28 de abril de 2011

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 Divanes para Cuba

Gina Montaner

Todavía hay siquiatras que tienen divanes en sus despachos para que los pacientes se tumben y cuenten sus cuitas. Es esa hora en la que el experto logra sacar del enfermo los males que arrastra desde hace tiempo. Una suerte de exorcismo mental que de una vez espante los fantasmas y los traumas que no dejan vivir ni avanzar.

Las imágenes de la clausura del VI Congreso del Partido Comunista en Cuba confirman que la nación (conformada por los que viven dentro y fuera de la isla), necesita urgentemente recostarse en un sofá metafórico y recomponerse del inmenso daño que le han hecho al espíritu y al alma del colectivo. Ha sido una labor cruel y sistemática de hacer trizas la iniciativa de los cubanos; de dividirlos y apalearlos física y mentalmente. Las heridas están abiertas y la recuperación será lenta pero posible.

Cuando vi en directo ese patético espectáculo de una gerontocracia absolutista reunida en torno a su último aquelarre, por instantes sentí lástima del despeluchado anciano en chándal deportivo cuya mirada vagaba extraviada en el recinto. Podría haber sido la fiesta de cualquier vejete y aquel millar de personas que le dedicaba aplausos y lágrimas podrían haber sido los amables invitados a un asilo. Incluso el otro ochentón que abrazaba con ternura al frágil homenajeado mostraba rasgos que lo hacían humano y cálido. Entonces comprendí que del diván no se libra nadie porque las secuelas del abuso sicológico están ahí. Intactas y vivas.

Aquello no era la despedida al abuelo de la familia que cumple 100 años, sino anticipo del inaplazable adiós a Fidel Castro, uno de los dictadores más implacables de la historia contemporánea. El individuo que lo palmeaba en la espalda era su hermano Raúl, sucesor y cómplice de la tiranía. Los presentes en aquel extraño acto eran los hombres y mujeres responsables de trasmitir e imponer al pueblo las arbitrarias órdenes de los hermanos Castro. 

No era un emotivo festejo como otro cualquiera, sino el cónclave de un régimen despótico que quiere garantizar su supervivencia hasta que mueran los que quedan de la vieja guardia. Percibirlo de otra manera es motivo para pasarse los próximos años frente al resignado siquiatra dispuesto a escuchar los crímenes cometidos contra una sociedad a la que hace 52 años le arrebataron la autoestima y le mutilaron el derecho a ser libre.

Fidel y Raúl han sido como esos padres abusivos que hacen del hogar una cárcel, y los hijos, atrapados entre el miedo y el síndrome de Estocolmo, pierden la capacidad de rebelarse y desmontar el infierno. A los vástagos que lograron huir los Castro los han desheredado de sus derechos naturales. Son los hijos desterrados y repudiados mientras que el resto –unos 11 millones de seres– permanecen como rehenes de esta pareja de sicópatas.

En el hogar quebrado que durante más de medio siglo ha sido la nación cubana, el terror y la intimidación han permeado la vida de una gente a la que estos padres totalitarios han alimentado y vestido malamente, siempre y cuando hubiese obediencia y sometimiento. Muchos palos y muy pocas zanahorias en el gran campo de concentración erigido por los viejos comandantes que hoy quieren asegurarse una muerte dulce, temerosos, con razón, de acabar como el matrimonio Ceauçescu en Rumanía. Otros papás desalmados cuyos retoños acabaron ejecutándolos.

Un siquiatra le aconsejaría a cualquier víctima de abuso doméstico que la única manera de salvarse de su verdugo es deshaciendo la relación de perversa interdependencia. Lo mismo sucede con Fidel y Raúl. En su caso es evidente que la receta freudiana de “matar al padre” resulta indispensable para avanzar en la terapia de grupo. Afortunadamente el hermano mayor está en las últimas, pero hay que cruzar esa barrera sicológica para que comience la sanación. El daño ha sido muy grande y las víctimas no caben en el diván.

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Reproducido de El Nuevo Herald 


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