Por Jose Antonio Varela Vidal
ROMA, 16 de marzo de 2013 (Zenit.org) - Los
animales tienen una relación con los hombres que se remonta a los orígenes de
la creación, en un intento de vivir en armonía dentro de los límites de cada
género. El hombre ha aprendido a amaestrarlos cuando necesita que se adapten a
él y colmen sus necesidades. Por otro lado, sabe proveerse de la carne, la
sangre y la piel de estos cuando quiere y necesita de alimento, vestido o
medicina. También puede ser una valiosa compañía en tiempos de soledad, así
como un poderoso guardián o un lazarillo imprescindible.
Los problemas se presentan cuando tienes que
convivir con ejemplares indeseables para tu salud, sean ruidosos en medio de tu
concentración o peligrosos para tu integridad. ¿Se imagina navegar cerca de 220
días con un tigre de bengala en alta mar? Será un periodo largo en el cual
sentirá hambre, y también él…
Es este el panorama al que nos transporta el
filme “Vida de Pi” (EEUU 2012), dirigida por el cineasta chino Ang Lee (Taiwán,
1954), en el cual se muestra cómo, una vida familiar sosegada y al parecer
predestinada a la convivencia con animales comerciales, se convierte de un
momento a otro en una tragedia de inmensas proporciones.
Basada en la novela homónima de Yann Martel
(Salamanca 1963) y con el guión de David Magee (Michigan, 1962), “Vida de Pi”
nos muestra la historia de un joven indio curioso e intrépido, que por un lado
quiere penetrar los misterios de Dios hasta el punto de profesar “tres”
religiones; hasta el hecho de ver en los animales un tipo de alma con la cual
busca comunicarse.
Vidas paralelas
La tragedia llega a la vida de Pi desde que su
padre le impide --o le desaconseja--, creer en tantos dioses, alentándolo a
concentrarse más bien en uno, o en ninguno. Otro momento en que la vida del
joven corre peligro es cuando, en su intento de compenetrarse con los animales,
se empeña por alimentar al tigre de bengala con la mano, desafiando así al
ejemplar más fiero y bello del zoológico familiar, y dentro del cual él también
ha crecido.
Un momento que lo desgarra, más doloroso quizás
de lo que hubiera sido si el tigre le arrancaba el brazo, fue cuando su familia
decide emigrar –con animales y todo--, en busca de mejor fortuna en América del
Norte. No solo tuvo que dejar su pueblo, ubicado en la parte francesa dela
India colonial, sino a su precoz enamorada que viviría por años alimentada con
la promesa de su regreso...
Todo fue puesto en duda cuando la familia de Pi,
junto a cientos de pasajeros de un barco mercante japonés, fueron envuelto por
las olas de un naufragio, el cual solo dejó en vida al muchacho y a cuatro
animales salvajes en una reducida barca de rescate.
La historia es contada por el mismo Pi a un
novelista, unos cuarenta años después, quien no puede creer que aquel haya
podido convivir con estas especies en alta mar –y al final solo con el tigre,
muy hambrientos los dos.
Dotada de impresionantes efectos especiales, con
escenas de coraje, adversidad y magnanimidad que tocan fibras del alma, el
filme abre interrogantes existenciales que nadie querrá responder en alta mar,
y menos frente a un compañero de viaje así...
Nos quedamos con dos escenas. Una es con la
familia cenando en la mesa, durante la cual el papá de Pi trata de explicarle
por qué creer –o no--, en Dios y cómo. La otra es aquella en la cual el tigre,
sumergido en el mar pero aún cogido de la barca con las garras, mira a Pi con
ojos de cordero degollado, casi suplicándole que lo ayude a regresar a la
barca.
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