3 de febrero de 2015

Me gusta la casta


Me gusta la casta

… Sobre todo comparada con la marcha del sábado


Luis Ventoso 
abc.es

CUANDO veo a multitudes buscando el poder en la calle, tiendo a sentir más miedo que emoción.
 
Me vienen a la cabeza aquellas marchas élficas en Berlín, que filmaba Leni Riefenstahl con magia turbia. O su parodia bufa, los desfiles eléctricos, de tebeo de Tintín, del rechoncho tirano Kim Jong-un. El Querido Líder sería una coña en su altiva ridiculez, de no ser por las hambrunas que provoca esa «broma infinita», que diría el genio suicida Foster Wallace. Me acuerdo también, claro, de algunos de los regímenes con los que colaboran nuestros lozanos revolucionarios (con consultorías cobradas a doblón y evasión fiscal a modo de rúbrica).
 
Plazas llenas para aclamar a los sátrapas teocráticos de Irán, que a veces intimidan a su pueblo ahorcando a los disidentes con el gancho de una grúa de obra. Evoco, cómo no, las olas de fervor chavista en Caracas, las multitudes oficialistas llorando en las calles, dopadas por el culto al líder. Me acuerdo de los estudiantes venezolanos torturados en neveras por la dictadura de Maduro, un régimen adulado con baboseo por nuestros profesores anticasta en las televisiones del régimen bolivariano.

Veo la manifestación del sábado por las calles de Madrid y pienso, no sin cierto asombro, que cada vez me gusta más la casta, el sistema político democrático que con tanta lucidez y generosidad logró instaurar la generación de mis padres y abuelos. Me gusta cómo pasaron página a una dictadura interminable sin pegar un solo tiro, o cómo escribieron una Constitución que está intelectualmente a la altura de las mejores de Occidente. Me agrada que González construyese nuestro sistema del bienestar y que luego sus sucesores conservadores lo aceptasen y lo hiciesen viable. Me reconforta ver que la justicia de la casta es implacable, y ha pillado al cuñado del Rey, a exministros, a toda la crema financiera que se enseñoreó de unas cajas que creían suyas, a los rufianes que robaban los ERE de los parados, al sinvergüenza que jugó a hacer a Cataluña independiente para tapar su latrocinio.
 
Me llena de confianza ver que la casta es tan abierta que una presentadora de televisión puede llegar a Reina, que un dependiente adolescente, hijo de un ferroviario, ha construido en una esquina de España el mayor imperio textil del mundo; que un agricultor charro sin letras, que emigró a los 19 a Suiza, ha podido levantar una compañía aérea que va por 50 aviones. Me congratulo de poder trabajar de periodista en un país sin cortapisas para la opinión y la crítica, donde un periódico como este puede destapar que el narcotráfico anida en la cúpula del régimen venezolano, donde se han aireado con detalle las miserias del PP con su tesorero o la hipocresía económica de los responsables de Podemos.

La casta no es perfecta, porque es humana, y excepto Iglesias, Monedero, Artur Mas, Marie Le Pen y un par de elegidos más, todo lo humano es falible. Pero mal que bien, nuestra casta consagra la seguridad jurídica, las libertades y la asistencia social de un Estado compasivo. Por todo eso, desfiles dogmáticos como el de ayer solo me reafirman en el enorme valor cívico de la terrible casta.

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