Santa Claus, el buen
San Nicolás
que echaba por las ventanas, a escondidas,
la dote de las doncellas pobres.
Por José Martí
Las Christmas son las fiestas de los padres
que ven, como nidal de tórtolas gozosas, agruparse en torno a la mesa de los
regalos, la niña esbelta, el varón apresurado, la crianza balbuciente, y
olvidan las desventuras de la tierra en aquel gozo ingenuo y celeste compañía.
Las Christmas son la fiesta amada de los
pequeñuelos, cuyos deseos de todo el año van siendo encomendados a este día
solemnísimo, en que se entrará el buen viejo Santa Claus por la chimenea de la
casa, se calentará del frío del viaje junto a las brasas rojas que se consumen
en la estufa, y dejará en el calcetín maravilloso que cada niño pone a la
cabecera de su cama, su caja de presentes. Y luego, subirá chimenea arriba, se
calará su turbante recio, se mesará la barba blanca, se echará sobre el rostro
la capucha para ampararse de la nieve, tomará la rienda de los ligeros venados
que arrastran su trineo, y echará a andar por los aires, a los alegres sones de
las colleras de campanillas, hasta la chimenea del niño vecino.
A Santa Claus,
que es el buen San Nicolás, ruegan los niños todo el mes de diciembre; y le
prometen conducirse bien; y le escriben cartas, y le incluyen la lista de los
presentes que desean; y piden a sus padres que le envíen un telegrama, para que
la respuesta venga pronto. Y Santa Claus es muy bueno, ¡y siempre responde!
¡Oh, tiempos de dulce engaño, en que los padres próvidos cuidan, a costa de
ahogar los suyos, de la satisfacción de nuestros deseos!
¿Quién no regala en estos días,
únicos en que no es triste la nieve? Se hablan los que no se conocen: las
almas, siempre aquí encogidas e hirsutas, salen riendo a los rostros; los
padres, cargados de regalos para sus hijos, aman en el propio al hijo ajeno, y
reconocen, en la alegría de amar, la fraternidad del hombre… “¿Qué falta?” se
pregunta la madre afanosa, que hoy no quiere fiar al mandadero de la tienda sus
compras; “¡el libro, para la niña!“, “¡el estuche de afeitar para el tío!” “¡el
juego de tocador para la abuela!”. ¡Y el Santa Claus, el San Nicolás de yeso,
el obispo de Myra, de la barba blanca, para que presida el árbol pascual, que
es de pino oloroso, colgado de juguetes, de cajillas de talco lleno de
confites, de candelabros, de talón con velas de colorear, de bombas irisadas y
muñecos de azúcar, de guirnaldas de papel rojo y azul polvoreadas de plata y de
oro!
Y así vuelven los
padres, ya a la medianoche --cuando los novios salen en parejas de los teatros
que lucen estos días sus piezas famosas--, cuál halando un trineo, cuál
cargando un caballo; en un bolsillo una linterna mágica, un Robinson Crusoe en
otro bolsillo, y saliéndole por el del pecho, la punta dorada del cartucho de
bombones, el cartucho que San Nicolás, el obispo de Myra, el que echaba por las
ventanas a escondidas la dote de las doncellas pobres, pone siempre callandito,
a eso de la madrugada, en el fondo de la media clásica que cada pimpín cuelga lleno
de fe en la repisa de la chimenea.
Porque es tal en el alma del hombre la necesidad de la maravilla --y
en la del niño más, recién venido de ella-- que aunque el padre que quiere
educarlo en razón le explique el mito viejo, y cómo Santa Claus fue un excelente
señor, patrono de pobres, doncellas y marineros, dice el niño que sí, que lo
entiende muy bien, que no hay Santa Claus,- ¡y cuelga la media!
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