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MAHLER
Cuando se cumplen 100 años de la muerte de Gustav Mahler, (18 de mayo de 1911), su música está más vigente que nunca. Su
profunda verdad ha calado hondo. "Mi tiempo llegará", decía ante el
desprecio de críticos y directores de orquesta. Y llegó. Hace poco superó a
Beethoven como el músico más interpretado en auditorios. Desde Abbado o Boulez
hasta Rattle o Chailly, las batutas más importantes se han examinado con su
obra.
"Mi tiempo llegará",
solía clamar cuando se sentía despreciado por críticos y directores de
orquesta. Su tiempo era el futuro. Fue visto y anunciado por los radicales, a
los que apoyó sin dudarlo. Elegante y magnético, nervioso y entregado, Mahler
no necesitaba mucho tiempo para engalanarse. Adornaba con discreción su metro
sesenta de estatura, pero cuando entraba en un café a tomarse una cerveza por
la noche -uno de sus placeres-, las cabezas se tornaban. Y en las tertulias
sorprendía su tono de voz: barítono cuando estaba relajado y tenor si se
encontraba inquieto.
Llamaba la atención y a la vez era un misterio. ¿Era
Mahler bueno?, se pregunta el autor en el libro. "Un santo", dijo
Schoenberg. "Un genio y un demonio", le calificaba el director Bruno
Walter. "Encontrar al verdadero Mahler es una batalla expedicionaria a
través de sus contradicciones", cree Lebrecht.
¿Estaba loco? Era una pregunta muy frecuente. A menudo se
lo podía encontrar uno hablando y gesticulando solo por la calle. Muchas veces
se mostraba irascible y sus estados de ánimo oscilaban entre la euforia y la
depresión. Freud lo llegó a tratar en una sola sesión de cuatro horas y lo
consideró "un hombre genial" , de quien le fascinaba, dijo, "el
misterioso edificio de su personalidad". Pero amaba la vida y cuando se
sentía realmente hundido, encontraba esperanza en la mera melancolía. "La
tristeza es mi único consuelo", llegó a escribir.
Ese ser desarraigado, el nómada interior y quien desde
niño tuvo que enfrentarse tantas veces a la muerte y a su indiferencia, se
consideraba tres veces apátrida: "Como bohemio en Austria, como austriaco
entre los alemanes y como judío en todo el mundo", decía. "Anticipa
los principios de la multiculturalidad. Observa su entorno como un judío en los
márgenes de un imperio católico en decadencia y anticipa su
desintegración", comenta Lebrecht.
Nació el 7 de julio de 1860 en Kalischt, aunque ese mismo
año sus padres se trasladan a Iglau, hoy Jihlava, perteneciente a Bohemia. Hijo
de unos taberneros, pasó la infancia traumatizado por la muerte de muchos de sus
hermanos. Es un tema presente en su Primera sinfonía, 'Titán', en
la que incorpora una marcha fúnebre irónica por medio de la que trata de
expresar lo que siente al ver salir hacia el cementerio los cadáveres de los
niños ante la indiferencia de los borrachos.
Pero su hábitat vital más intenso será Viena. Allí se
convirtió en una celebridad. Allí estudió y sufrió el desprecio por su
condición de judío -se sintió sucio y asqueado de sí mismo al verse obligado a
convertirse al catolicismo para prosperar en su carrera- y la admiración del
público por su obsesión perfeccionista como director de orquesta, una manera de
trabajar que marcó época por el rigor y la entrega sin tapujos al arte.
En la Viena de la década de los setenta, adoptó como
padrino a Anton Bruckner, a quien pasaba por alto sus comentarios antisemitas
por el gusto de disfrutarle como mentor. En aquellos tiempos, la actitud contra
los judíos era tan natural como inconscientemente poco amenazante. Así que
Mahler llegó a idolatrar a Wagner al tiempo que se hacía vegetariano. Se
obsesiona con el ejercicio físico y en el poco tiempo libre que le resta se
dedica a componer encerrado en una cabaña junto a un lago o en sus casas de
campo, a menudo acompañado de las mujeres que más amó: primero la violinista
Natalie Bauer-Lechner y después Alma Maria Schindler, con quien se casó en 1902
y mantuvo una relación que ha inspirado novelas, películas y tratados amorosos.
Entre la pasión desatada -"cuando te acercas a él,
te quemas", confesaba Alma en sus diarios-, la traición -le engañó con el
arquitecto y diseñador prusiano Walter Gropius, entre otros, con quien acabaría
casándose-, la muerte de una hija y los problemas de salud, Gustav y Alma han
pasado a la historia como dos protagonistas amantes a quien su experiencia
nutrió y devastó a partes iguales. Tanto que cambió la historia de la música.
Ella fue musa e inspiración para crear una Décima sinfonía que se
construye sobre una disonancia de nueve notas, no regida por ninguna ley
armónica anterior.
Su huella como director de orquesta es fundamental. Crea
escuela allá donde va: en Leipzig, en Hamburgo, en Budapest y en Nueva York,
donde dirigió en el Metropolitan, adonde llegó como un profeta -eso sí, muy
bien pagado, "cinco veces más que en Viena", especifica Lebrecht- y
acabó realmente enfermo por los disgustos que mermaban su libertad creativa.
Son los directores, una vez muerto, quienes le encumbran
a su dimensión crucial en la historia de todas las artes. Le cuesta ser
reconocido y lo logrará en vida, pero no con la trascendencia que lo es hoy. Su
legado crece a partir de la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo gracias a Bruno
Walter, Leonard Bernstein, Bernard Haitink y después Claudio Abbado, Pierre
Boulez, Simon Rattle o Ricardo Chailly, entre otros. Hoy, la prueba Mahler es
el certificado por el cual debe pasar cualquier gran orquesta o director. El examen
final, un digno termómetro de la más pura sensibilidad del público
contemporáneo.
Fue difícil entenderlo en su tiempo y éste, en vida, fue
relativamente corto. Apenas cumplió 51 años. Su enfermedad coronaria, una
endocarditis irreversible, se manifestó en Estados Unidos. La misma Alma culpó
a las tensiones que sufrió en la Filarmónica de Nueva York. "En Viena era
todo poderoso, allí tenía a 10 señoras diciéndole lo que tenía que hacer".
El mal era intratable. Quiso morir en Viena. Alma
permaneció a su lado. Inmerso en su agonía, Alma le escuchó decir: "Mozart".
Había dejado instrucciones de que en su lápida del cementerio de Grinzing solo
se leyera: Mahler. "El que venga a verme sabrá quien fui. El resto no
necesita enterarse".
Editado de
Jesús Ruiz Mantilla, El País. Madrid.
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