Me gusta la casta
… Sobre todo comparada con la marcha del sábado
Luis Ventoso
abc.es
CUANDO
veo a multitudes buscando el poder en la calle, tiendo a sentir más miedo que
emoción.
Me vienen a la cabeza aquellas marchas élficas en Berlín, que filmaba
Leni Riefenstahl con magia turbia. O su parodia bufa, los desfiles eléctricos,
de tebeo de Tintín, del rechoncho tirano Kim Jong-un. El Querido Líder sería
una coña en su altiva ridiculez, de no ser por las hambrunas que provoca esa
«broma infinita», que diría el genio suicida Foster Wallace. Me acuerdo
también, claro, de algunos de los regímenes con los que colaboran nuestros
lozanos revolucionarios (con consultorías cobradas a doblón y evasión fiscal a
modo de rúbrica).
Plazas llenas para aclamar a los sátrapas teocráticos de
Irán, que a veces intimidan a su pueblo ahorcando a los disidentes con el
gancho de una grúa de obra. Evoco, cómo no, las olas de fervor chavista en
Caracas, las multitudes oficialistas llorando en las calles, dopadas por el
culto al líder. Me acuerdo de los estudiantes venezolanos torturados en neveras
por la dictadura de Maduro, un régimen adulado con baboseo por nuestros
profesores anticasta en las televisiones del régimen bolivariano.
Veo la
manifestación del sábado por las calles de Madrid y pienso, no sin cierto asombro,
que cada vez me gusta más la casta, el sistema político democrático que con
tanta lucidez y generosidad logró instaurar la generación de mis padres y
abuelos. Me gusta cómo pasaron página a una dictadura interminable sin pegar un
solo tiro, o cómo escribieron una Constitución que está intelectualmente a la
altura de las mejores de Occidente. Me agrada que González construyese nuestro
sistema del bienestar y que luego sus sucesores conservadores lo aceptasen y lo
hiciesen viable. Me reconforta ver que la justicia de la casta es implacable, y
ha pillado al cuñado del Rey, a exministros, a toda la crema financiera que se
enseñoreó de unas cajas que creían suyas, a los rufianes que robaban los ERE de
los parados, al sinvergüenza que jugó a hacer a Cataluña independiente para
tapar su latrocinio.
Me llena de confianza ver que la casta es tan abierta que
una presentadora de televisión puede llegar a Reina, que un dependiente
adolescente, hijo de un ferroviario, ha construido en una esquina de España el
mayor imperio textil del mundo; que un agricultor charro sin letras, que emigró
a los 19 a Suiza, ha podido levantar una compañía aérea que va por 50 aviones.
Me congratulo de poder trabajar de periodista en un país sin cortapisas para la
opinión y la crítica, donde un periódico como este puede destapar que el
narcotráfico anida en la cúpula del régimen venezolano, donde se han aireado
con detalle las miserias del PP con su tesorero o la hipocresía económica de
los responsables de Podemos.
La casta
no es perfecta, porque es humana, y excepto Iglesias, Monedero, Artur Mas,
Marie Le Pen y un par de elegidos más, todo lo humano es falible. Pero mal que
bien, nuestra casta consagra la seguridad jurídica, las libertades y la
asistencia social de un Estado compasivo. Por todo eso, desfiles dogmáticos
como el de ayer solo me reafirman en el enorme valor cívico de la terrible
casta.
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