No es la misma agua
Mi pequeño homenaje de fin de año para los comentaristas
Cae agua desde los balcones. Son las doce de la noche y cataratas sonoras se precipitan desde las ventanas, desde las puertas que dan a la calle y los patinejos. Es el líquido sobrante de un lento fregado, el residuo de un baño nacional hecho a golpe de jarrito y sin jabón. El cuerpo del país mal lavado, con churre aquí, frustraciones allá, oliendo a sudor pero aún así con la coquetería de echarse talco en las axilas, perfume por encima del hedor, con el pañuelo de guapo secándose la frente.
Si ese torrente de medianoche hablara, si en lugar de terminar sobre el asfalto y salpicar a los curiosos, dijera algo. Sería un grito, un estertor. El agua ha sido el ingrediente permanente de cada 31 de diciembre, el más constante. Cuando faltaba el cerdo, los tomates, cuando incluso una libra de arroz costaba la mitad de un salario mensual, teníamos todavía tan elemental y complejo líquido para descargar con él la ira, la frustración, el miedo. Los padres esparcían la comida sobre el plato, la regaban para que pareciera más, pero a la hora de tomar el cubo y lanzar su contenido hacia la oscuridad no escatimaban. Iba repleto, rebosado, como nuestro hastío.
Hace unos días un científico de blanquísima bata explicaba en la televisión que el agua tiene memoria, guarda las impresiones y las huellas de lo que tuvo cerca. Así, los chorros que discurren cada noche de San Silvestre por nuestras fachadas, nos delatan. Si se les pusiera bajo el ojo escrutador de un microscopio revelarían partículas en forma de remo, balsa, moléculas que han adoptado el perfil de una máscara, de un carnet rojo que algunos prefieren esconder en el fondo de una gaveta. Tiene nuestro rictus de por la mañana, el sonido de los nudillos en el lavadero, el borboteo del hervor donde se prepara la tisana.
Cada gota de esa sustancia es el informe más completo que se puede escribir hoy sobre todos nosotros. El viaje por las cañerías, las oxidadas y agujeradas de algunos; las nuevas de plástico y teflón de otros. El grifo que se abre de un solo toque o aquel otro remendado con alambre para que no lagrimee por la madrugada. Y, después, cayendo sobre los platos de metal combado que tienen muchos o atomizada por la presión encima de la impoluta vajilla de alguna casa en Atabey.
El niño que se baña dentro de una palangana porque la enjabonadura que suelta tendrá que usarse para limpiar el suelo, y el jubilado de espalda doblada que arrastra la carretilla con tanques desde el hidrante hasta el cuartucho donde vive. Los chorros del jacuzzi de algún hotel, la quietud de las ondas azuladas en una de esas piscinas que sólo se pueden ver desde Google Earth, de tan escondidas tras el seto de marpacífico y el perro guardián de ciertas residencias.
No es la misma agua. Secándose en un charco donde la beberá un perro callejero, haciendo una mancha de humedad en aquel techo que no aguantará un año más antes de desplomarse. Aquella que dentro de un vaso hace círculos concéntricos provocados por la voz del interrogador en alguna celda de Villa Marista. ¿Quiere tomar algo? ¿Tiene sed? Pregunta, y el reo sabe que un sorbo de “aquello” quizás lo ponga a cantar como un ruiseñor o le dé una apretazón dolorosa en el pecho.
Pero está también la otra, fría y con hielo que nos brindan nada más entrar a la casa de un amigo. El recién llegado quiere averiguar si es hervida, por aquello de las amebas que no se le quitan desde hace años, pero prefiere el riesgo antes que mostrar su desconfianza. El agua con miel y clara de huevo que nos moja los pies en cualquier portal de la calle Reina, porque lo “malo” hay que tirarlo afuera, ponerlo de patitas en la calle o de gotitas en la calle, da igual.
Y entonces, al unísono, sin haber sido orientado ni ordenado por nadie, tomamos una vasija, un cubo y esperamos que el reloj marque las doce. El rito más cronometrado y libre que hacemos cada año, el bautizo con el que tratamos de que esta Isla quede lista para los doce nuevos meses que la aguardan.
Pero el agua no alcanza, no basta para limpiar y expulsar los residuos acumulados. La purificación dista mucho de ser completa. Tenemos que repetirla cada 31 de diciembre, afanarnos por lograr vaciar el contenido de nuestros recipientes justo en el segundo en que empieza el nuevo día. Los charcos allá abajo nos siguen denunciando, el torrente habla y en esos diminutos átomos de hidrógeno y oxígeno queda la huella de lo que deseamos. La relación más completa de nuestras aspiraciones desaparecerá en la mañana, se secará nada más salga el sol.
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