Casanova: amor y guerra en el corazón
Por César Vidal
La Razón, Madrid.
De manera bien significativa, la figura del «playboy» aparece vinculada al
Renacimiento y el Barroco. Por supuesto, hubo personajes en la antigüedad
que podrían ser calificados como «playboys»
–el caso de Julio César fue, sin duda, paradigmático–, pero semejante
circunstancia nunca se consideró suficientemente importante como para
definirlo. Los legionarios podían gritar a los maridos que ocultaran a sus
esposas porque se acercaba el «adúltero calvo» –Julio César–, pero para todos
resultaba obvio que lo que definía al genial romano no era su éxito con las
mujeres sino el derrotar a los galos o a Pompeyo.
La irrupción del cristianismo –extraordinariamente meticuloso en lo que a la ética sexual se refiere– no implicó un cambio en esa visión general que continuó sin variaciones a lo largo de la Edad Media. Si por algo quedaba definido el caballero –fuera Roland o el Cid– era por su fidelidad a una sola dama y no por andar como un picaflor a la busca de conquistas. De manera bien significativa, la quiebra de ese modelo se produjo en la España del Barroco, espada de la Contrarreforma ciertamente, pero también imperio y cuna de soldados. No es casual que el «playboy» español por antonomasia fuera un hombre de Sevilla –la ciudad más universal de la España del Siglo de Oro por su conexión con las Indias– y que había pasado por la Italia que adoraban los españoles.
Para Tirso de Molina, el autor de «El burlador de Sevilla», Don Juan era un miserable que engañaba a las mujeres con la intención de deshonrarlas e incluso faltaba a la lealtad debida a los amigos. Como no podía ser menos, tan excepcional y perverso personaje sólo podía esperar el infierno como justo castigo. Tan adecuada parecía la sentencia que ni Molière, ni Mozart ni Pushkin, que se inspiraron en el Don Juan de Tirso, le cambiaron ese destino, a pesar de que los dos últimos estaban familiarizados con las hazañas de un personaje real llamado Casanova. Por supuesto, para nosotros Giacomo Casanova fue el gran «playboy» émulo de Don Juan. No lo vieron así sus contemporáneos ni tampoco él mismo. Casanova estaba mucho más interesado en abrirse camino gracias a la masonería, en labrarse una fortuna en las cortes y en viajar que en seducir. No sólo eso. Aceptó contar sus fracasos –por ejemplo, en España– como gajes del oficio, no del «playboy», sino del pícaro.
El cambio benevolente de actitud hacia el «playboy» se produjo con la llegada del Romanticismo. Lord Byron o Espronceda fueron verdaderos «playboys» y vivieron en una época en la que José Zorrilla se permitió escribir un drama en el cual Don Juan era absuelto gracias a un amor –eso sí es cierto– más puro que el suyo.
En las décadas siguientes, el juicio sobre los playboys siguió variando de acuerdo con diversas sensibilidades morales. No debería extrañarnos. Muchos hemos nacido en una época en que las madres daban fe de que nadie se había acostado con sus hijas y vivimos en otra en la que son las madres las que confirman que sus niñas han tenido relaciones sexuales con personajes como el primo de un torero o el ex novio de la cuñada de un cantante
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