos como Pastor, al obispo hechura del gigante que le sirvió de modelo.

Ahora, desgranados a como salgan, van mis recuerdos de otros tiempos, amalgamados, queridos, quizá escondidos allá en lo recóndito del alma y hasta salpicados por ese invento de Dios que son las lágrimas y contra las que tanto he batallado, como si no fuera de humanos sentir y conmoverse, por lo grande y por lo sencillo, por lo que nos toca por dentro.
Era aún un joven sacerdote recién ordenado cuando le conocí: “Perucho”, aún a pesar de la época un tanto barroca para títulos y dignidades eclesiásticas. Era el cura sencillo con la misma sencillez que colmó su episcopado, doctorados aparte. ¿Cómo podía ser de otra forma quien se formaba con un Pérez Serantes por maestro, digo más, como padre espiritual cercano y cariñoso a su forma siempre franca. Y dicho sea ya de paso, si algo admiré en él, si por algo le quise, es por ese recuerdo vivo y fundante –lleno también de ternura– que le colmaba hacia quien fue para él obispo, padre, maestro y amigo.

Echo el tiempo a correr, en marcha atrás, y justo lo detengo al filo de comenzar la etapa que marcó mi vida para siempre: mi ingreso en la Acción Católica Cubana que por vueltas de la vida me llevó muy pronto al Consejo Diocesano en una etapa crucial de nuestra historia. En ese entonces conocí de Perucho, primero de oídas y luego al verle en el Arzobispado cuando iba a “tirar” algunos “ditos”; más adelante ya iba a ver al Arzobispo y conocía de su labor como consiliario. Mas, cuando de verdad empecé a sentirlo como alguien cercano fue a través de otro federado con quien le unió una amistad muchas veces, o mejor digo siempre, redentora. Ese federado llegó a ser mi esposo, y en nuestro matrimonio fue puente, amigo, hermano y pastor, también compadre. Eso no lo olvidaré nunca.
Sabemos bien que para aquilatar de verdad el valor de una persona es mejor mirar los tiempos duros, ésos que decimos que prueban el temple de un ser humano, yo agregaría que lo que prueba es la calidad de su seguimiento al Señor de la Historia, su lectura coherente a los signos de los tiempos. Y en estos más de 50 años de sacerdocio vivido según el Evangelio, es obvio que la inmensa mayoría fueron de prueba, miremos si no la historia patria tan imbricada en cada instante –a Dios gracias– con la eclesial; porque ello nos habla de una Iglesia encarnada, nunca ajena al sentir y sufrir de su pueblo. Así empieza a hacerse grande, mírese como se mire y desde cualquier bando que se mire, la figura de este obispo.
De un lado aplaudido, del otro causando ronchas, por todas partes recibiendo “palos porque boga y palos porque no boga”, como buen discípulo de Cristo que no puede ser más que su Maestro, porque sólo hace la voluntad del Padre sin buscar agradar a unos o dejar de molestar a otros, por eso le admiraba. La expresión justa, dicha a tiempo, sin ambages, con fuerza, y ¿por qué no decirlo, si bien me agradaba?, con algún que otro puñetazo bien dado sobre el ambón.
¿Sabe? Padre, creo que ha sido usted “siervo inútil” (así decía a veces) con la misma inutilidad del Profeta, siendo profeta para los suyos en la tierra que le vio nacer, y sacerdote del Altísimo a la usanza Antigua y Nueva dejándose mover sólo por Él.
Sin ordenar recuerdos, pienso ahora en el día de su ordenación episcopal, allí junto a la Madre, en la Casa de todos. Aquél fue en verdad día de fiesta para nuestra Iglesia cubana y no sólo de la arquidiócesis oriental –aún no convertida, con la división que multiplica, en cuatro diócesis–.
Fue también día de reencuentro entre federados, nos volvíamos a ver después de años, a veces pensando “ya ése se fue”. Día hermoso y lleno de emociones. Después fue el ir y venir de cartas que demoraban siglos contando lo ocurrido, lo vivido, lo sentido hasta los tuétanos. De diáspora nada, por aquellos tiempos el que se iba al exilio lo hacía para siempre, no se permitían visitas en ningún sentido, pero ellos, los de allende el mar, estuvieron presentes con sus oraciones y en el recuerdo y el cariño de los que aquí permanecíamos, algunos hasta hoy, otros esperando…
Sempiterna realidad del cubano de las últimas décadas… Bien vivida, reflexionada y sufrida por Mons. Pedro por partida doble: como pastor, y además como hijo, hermano, tío, amigo… Realidad que marcó también su talante episcopal, pues se sabía y sentía pastor de los de aquí y de los de allá. Y eso requiere un corazón grande y sereno.
Pensando en esto, comprendo ahora el camino recto que el Señor traza a su manera. En un principio, me dolía que hubiese muerto junto a otras riberas. Pero el mar se hizo abrazo para unir los sentimientos patrios, porque, como dijo él en su recto, preciso y valiente saludo al Papa en la plaza santiaguera: “Somos un único pueblo que, navegando a trancos sobre todos los mares, seguimos buscando la unidad que no será nunca fruto de la uniformidad sino de un alma común y compartida a partir de la diversidad”. Su funeral en Miami lo leo como un signo de los tiempos, como puerta propicia a la reconciliación que tanto anhelaba y fue un deseo expresado en sus palabras al concluir la última Eucaristía como Arzobispo de Santiago de Cuba. Como verdadero Pastor que ama, cuida y reúne a sus ovejas, su cuerpo ya yerto irradia luz de aurora que ilumina el reencuentro.

