En defensa del odio
Andrés
Reynaldo
Ahí está.
El acto de repudio de hoy. Algunos días, hay dos o tres, o uno que dura horas y
horas. En La Habana. En Manzanillo. La turba escoltada por la policía gritando
sus consignas. “Pa’ lo que sea, Fidel. Pa’ lo que sea”. Lo que sea puede ser
cualquier cosa. Una pedrada en los cristales. Patear a un padre frente a sus
hijos. Una fachada pintada con groseras ofensas. Pa’ lo que sea.
Nos hemos
acostumbrado a los actos de repudio. Pinchamos cualquier portal de temas
cubanos, cualquier blog, y ahí está el acto de repudio de hoy. La turba, sumida
en el choteo, ahíta de su mezquindad. Ya hasta ponen los actos de repudio en
los blogs de la Seguridad del Estado. Por cierto, ¡cuántos blogs de la
Seguridad del Estado hay en Miami! De todo tipo: filosóficos, humorísticos, de
prosa fina y prosa de palo...
La joya,
la verdadera joya, son los blogs del anticastrismo light, con personal
altamente capacitado. Los que combaten a los funcionarios de Aguada de
Pasajeros por arruinar la última cosecha de papas pero se tragan el asesinato
de Payá, las huelgas de hambre, los ametrallamientos en alta mar. Blogs y
portales especializados en quitarle hierro a la noticia que pone a la dictadura
contra las cuerdas. Los informantes elevados a la categoría de desinformantes.
Una de las
manipulaciones más sórdidas de los Castro: que el testigo perdone al victimario
en detrimento de la víctima
Recuerdo
el último acto de repudio que vi en Cuba en mayo de 1980. Los empleados del
Ministerio de Educación, entonces en la calle Obispo, repudiaban a una
compañera de trabajo que se iba por el Mariel. Le halaban el pelo. La escupían.
La insultaban. Le tiraban huevos. Era una mulata alta y madura, vestida con
ropa extranjera. La habían obligado a darle varias vueltas a la manzana. Cada
vez que trataba de apurar el paso, le volvían a cerrar el camino. A empujones.
A puñetazos.
En uno de
los forcejeos, a la mujer se le rompió un tacón. Entonces, con inusitado
aplomo, se quitó los zapatos y se sentó en la acera. Por unos minutos murmuró
una indescifrable tonada y finalmente comenzó a aullar. Un aullido largo,
malhumorado, de perro herido. Cuando los vecinos pudimos salir a socorrerla,
pensamos que sufría un ataque de nervios. No tardamos en descubrir que se había
vuelto loca.
Han pasado
casi 36 años. Pero cuando me hablan de perdón y reconciliación siempre recuerdo
a esa mujer. Puedo perdonar (aunque no quiero) lo que me hayan hecho a mí.
Ahora, no tengo ninguna autoridad moral para perdonar lo que le hicieron a
ella. Esa es una de las manipulaciones más sórdidas de los Castro: que el
testigo perdone al victimario en detrimento de la víctima. Te quitan la libertad,
te quitan la dignidad, te quitan la tierra y, por último, te quieren quitar tu
odio. O sea, la defensa radical de tu persona.
Pues bien,
ese odio contra la dictadura es lo más sano que hoy subyace en nuestra
identidad nacional. Sin ese odio no nos vamos a quitar de encima a los Castro.
Ni vamos a tener la fuerza espiritual para arrasar con su legado. Ni los vamos
a sacar del poder ni mucho menos de la historia. De ahí que sea tiempo de
revertir de una vez por todas el discurso del perdón y la reconciliación.
Para
pedirle a la víctima que perdone a su verdugo, debes empezar por ponerte del
lado de la acera donde caen las piedras y se reciben las patadas. Seas un
cardenal, un novelista o un exiliado que aboga por el cambio. Debes
reconquistar, en carne propia, tu derecho al odio.
Remitido por Olavo García
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