Divanes para Cuba
Gina Montaner
Todavía hay siquiatras que tienen divanes en sus
despachos para que los pacientes se tumben y cuenten sus cuitas. Es esa hora en
la que el experto logra sacar del enfermo los males que arrastra desde hace
tiempo. Una suerte de exorcismo mental que de una vez espante los fantasmas y
los traumas que no dejan vivir ni avanzar.
Las imágenes de la clausura del VI Congreso del Partido
Comunista en Cuba confirman que la nación (conformada por los que viven dentro
y fuera de la isla), necesita urgentemente recostarse en un sofá metafórico y
recomponerse del inmenso daño que le han hecho al espíritu y al alma del
colectivo. Ha sido una labor cruel y sistemática de hacer trizas la iniciativa
de los cubanos; de dividirlos y apalearlos física y mentalmente. Las heridas
están abiertas y la recuperación será lenta pero posible.
Cuando vi en directo ese patético espectáculo de una
gerontocracia absolutista reunida en torno a su último aquelarre, por instantes
sentí lástima del despeluchado anciano en chándal deportivo cuya mirada vagaba
extraviada en el recinto. Podría haber sido la fiesta de cualquier vejete y
aquel millar de personas que le dedicaba aplausos y lágrimas podrían haber sido
los amables invitados a un asilo. Incluso el otro ochentón que abrazaba con
ternura al frágil homenajeado mostraba rasgos que lo hacían humano y cálido. Entonces
comprendí que del diván no se libra nadie porque las secuelas del abuso
sicológico están ahí. Intactas y vivas.
Aquello no era la despedida al abuelo de la familia que
cumple 100 años, sino anticipo del inaplazable adiós a Fidel Castro, uno de los
dictadores más implacables de la historia contemporánea. El individuo que lo
palmeaba en la espalda era su hermano Raúl, sucesor y cómplice de la tiranía. Los
presentes en aquel extraño acto eran los hombres y mujeres responsables de
trasmitir e imponer al pueblo las arbitrarias órdenes de los hermanos Castro.
No
era un emotivo festejo como otro cualquiera, sino el cónclave de un régimen
despótico que quiere garantizar su supervivencia hasta que mueran los que
quedan de la vieja guardia. Percibirlo de otra manera es motivo para pasarse
los próximos años frente al resignado siquiatra dispuesto a escuchar los
crímenes cometidos contra una sociedad a la que hace 52 años le arrebataron la
autoestima y le mutilaron el derecho a ser libre.
Fidel y Raúl han sido como esos padres abusivos que hacen
del hogar una cárcel, y los hijos, atrapados entre el miedo y el síndrome de
Estocolmo, pierden la capacidad de rebelarse y desmontar el infierno. A los
vástagos que lograron huir los Castro los han desheredado de sus derechos
naturales. Son los hijos desterrados y repudiados mientras que el resto –unos
11 millones de seres– permanecen como rehenes de esta pareja de sicópatas.
En el hogar quebrado que durante más de medio siglo ha
sido la nación cubana, el terror y la intimidación han permeado la vida de una
gente a la que estos padres totalitarios han alimentado y vestido malamente,
siempre y cuando hubiese obediencia y sometimiento. Muchos palos y muy pocas
zanahorias en el gran campo de concentración erigido por los viejos comandantes
que hoy quieren asegurarse una muerte dulce, temerosos, con razón, de acabar
como el matrimonio Ceauçescu en Rumanía. Otros papás desalmados cuyos retoños
acabaron ejecutándolos.
Un siquiatra le aconsejaría a cualquier víctima de abuso
doméstico que la única manera de salvarse de su verdugo es deshaciendo la
relación de perversa interdependencia. Lo mismo sucede con Fidel y Raúl. En su
caso es evidente que la receta freudiana de “matar al padre” resulta
indispensable para avanzar en la terapia de grupo. Afortunadamente el hermano
mayor está en las últimas, pero hay que cruzar esa barrera sicológica para que
comience la sanación. El daño ha sido muy grande y las víctimas no caben en el
diván.
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Reproducido de El Nuevo Herald
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