Otro día viene presto a mi memoria, el día inolvidable del sepelio de Pérez Serantes, la Catedral repleta, el pueblo manifestando su cariño y agradecimiento al Prelado con mayúscula, la procesión sentida hasta el cementerio, miles de personas que caminaban cantando y rezando…, aún a pesar de los tiempos que corrían y las implicaciones que podría acarrear la manifestación. Son cosas que se guardan para siempre, en intrincados vericuetos que a veces se enderezan para dejarnos ver clara la hondura del recuerdo. Algo me tocó a fondo, el obispo auxiliar de Santiago lloraba, como sólo pueden hacerlo los hombres que saben serlo siendo fieles.
Y tal vez por eso ahora sólo recuerde las cosas que me impactaron por dentro. Pasan los años, y me veo en el Santuario de El Cobre, lleno de coloridos humanos, de alegría, el Cardenal Gantin haría la consagración como Basílica Menor. Cantamos el Himno de Bayamo, la emoción subía de tono, y el entonces Arzobispo de la diócesis primada lloraba, la gente, entre otras cosas, aplaudía a reventar, cámara en mano, en el presbiterio, yo hacía lo mismo que los demás, un codazo a tiempo me saca del ensueño y me recuerda, “estás aquí para retratar”, aún era tiempo de inmortalizar el instante.
Sigo sin orden, obedezco al sentimiento que es mucho más poderoso que la razón. Revivo la visita de Juan Pablo II. La Plaza santiaguera desbordada, el pueblo había dado riendas sueltas a su amor por la Virgen... Saludos al Papa... Y entonces ocurre lo que nadie esperaba.
El obispo primado da la bienvenida al vicario de Cristo, como es de rigor, y sus palabras son la expresión valiente del sentimiento de su pueblo, la voz del que no puede alzarla. Coincido con él en que nació para ese día; pero he de agregar que no sólo para “ése”, fue el momento, la presencia de los medios de comunicación que llevaron sus palabras al mundo entero, lo que permitió que sus palabras recorrieran el orbe. Los que le conocíamos, sabíamos que eran las de siempre, las del profeta que vive la realidad de su pueblo. De esto no hay que comentar, mucho se ha hecho, sólo añadir que para el “resto fiel” sí hubo gran alegría, pero no asombro ni extrañeza, estábamos acostumbrados a su decir, a su valor, ¿no era acaso el obispo de Oriente, donde la tierra tiembla pero los hombres no? ¡Qué día para reunir emociones! Cuando le oí pensé en Pérez Serantes, y estoy segura que ese día, desde arriba, gozando de la presencia del Padre que ya los ha reunido, nuestro viejo Pastor se alegraba y nos bendecía.
Como dice mi hija Poppy, su ahijada: Padre de los Santiagueros y de Santiago será el nuevo santo de Cuba, obra le sobra.
“Actuamos, como lo hemos hecho siempre, totalmente libres de extrañas influencias, consagrados al exclusivo servicio de Dios y de la patria”, escribió en una pastoral Mons. Serantes. Pienso que estas palabras resumen bien el actuar de su sucesor.
 Oigo tañer las campanas de la Catedral primada, doblan por su arzobispo emérito. Con ellas me duelo y me regocijo, y doy gracias al Señor de la Historia por el regalo de este Pastor que supo ser profeta y hacer historia.
Termino diciendo: GRACIAS PADRE MEURICE, por su vida ejemplar de entrega sin reservas.
Reproducido de: http://www.iglesiacubana.net (Página oficial de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba) 

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